Llevo unos meses leyendo tribunas periodísticas laudatorias sobre la libertad de expresión. Son opiniones, unas veces de “liberales” y otras de progresistas, que coinciden en un mismo diagnóstico de nuestro tiempo: la libertad de expresión está amenazada por ideologías radicales. Como síntomas que conducen a este diagnóstico, los artículos enumeran una serie de incidentes en los que distintos grupos sociales protestan contra la realización de ciertas conferencias en instituciones académicas. Entre los incidentes “preocupantes”, según estas columnas de opinión, se encuentran las protestas feministas contra las conferencias a favor de la legalización de la prostitución que han tenido lugar este curso en distintas universidades.
En lugar de hacer un análisis específico para cada uno de los conflictos (reflexionando sobre los motivos para oponerse a conferencias de diversas temáticas) las columnas de opinión prefieren hacer un “totum revolutum” y nos ofrecen un diagnóstico inmediato: el problema son los “escraches”, mientras que la solución radica en la libertad de expresión, la tolerancia y la democracia. El problema de fondo, sostienen, es el dogmatismo de unas variopintas ideologías, entre las que se encuentra el feminismo, que pretenden imponer su punto de vista.
Tanto “liberales” como progresistas, tienen muy claro quiénes son los buenos y quiénes son los malos en este esquema maniqueo: los/as ponentes son los buenos mientras que quienes “escrachan” son la parte mala. En otras ocasiones, liberales y progresistas no se ponen de acuerdo. Así, ¿quiénes son los radicales: los de Vox (que quieren censurar la libertad de cátedra y eliminar los valores cívicos en los temarios escolares), o el feminismo/marxismo (que, según dicen algunos, “quiere adoctrinar en sus ideas dogmáticas a los menores”)?
Tanto la izquierda como la derecha “liberal” invocan el mismo principio abstracto: la idea de que la convivencia social requiere que se respeten diversas opiniones. Sin embargo, unos dicen que las diversidades que hay que admitir son la homosexualidad y los nacionalismos independentistas; mientras que los otros consideran que la diversidad que hemos de aceptar son el dogma católico y la opinión intempestiva de los fascistas. Aquí la izquierda española, que no tiene un pasado dictatorial, puede decir con razón que la libertad de expresión de los fascistas pretende silenciar la libertad de expresión del resto de la ciudadanía, de modo que no todas las opiniones son iguales.
Una conclusión que genera acuerdo entre liberales y progresistas es que las feministas tendrían que ser más tolerantes. Con respecto a la prostitución dicen: “habrá que debatirlo, ¿no? Hay distintas posiciones sociales al respecto; los escraches en las universidades están mal”, e interiormente se preguntan “¿a qué viene ahora esta horda de feministas puritanas?”. Los/as progresistas pueden comprender de inmediato que la universidad no debe promocionar el trabajo infantil o la venta de órganos, pero el asunto no les queda igual de claro cuando hablamos de la explotación y la esclavitud sexual. Los/as progresistas estarían de acuerdo en que no se deben tolerar, en nombre de la libertad de expresión, los mensajes fascistas ni los discursos llenos de odio racista; pero no perciben problema alguno en la misoginia inherente a la defensa de la prostitución. Vivimos en una sociedad en la que nuestra cosificación sexual coloniza incluso la mente de las mujeres, y la venta de nuestros cuerpos está normalizada. Las feministas desafían al statu quo reclamando la efectividad del derecho constitucional a la igualdad.
No olvidemos que la ley de igualdad dice que las administraciones públicas (como las universidades) deben fomentar la igualdad entre mujeres y hombres en sus eventos y que no deben presentar una imagen discriminatoria y estereotipada de las mujeres. Pero no importa que hasta la Constitución obligue a los poderes públicos a fomentar la igualdad entre los sexos, porque se considera que defender la igualdad y exigir el fin de la esclavitud sexual es algo “dogmático” e “ideológico”, mientras que abogar por la continuidad de dicha esclavitud es una opinión muy respetable. Ya sabemos a lo que se refieren los/as liberales con “tolerancia”: a la tolerancia con el patriarcado. Mientras las instituciones hacen la vista gorda con vulneraciones de los derechos humanos como la prostitución, la libertad de expresión se invoca para decir “chicas, callad, no seáis intolerantes”.
la ley de igualdad dice que las administraciones públicas (como las universidades) deben fomentar la igualdad entre mujeres y hombres en sus eventos y que no deben presentar una imagen discriminatoria y estereotipada de las mujeres.
Y los/as progresistas están de acuerdo con los liberales en que son más razonables las “otras feministas” (esas “feministas” a las que les parece bien que se debata tranquilamente sobre cómo regular la explotación sexual). Para el legalismo liberal, las loas a la prostitución son parte de la libertad de expresión. Parece que la inevitabilidad de la violencia contra las mujeres es algo que algunas personas tienen muchas ganas de expresar. Mientras los y las lobbistas prosiguen su discurso, las mujeres prostituidas, las esclavas silenciosas de este país (que es uno de los principales destinos de la trata), continúan sin los derechos humanos más esenciales. Y aunque suelan ser mujeres las ponentes que defienden el derecho a vender sexo, es el derecho de los hombres a comprar mujeres lo que queda bien resguardado.
Pese a la constante invocación de los señores opinólogos a la libertad de expresión, las feministas pocas veces tienen el poder necesario para exponer su punto de vista desde una tribuna. Usualmente su palabra se manifiesta como lo hacen quienes no tienen poder: mediante el ejercicio del derecho a la protesta en las calles. Los progresistas asumen una posición liberal cuando se trata de reprobar a las mujeres: la libertad de expresión de quienes defienden la prostitución desde sus titularidades y cátedras se considera un bien jurídico más importante que el derecho de manifestación de las mujeres que defienden la igualdad desde la calle. Las protestas de grupos de feministas a las puertas de las universidades contra las conferencias “pro prostitución” son interpretadas como intentos de censura que amenazan la libertad académica.
las feministas pocas veces tienen el poder necesario para exponer su punto de vista desde una tribuna.
Sorprende que los mismos sectores progresistas que importaron la práctica del “escrache”, hoy acusen de intolerantes a las que protestan en las puertas de las facultades. El problema aquí es que la izquierda ha definido previamente cuáles son los límites de lo intolerable (aquellos asuntos que merecen el ejercicio del derecho a la protesta), y la prostitución no es uno de esos asuntos. En general, la izquierda no comprende por qué las feministas dan tanta importancia a este tema: parecen pensar que “solo se trata de sexo”, mientras que para el feminismo lo que está en juego es la situación de la mujer.
Un fenómeno curioso de la opinología es que solo parece recordar la parte del derecho que beneficia a los hombres. Podríamos resumirlo en este principio: “solo pueden ejercer la libertad de expresión aquellos que siempre la han tenido”. Así, se condenan las protestas sin considerar factores fundamentales como: ¿por qué motivo se protesta?, ¿se ha impedido entrar al público?, ¿las/os manifestantes han insultado o agredido a las/os ponentes?, ¿han destruido objetos?, ¿han impedido, con ruido excesivo o amenazas, que el evento pueda realizarse? Es decir, más allá del hecho de contar o no con notificación administrativa previa, ¿se han transgredido los límites del legítimo derecho a la protesta? Estas son las preguntas que se formulan habitualmente para valorar la legalidad de una protesta.
Sabemos que las protestas son incómodas, que hacen ruido, que se ponen en mitad de la calle dificultando el tránsito, que pueden expresar ideas que no compartimos y que intentan hacerse escuchar por aquellas personas hacia las que van dirigidas, de modo que procuran realizarse cerca de donde se encuentran estas personas. Tras una reflexión podríamos llegar a la conclusión (o no) de que el domicilio privado de un político/a o una institución como el Congreso no deberían ser escenario de protestas, pero parece poco probable que consideremos que la puerta de una facultad es un escenario que deba prohibirse, o que protestar pacíficamente en su puerta sea “excesivo”.
Si queremos defender la libertad de expresión, debemos respetar también la libertad de expresión de aquellas personas que no se encuentran sobre la tribuna. El feminismo no analiza los hechos en términos de “conservadores contra progresistas”, ni de “fuerzas oscurantistas de la represión contra fuerzas de la tolerancia ilustrada”. Como expone la jurista Catharine MacKinnon, el debate que planteamos es sustantivo: ¿son las mujeres seres humanos o no? No queremos más discursos encomiásticos sobre las virtudes abstractas de la libertad de expresión y la tolerancia. Lo que queremos es que se escuche la voz excluida de las mujeres. Para ello es necesario, en primer lugar, detener la esclavitud sexual que silencia a muchas.