Publicado el 15 de abril de 2021
En diciembre escribí un detallado informe para Quillette sobre el pánico social por motivos raciales que había estallado en el Haverford College de Pensilvania. Una de las razones por las que la crisis parecía tan surrealista, señalé, es que esta escuela de élite aparece ante el mundo exterior como pintoresca y apacible.
El coste anual de la matrícula es de unos 76 000 dólares. Y la mayoría de estos estudiantes tienen vidas extremadamente privilegiadas, aislados (físicamente y por todo lo demás) de lo que cualquier persona normal consideraría sufrimiento. Tampoco es que haya gran discordia política en el campus. Según los resultados de una encuesta publicados a finales de 2019, el 79 % de los estudiantes de Haverford se autoidentifican como políticamente liberales, mientras que solo el 3,5 % se autoidentifican como conservadores. Es lo más parecido a una monocultura ideológica que se puede encontrar fuera de un monasterio o una secta. Sobre el papel, se parece a una de esas microsociedades utópicas concebidas por los escritores de ciencia ficción o los teóricos sociales del siglo XIX.
Los resultados de la encuesta a la que aludo tienen su origen en el «Comité de Claridad» de Haverford, un excelente recurso para cualquiera que quiera entender las actitudes de los estudiantes de las escuelas hiperprogresistas. La encuesta más reciente sobre Claridad, completada por más de dos tercios de los estudiantes de Haverford en 2019, incluía 133 preguntas relacionadas con todo, desde cuánto duermen, hasta cuántos amigos tienen, pasando por qué piensan acerca de los deportistas del campus. También hay una sección importante dedicada al tema de la «marginación».
De manera asombrosa, el 43 % de los encuestados dijo sentirse personalmente marginado en el campus por algún aspecto de su identidad. Esta cifra incluía el 61 % de los estudiantes homosexuales y más del 90 % de los estudiantes trans, un resultado que parece extraño dado el gran número de personas LGBT que hay en el campus de Haverford. Nada menos que el 31 % de los estudiantes encuestados se identificaron como algo distinto a heterosexuales. En cuanto al género, casi el seis por ciento se autoidentificó como trans o alguna variante no binaria. Ambos porcentajes superan la media general americana en un orden de magnitud decimal. A pesar de tener solo unos 1300 estudiantes (menos que en muchos institutos públicos), Haverford dispone de un centro de recursos para estudiantes LGBT, cuenta con una política de contratación pro-LGBT, un programa de estudios LGBT, condiciones especiales de alojamiento para personas LGBT, una póliza de seguro médico que cubre la terapia de reemplazo hormonal y muchos otros recursos. Aparte de en otros campus igual de liberales, es difícil imaginar un entorno más acogedor para los jóvenes LGBT en cualquier lugar del planeta.
casi el seis por ciento se autoidentificó como trans o alguna variante no binaria.
También es revelador que los porcentajes de marginación autodeclarados de los estudiantes homosexuales de Haverford sean casi idénticos a las de los que se autodenominan bisexuales (62 %) y asexuales (59 %); y que el índice de estudiantes que se autoidentifican bajo la categoría poco precisa de «no binarios» (89 %) sea casi idéntico al de los estudiantes que, siendo trans, experimentan disforia de género real (91 %). Los autores del informe concluyen que hay «una serie de crisis inmediatas a las que se enfrenta el alumnado transgénero de Haverford».
Sin embargo, a pesar de la abundante información escrita que han facilitado los encuestados, no aparece ninguna prueba real de estas crisis. Lo que obtenemos en cambio son testimonios confusos sobre las actitudes y el ambiente percibidos. («Como persona no binaria, el atletismo es intrínsecamente excluyente porque tiene un gran componente de género. Tenemos que apartar esa expresión y empezar a hablar de las verdaderas divisiones en el campus, como, por ejemplo, quién se siente cómodo o cómoda yendo a fiestas organizadas por atletas y quién no»). Incluso en medio de los melodramáticos estertores de la huelga estudiantil del año pasado, en un momento en el que todas las quejas imaginables basadas en la identidad se describieron en extensos manifiestos estudiantiles, nadie pudo señalar un solo incidente de homofobia o transfobia real contra los estudiantes de Haverford.
dispone de un centro de recursos para estudiantes LGBT, cuenta con una política de contratación pro-LGBT, un programa de estudios LGBT, condiciones especiales de alojamiento para personas LGBT, una póliza de seguro médico que cubre la terapia de reemplazo hormonal y muchos otros recursos.
En uno de los apartados de la encuesta se les preguntaba cómo se sentían al recibir una mala nota. «Los estudiantes transgénero eligieron ‘avergonzados’ y ‘desanimados’ en un porcentaje mucho más alto que los que se identificaron como cisgénero», recogen los autores del informe.
Los estudiantes trans de Haverford también declararon tener una autoestima más baja en general, fumar más que otros compañeros, tomar más drogas y tener más problemas de salud mental. Al parecer, los estudiantes trans hacen muy poco ejercicio: el informe concluye que «apenas utilizan el [centro deportivo] en comparación con los estudiantes cisgénero». En resumen, estos estudiantes tienen ansiedad y están deprimidos.
Si Haverford no ofreciera un entorno tan loable y solidario, podría ser razonable suponer que esta «crisis» tuviera su origen en las actitudes discriminatorias del personal y de los estudiantes que se ajustan al género. Pero dada la política hiperprogresista de Haverford, la alta representación de estudiantes LGBT entre el alumnado y la impresionante gama de recursos institucionales que se les ofrece, es razonable preguntarse si la flecha de la causalidad apunta en la dirección opuesta: la fijación sobre el victimismo basado en la identidad sirve como medio para explicar o desviar las emociones personales preexistentes. Los niveles de ansiedad observados en los niños y jóvenes estadounidenses llevan décadas aumentando, si bien sus circunstancias materiales han mejorado. Para los estudiantes de familias adineradas que asisten a escuelas de élite que ahora atienden todas las necesidades y deseos imaginables, las teorías abstractas de género sirven como una de las únicas vías disponibles para exteriorizar las emociones negativas como una manifestación de la opresión, la ignorancia o el fanatismo externos.
la fijación sobre el victimismo basado en la identidad sirve como medio para explicar o desviar las emociones personales preexistentes.
Algunos críticos de la teoría de género han rechazado el movimiento como un sucedáneo de la religión, ya que parte de la premisa infalible y basada en la fe de que los seres humanos nacen con un espíritu de género similar al alma que define la propia identidad. Pero en un sentido importante, esa analogía es inapropiada: aunque un beneficio psicológico tradicional de las creencias religiosas es explicar el mal y la desgracia, la teoría de género ha alcanzado su mayor popularidad en lugares hiperprivilegiados como Haverford, donde ni siquiera los activistas suelen poder identificar las fuentes de los supuestos traumas que no sean puramente simbólicas. (Y aun así, las pruebas son escasas: la palabra «misgendering» no aparece ni una sola vez en el informe sobre Claridad. En cambio, los autores repiten vagas afirmaciones de «insensibilidad» en las discusiones en clase.)
Desde hace años, los centros educativos que apoyan al colectivo LGBT, como Haverford, llevan a cabo lo que es, de hecho, un experimento a largo plazo para descubrir el origen del hastío entre las personas de género diverso. Lo que hemos descubierto es que el problema al que se enfrentan estos estudiantes no es explicar el mal real. El problema al que se enfrentan es encontrar una forma de dar sentido a su ansiedad y depresión (muy reales) dentro de entornos ricos y muy tolerantes de los que el mal ha sido desterrado casi por completo.
A falta de una revolución en la psiquiatría, los traumas emocionales desestabilizadores siempre van a formar parte de la adolescencia y la juventud. Es simplemente la forma en que los humanos están programados. .
Cada movimiento tiene sus altibajos. Y es posible que la popularidad de esta ideología de la «identidad de género» ya esté en declive. Pero los anhelos psicológicos a los que ha servido este movimiento no van a desaparecer. A falta de una revolución en la psiquiatría, los traumas emocionales desestabilizadores siempre van a formar parte de la adolescencia y la juventud. Es simplemente la forma en que los humanos están programados. Y estos procesos tendrán sin duda un aspecto político, especialmente en la era de las redes sociales: como saben todos los padres (y los adolescentes conscientes de sí mismos), la ira y la autocompasión son respuestas psicológicamente más manejables a la agitación emocional que el autoexamen sincero.
Es importante, como siempre, subrayar que la disforia de género está reconocida desde hace tiempo como una condición real que afecta a una pequeña parte de la población. Lo que estoy describiendo aquí es un acto de extrapolación, no de pura invención, por el cual la existencia de un diagnóstico legítimo es cooptada por sectores cada vez más amplios de la sociedad. Se ha dado el mismo tipo de tendencia con respecto a la homosexualidad (que, por obvio que suene, también es un fenómeno muy real): ser gay (o bisexual) tenía antiguamente un significado bastante específico en relación con los gustos y el comportamiento sexual de cada uno. Pero ahora se anima a los adolescentes a clasificarse a sí mismos en una tipología cada vez más amplia de subvariantes queer (a menudo descritas de forma difusa), desde la alosexual (que significa no asexual) a escoliosexual («una orientación sexual que describe a quienes se sienten atraídos sexualmente por personas con identidades no cisgénero, como las personas no binarias, genderqueer o trans»). Al igual que en este último caso, estas identidades sexuales a veces se entrelazan de forma compleja con la identidad de género —aunque, como ha descrito Angus Fox en su serie para Quillette, Cuando los hijos se convierten en hijas, muchos jóvenes trans autoidentificados se refugian en la ideología de la «identidad de género» precisamente como forma de escapar a (o al menos retrasar) los cambios e impulsos sexuales asociados al desarrollo post-puberal.
ahora se anima a los adolescentes a clasificarse a sí mismos en una tipología cada vez más amplia de subvariantes queer
Incluso cabría extender este patrón a la cuestión de la raza. Toda persona razonable reconocerá que el racismo es un fenómeno real, y que la distinción entre blancos y no blancos puede tener consecuencias concretas (y a veces trágicas) para las personas que son víctimas de la intolerancia en las sociedades occidentales. Pero de este hecho han surgido léxicos y jerarquías extravagantes que pretenden clasificar y codificar finas distinciones raciales, a menudo (algunos dirán, especialmente) en el caso de personas privilegiadas que no pueden explicar cómo ha afectado el racismo a sus vidas si no es por referencia a teorías abstractas (e infalsificables) que presentan el problema como una malignidad invisible y sistémica generada por los blancos.
Otro punto de comparación interesante es la subclase de dolencias médicas conocidas como «enfermedades controvertidas» —condiciones como el síndrome de fatiga crónica (SFC), las sensibilidades químicas múltiples y la enfermedad de Lyme crónica, que no parecen existir salvo como una especie de sistema de creencia «colaborativa» entre los individuos que dicen padecerlas. Aunque ninguno de estos movimientos ha alcanzado nada parecido a la prominencia política y académica de la teoría de género, sus defensores más comprometidos políticamente se hacen eco de la idea ya conocida de que sus problemas pueden atribuirse a una condición exteriormente indetectable cuya negación genera su propia forma de sufrimiento.
En el caso del COVID-19, se ha prestado mucha atención a los teóricos de la conspiración y a los charlatanes legos que afirman que la enfermedad es un fraude. Pero también existe un movimiento pseudocientífico que pretende presentar a sus adeptos como víctimas de una afección que llaman «COVID largo».
Como escribió recientemente el psiquiatra de la Universidad McMaster Jeremy Devine en The Wall Street Journal, algunos pacientes de COVID-19 realmente experimentan efectos a largo plazo que persisten después de que la infección haya desaparecido. Pero añade que «estos síntomas también pueden ser generados psicológicamente o causados por una enfermedad física no relacionada con la infección anterior.»
Además, señala que una encuesta elaborada por el Grupo de apoyo del Covid-19 de Body Politic, un destacado impulsor de la idea del COVID largo, indica que «muchos de los encuestados que atribuyeron sus síntomas a las secuelas de una infección por COVID-19 probablemente no tuvieron el virus en primer lugar. De los que se autoidentificaron con síntomas persistentes atribuidos al COVID y respondieron a la primera encuesta, ni siquiera una cuarta parte había dado positivo en las pruebas. Casi la mitad (47,8 %) nunca se había realizado la prueba y el 27,5 % dio negativo. Body Politic publicó los resultados de una segunda encuesta más amplia en diciembre de 2020. De los 3762 encuestados, solo 600, es decir, el 15,9 %, habían dado positivo por el virus en algún momento».
Haciéndose eco de la idea de la «autoidentificación» como regla de oro de la identidad de género, los autores de la encuesta «COVID largo» descartaron estos hechos, argumentando que «la investigación futura debe considerar la experiencia de todas las personas con síntomas de COVID-19, independientemente del estado de las pruebas». En este sentido, lo del COVID largo también se parece mucho al síndrome de fatiga crónica. En 2016, el propio Devine, entonces estudiante de medicina, escribió sobre un grupo de enfermos crónicos de Lyme cuyos miembros, en muchos casos, «nunca tuvieron la infección de Lyme para empezar a hablar. Quienes trataron de explicar el resultado negativo de una prueba canadiense a menudo lo hicieron con un positivo de laboratorios estadounidenses con fines de lucro —llamados ‘laboratorios especializados en Lyme’—, que ofrecen pruebas con tasas de falsos positivos muy altas».
En su artículo del WSJ, Levine informa de otra conexión interesante: Body Politic, que había organizado las encuestas como medio para promover la idea del COVID largo como un fenómeno médico real, se describe a sí mismo como «un colectivo de bienestar feminista queer».
El grupo fue creado en 2018, según su página web, «para crear un espacio para la inclusividad, la accesibilidad y las discusiones cruciales sobre la conexión muy real entre el bienestar, la política y la identidad personal». Teniendo esto en cuenta, los lectores no se sorprenderán en absoluto al saber que la programación del grupo «ha tenido un gran éxito entre el público millennial y de la Generación Z, compuesto en gran parte por mujeres y personas que se identifican con el colectivo LGBTQ+».
«En nuestra esencia», nos dice Body Politic, «trabajamos para atender a las comunidades y grupos marginados que normalmente han sido apartados de la conversación sobre bienestar». Pero sucederá con subculturas enrarecidas, como en el Haverford College, donde la palabra «marginado» ahora puede abarcar a casi todo el mundo. Según el último informe de Claridad, el porcentaje de estudiantes que dicen tener una «identidad marginada» supera ya el 60 %. En algunos casos, sin duda, hay una base autobiográfica real, y tal vez incluso conmovedora, para esta forma de autoidentificación. Pero, por lo demás, nos quedamos con toda una población de estudiantes ricos y mimados que buscan algún tipo de marco ideológico que les ayude a tejer una narrativa significativa a partir de las emociones necesariamente desgarradoras asociadas al hecho de ir llegando a la edad adulta.
el porcentaje de estudiantes que dicen tener una «identidad marginada» supera ya el 60 %.
Durante su época universitaria, cuando los niveles hormonales son altos, es natural que estas narrativas construidas se centren en cuestiones de sexo y género, y tomen una expresión performativa a través de la ropa, el peinado, las posturas en las redes sociales y el lenguaje vanguardista. Pero una vez que esta generación crezca y deje de centrarse tanto en los pronombres y los hashtags, tendrá nuevas formas de dolor con las que lidiar. El COVID largo es solo el último ejemplo del tipo de idea que se hará popular entre esta generación. Y seguro que no será la última.