Moralidad, placer y  marginalidad. Reflexiones alrededor de una palabra fea

Clara Ines Mateus
Clara Ines Mateus
Abogada especialista en Derechos Humanos. Escritora, poeta y profesora universitaria. En la búsqueda de un mundo más justo.
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Las cortesanas existen para el placer, las concubinas, para los cuidados cotidianos, las esposas, para tener una descendencia legítima y una fiel guardiana del hogar”

“ Demóstenes / Contra Neera

Hay pocas palabras que se usen más en el lenguaje de la calle que la palabra “puta”, además pocas engloban tantos significantes distintos. Por puta se entiende a la cortesana, la que vive de su cuerpo, en lo que eufemísticamente se define como el oficio más antiguo de la humanidad, pero también es “puta” la que por decisión propia vive una vida sexual promiscua, a la manera como muchos hombres viven la suya sin que se les descalifique. Si alguien nos ha hecho una “putada” es un “hijo-puta”, pero paradójicamente si algo está muy bien es de “puta-madre”.
Estamos ante una palabra cargada de intención, una palabra fea, que produce malestar, que llega a ser como una mosca en la cara de una sociedad hipócrita, tal como describió Zolá a la Cortesana Naná y que, en síntesis, define a  mujeres que de alguna manera se saltan a la torera la moral sexual establecida para su tiempo y en su  entorno social.
¿Es realmente la prostitución el oficio más antiguo de la humanidad? Aunque su antigüedad está certificada por fuentes como la Biblia, evidentemente el concepto de prostitución como oficio, o bien, el concepto negativo de la promiscuidad femenina, requirió de la aparición de su contrario: la mujer casta y la institución del matrimonio.
El lenguaje del ser humano requirió entonces, un contexto histórico, social, religioso, y político adecuado para producir esta palabra fea, que define en forma grosera un arquetipo humano despreciado: la puta.

Los arquetipos de mujer

 En la actualidad puede verse en ciertos pueblos que conservan culturas ancestrales, como los Nubas, del Sudán, un tipo de matrimonio que no liga sexualmente a ninguno de los cónyuges. La libertad sexual es casi absoluta en este pueblo, en el que se estimula la belleza del cuerpo, que se decora con profusos tatuajes- sobre todo las mujeres- y pinturas, en hombres y mujeres. Sólo se restringe a la mujer el ejercicio de la actividad sexual cuando está en periodo de lactancia, para evitar embarazos muy cercanos en el tiempo.
Es posible que en los albores de la humanidad existieran muchos otros pueblos con costumbres similares, que excluyen la marginalidad por razones de promiscuidad o el concepto de comercio sexual. Por el contrario, cuando hace su aparición la institución del matrimonio, que liga la exclusividad sexual de la mujer, sea la familia monogámica o no, es cuando aparece claramente el concepto contrario.
Es decir, que al aceptarse el matrimonio como norma general y la familia como institución que interesa al grupo social, resulta marginal aquel que responde a cualquier otro esquema.
Frente a una mujer virtuosa, sometida primero a su padre y luego a su marido, cuya actividad sexual se circunscribe al matrimonio, con fines a la procreación, en una sociedad donde solamente son libres los varones, contrasta la figura de estas otras  mujeres, que no solamente desarrollan una actividad lucrativa por su cuenta o a cuenta de otros, sino que pueden incluso administrar sus bienes, desplazarse libremente y cuya actividad sexual no está en modo alguno relacionada con la perpetuación de la especie, sino con el placer sensual por el placer mismo, al menos desde el punto de vista de sus eventuales compañeros sexuales.
También aparecen mujeres y niños explotados sexualmente, los esclavos, los desvalidos, que son también marginales, aunque la institución de la esclavitud y diversos tipos de servidumbre más o menos institucional hicieron “tolerable” desde el punto de vista de la sociedad, su existencia.
Siguiendo a Michel Foucault, diríamos que el ser humano participa de una suerte de inmortalidad a través de su descendencia, por lo que resulta vital para el varón de la especie, asegurar que sea suya. Dice Foucault, hablando de la conducta moral en la antigüedad clásica: “Ello surge ya muy claramente en la disimetría muy particular alrededor de esta reflexión moral sobre el comportamiento sexual: Las mujeres se ven obligadas en general (y salvo la libertad que puede darles una situación como la de cortesana) a constricciones extremadamente estrictas: y sin embargo no es a las mujeres a quienes se dirige esta moral; no son sus deberes ni sus obligaciones lo que ahí se recuerda, justifica o desarrolla. Se trata de una moral de hombres, evidentemente libres. Por consiguiente, moral viril en la que las mujeres sólo aparecen  a título de objetos o cuando mucho de compañeras a las que hay que formar, educar y vigilar, mientras están bajo el poder propio, y de las que hay que abstenerse, al contrario, cuando están bajo el poder de otro (padre, marido, tutor).
 En una sociedad en la que hasta la virtud era masculina, una mujer libre resultaba no solamente “diferente”, sino peligrosa. Siguiendo el postulado de Foucault, las normas aparecen por la necesidad de crear modelos de existencia, personas en serie que respondan de igual manera ante un mismo evento, lo cual permite el ejercicio del poder. La familia como institución resultaba indispensable para la formación del Estado, y por lo mismo, era condenable todo lo que atentase contra ella. Foucault cita a Séneca y a Dión de Prusa, entre otras fuentes, que condenaron la prostitución como actividad lesiva al Estado, sobre todo cuando existiese explotación de personas débiles o desvalidas.
 
El placer como problema
 El advenimiento del cristianismo en nuestra convulsionada historia, agudizó la problematización del placer al condenarlo abiertamente, al menos en lo que al sexo se refiere. Si bien en la antigüedad clásica se aconsejaba cierta moderación, cierta austeridad, ya que el hombre (nos referimos al macho de la especie, claro está) solamente podía considerarse libre si gobernada sus instintos, ya desde San Pablo se encuentra una descalificación del placer sexual, ya que para él, el hombre virtuoso es aquel que puede ser casto, pero quien no pueda guardar este ideal de castidad debe casarse, “antes de abrasarse”.  .
El cristianismo sincretizó además del pensamiento griego y latino, en lo que concierne a la diferenciación cuerpo – alma, las creencias hebreas, de un marcado tono paternalista. Desde tiempo inmemorial los varones judíos agradecen a Dios no haber nacido mujeres; Eva cae en la tentación y hace caer a su vez a Adán. La carne y la tentación tienen figura de mujer en la Biblia; El placer y el pecado, entonces, han estado asociados en el imaginario de occidente desde hace más de dos mil años.
En este marco de moral social, el placer derivado del sexo sólo lograba una cierta aceptación si su fin era la procreación y su entorno el matrimonio; la búsqueda del placer por el placer mismo era inaceptable, aunque mucho más tolerado en el hombre. Hoy nos escandalizamos, con justa razón, por las culturas que mutilan los genitales de las niñas, basados en este mismo principio.  Pero olvidamos con frecuencia que en nuestra cultura durante miles de años las mujeres han sido objeto de esta misma castración, si bien no física. Constreñimiento, educación más o menos represiva, culpabilización, condena social, son las armas con las que la cultura ha producido un arquetipo de mujer, la única que tradicionalmente goza de respeto social.
La cortesana, en contraste, podía considerarse libre (salvo casos de explotación, esclavitud, o indefensión) pero pagaba su libertad a un precio elevadísimo: la marginación social. Con frecuencia se reglamentaba la forma como debía vestir, y las zonas de la ciudad que podía habitar. Debía diferenciarse claramente de las mujeres “virtuosas” y la defensa de su vida, integridad y patrimonio dependían solamente de su habilidad.
En una escena de Naná, su rico amante la golpea cuando ella le dice que su esposa no le pondría tan buena cara si no tuvieran relaciones íntimas. La sola insinuación de que una mujer “decente” tuviese necesidades sexuales y que una cortesana “se iguale” con ella provoca la ira del hombre y el consiguiente maltrato de la amante. Tal como siglos atrás lo expresó Demóstenes, la cortesana existía por y para el placer, y eso seguía siendo válido en el XIX de Zolá.
En el siglo XX las formas de control que adopta la sociedad con respecto del placer son un poco más sutiles. Además de la moral social-religiosa, la autoridad científica o médica, que ya desde el racionalismo del S XVIII y la revolución industrial cobraron gran relevancia social, complementaron en unos casos y reemplazaron en otros, el concepto de pecado, que se rebautizó desviación, enfermedad o discapacidad.
El dogma científico se acepta en contextos en donde ya no es suficiente el dogma religioso, o bien, en donde el dogma religioso ha perdido autoridad.  Las prácticas sexuales “diferentes”, la promiscuidad, la homosexualidad, se clasificaron y estudiaron como enfermedades endocrinas, mentales o desviaciones psíquicas, conceptos que no han logrado superarse del todo.
Quiero decir que si antes la marginalidad por motivos de actividad sexual se concretaba en un claro contexto de moral social y religiosa, en la actualidad puede circunscribirse además en el lenguaje científico como desviación o enfermedad.
Significa, entonces, que una mujer promiscua está calificada con muy mala nota desde el punto de vista de los valores morales de la sociedad, y/o puede tratarse de una loca, o una ninfómana, lo que no es mucho mejor.
La igualdad en la diferencia, la tolerancia y el respeto hacia lo desigual son ideales que estamos muy lejos todavía de cumplir, aún con la evolución de las costumbres en los últimos cien años. Por eso en nuestro lenguaje común existen palabras feas, arquetípicas, descalificadoras, que denuncian el rechazo y la marginalidad.  Tal vez por esto siga siendo válido hoy lo que en su día dijo Jesús de Nazareth: “las putas os precederán en el cielo”.

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Comentarios

  1. “Reflexiones alrededor de una palabra fea” sustenta que, desde la horda primordial no ha sido posible modificar en lo más mínimo la imposición de la Ley del perverso varón que permanece como algo “dado”, que limita y restringe la actuación femenina y permite escasamente la “participación” de la mujer siempre que se ajuste a la imposición machista, desde la izquierda a la derecha de la “representación política del varón, dependiente de los sucesos infantiles tempranos pertenecientes a un pasado sobre el que nada puede deshacer (El “recorrido” de la niña y el niño en las etapas o fases del complejo de Edipo, no diferencia lo masculino de lo femenino en su relación con la madre; objeto sexual incomparable. En estas instancias la niña con la percepción del pene en el varón permite en ella la esperanza del crecimiento del clítoris, sin embargo, la realidad le indica, en el paso del tiempo, lo que la diferencia del varón. Diferencia irreductible; no será poseedora del pene que ostenta el niño y así inevitablemente castrada o mutilada deriva en un rechazo profundo contra la madre; responsable de la falta, de ese atributo, inclinándola hacia el padre como poseedor del pene, que en su imaginario podría tener y que en el desarrollo de la civilización patriarcal reemplazará a su vez con sus propias hijas e hijos. El varón en ese periodo, percibe a la mutilada niña, como una severa advertencia de lo real de la castración y ese horror temeroso primordial lo enfrenta ante la figura del páter – patriarca como efectiva disuasión, abandonando su objeto sexual primordial, la madre. Estas alternancias de proyecciones e identificaciones alimentan el imaginario de la diferencia, la inferioridad y lo inferior que “coagula” sobre la niña – mujer. Esta circularidad no nos impedirá relacionar la profundidad de la irresoluble situación del patriarca, lo confuso e indescifrable para su concepción de lo real. Nota 3 Femeninologia Ciencia de lo femenino).
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