El aleccionamiento de género es la primera lección que nos enseñan y se convierte en presión e incluso acoso, y se da en dos versiones, la lgtbfóbica y la genderfrienly.
La primera es la ejercida por aquellas personas, menores y adultas, que sostienen postulados patriarcales en los que se establece que los varones deben ser masculinos y las mujeres femeninas.
Esta presión y acoso está ya registrado y se han establecido ya protocolos de seguimiento y prevención. Es la lgtbfóbica.
La segunda sigue siendo invisibilizada, ni siquiera tiene nombre, lo cual no quiere decir que no exista. La vivimos todos los días, es aparentemente más amigable que la lgtbfóbica, pero no por ello menos dañina y causa gran sufrimiento también.
Resumiendo, viene a establecer que quienes se comportan de forma masculina deben ser hombres y quienes son femeninas deben ser mujeres.
Daríamos en llamarla «acoso a la identidad de sexual», o «acoso a la disidencia de género». Si lo nombramos en inglés, «sexual identity harassment» o «gender dissent harassment».
En esta presión social, que puede llegar a niveles de acoso, la identidad sexual de la criatura se pone en duda de forma sistemática por parte de compañeros y compañeras de aula, de amigos, amigas y familiares, de forma que en un tiempo que pueden ser unos meses, la criatura sufre una crisis de identidad en la que empieza a dudar de quién es, de su cuerpo, de su mente, de todo su ser, y, si nadie le explica que da igual cómo se comporte, que eso no afecta a su ser y a su cuerpo, si hay algún ser querido que le pone en duda quién es por comportarse, jugar y vestirse como le apetece, en un tiempo relativo comienza a sufrir disforia, porque el mandato y deseo de agradar y ser aceptado por los seres queridos es un mandato psicológico de supervivencia.
Todo ese entorno afectivo de esa criatura, aquellos y aquellas que lo aman, con toda su buena voluntad cargada de prejuicios de género, terminan fabricando «une niñe trans», servido en bandeja a toda la industria médica que hará su negocio con tratamientos hormonales y cirugías que convertirán una criatura sana en una persona dependiente de forma crónica de tratamientos farmacológicos de por vida, amén de sufrir mutilaciones, esterilidad y el aumento enorme de la posibilidad de sufrir enfermedades y complicaciones de salud debido al uso de hormonas y bloqueadores de la pubertad.
También esta criatura se presentará como nuevamente adaptada a los roles sociales establecidos, reencajada de nuevo según los patrones de la feminidad y la masculinidad que tan bien le viene a nuestro sistema social patriarcal. Por eso tiene tan buena prensa y aceptación. Será bien vista socialmente y será la más popular de su clase.
Y todo eso por el módico precio de renunciar a la identidad de su cuerpo, que es sí mismo.
Las criaturas disidentes de género, que también podríamos clasificar como abolicionistas de género, están mal vistas, resultan incómodas al sistema, incómoda a sus papás y mamás, a los compañeros y compañeras que sí se pliegan al mandato social de los roles de género, a la industria del consumo que no sabe cómo venderle los millones de productos fabricados doblemente para niños y niñas, porque nos recuerdan que el género no es natural, que es aleccionamiento e imposición, que es una norma social y no algo que venga en nuestros genes y nuestras células.
Este acoso necesita ser nombrado, visibilizando y combatido también, para la protección de los menores, de su libertad y de su identidad.
Además, este acoso tiene tintes homófobos, pues las estadísticas señalan que muchas de estas criaturas que se muestran disidentes del género, en su edad adolescente se revelarán como gays y lesbianas. Pero no serán tales si previamente se les anima a transicionar para convertirse en lo que no son para encajar en los roles de género y dejar las mentes bien intencionadas y llenas de prejuicios de sus progenitores y educadores.
Seria mejor llamar la primera forma de acoso «homofoba», ya que los niños trans no existen.