Estamos en desescalada, aún en fase 0 cuando me decido a escribir esta reflexión (y recién estrenada la fase 1 al concluirla). En esta nueva etapa, de desconfinamiento progresivo, parece predominar el ansia por recuperar lo perdido: las comidas con la familia; las reuniones con los amigos; los conciertos y demás espectáculos; las vacaciones y viajes alrededor del mundo; los días de compras compulsivas; y por supuesto, la vuelta a ese trabajo ideal, un empleo remunerado, personalmente satisfactorio y socialmente significativo. Supongo que se percibe el sarcasmo. Y es que es evidente que la mayoría, por suerte, tenemos besos y abrazos a los que regresar, pero también es obvio que a muchas personas nos aguarda una precariedad en el resto de esferas que, si ya antes era dura, ahora se antoja más desoladora aún. Conviene apuntarlo porque, como vivimos en la era del postureo, y de las vidas precarias no se presume, se tiende a olvidar que existe otra cotidianidad que se sobrelleva desde los márgenes. Pero este es un tema para otro artículo, una mirada que apunta al futuro, pues en algún momento tendremos que decidir a qué tipo de sociedad queremos volver.
La reflexión que intento hacer aquí no aspira a tanto. Y tampoco mira hacia adelante, sino que vuelve la vista atrás para repensar cómo ha sido la experiencia de aquellas primeras semanas de confinamiento total. Y la verdad, cuando repaso mentalmente lo leído en prensa, lo escuchado en radio o lo visto (soportado) en televisión, a mí solo me viene una palabra a la cabeza, una que en principio define y resume nuestra vivencia confinada: aburrimiento. Solo así se entendería que los medios de comunicación, más allá de informar sobre la pandemia, se entregasen en cuerpo y alma a recomendarnos series y películas como si no hubiese un mañana; a divulgar visitas virtuales a museos y otros espacios culturales; a anunciar, a bombo y platillo, conciertos en redes que reunirían a múltiples artistas; etc. La gente iba a pasar muchas más horas en casa y había que evitar el tedio a toda costa.
Sin ninguna duda, hubo iniciativas muy generosas e interesantes en este sentido, como la disponibilidad de documentales en abierto, por ejemplo. Las aportaciones en sí, sobre todo desde el mundo de la cultura, fueron encomiables. Pero la dinámica generada en aquellas semanas, que parecía empujarnos a perseguir contenidos y a realizar un sinfín de actividades desde casa, era algo perversa, pues trasladaba una falsa idea de ausencia de demandas que afrontar. Por no mencionar el regusto amargo que dejaba tras de sí semejante presión, como si el monstruo capitalista trabajase a toda máquina para que no cesara la necesidad de acumular experiencias, para seguir alimentando la sed de consumo y evasión que le permite perpetuarse como sistema.
Al hilo de todo esto, la pregunta que no dejo de hacerme, y que me absorbía especialmente aquellas semanas, es si de verdad el aburrimiento fue tan generalizado y homogéneo. O si, por el contrario, a base de repetirlo, se estaba imponiendo un discurso que, como pasa a menudo, pretende definir la experiencia humana en su conjunto aunque solo refleje la realidad de una parte de la población. Y es que la desigualdad no se esfumó con la llegada de la estricta cuarentena, más bien al revés, así que mucho me temo que unos se aburrieron más que otras.
A las mujeres se nos socializa para el espacio privado y eso significa que, desde pequeñas, se nos cultiva la mirada (se nos entrena, sin poesía) para detectar las necesidades de cuidado que surjan a nuestro alrededor, ya sea en el entorno físico de nuestros hogares o en el terreno interpersonal de nuestro círculo próximo. Y eso es lo que hicimos al decretarse el estado de alarma e imponerse el confinamiento más duro. Adoptamos, más si cabe, el rol de cuidadoras, y las preocupaciones y ocupaciones se multiplicaron e intensificaron. Mujeres planificando menús, con más detalle que de costumbre, para hacer una compra semanal redonda, para ellas y sus mayores. Mujeres desinfectando a la vuelta del supermercado, limpiando cada rincón de sus casas y recordando a todo el mundo las medidas de higiene. Mujeres ordenando sus viviendas y reorganizando espacios para poder teletrabajar, a la vez que atendían a sus criaturas, sus tareas escolares y sus ganas de jugar. Mujeres interesándose por sus seres queridos, conversando las horas que hiciera falta, para acompañar y sostener, sumergidas en esa tarea de producción de lo invisible. Mujeres gestionando el malestar de quienes sentían más angustia o tristeza, ofreciendo comprensión y promoviendo resistencias. Mujeres poniendo en marcha iniciativas solidarias, confeccionando batas y mascarillas para el personal sanitario. En definitiva, mujeres trabajando sin descanso para aportar el máximo bienestar posible a su comunidad.
Hay investigaciones que certifican el aumento de la sobrecarga sufrida por las mujeres con la llegada de la cuarentena, estudios que vienen a confirmar lo que sabíamos. Son necesarios, pero al grueso de nosotras nos bastaba con mirar alrededor y hablar con las mujeres más cercanas para comprobar que, lejos de estar aburridas, la inmensa mayoría estaba cansada. Entonces, la cuestión que se plantea es: si en privado nos contábamos lo atareados que fueron ya aquellos primeros momentos, ¿por qué públicamente, incluso las periodistas, desde su altavoz, se sumaban al relato del aburrimiento? ¿Será que aún no nos sentimos autorizadas a explicar nuestra auténtica realidad? ¿O es que no interesaba hablar de ello en profundidad en los medios generalistas? Intuyo las respuestas, pero prefiero detenerme en las certezas. Si no ponemos sobre la mesa lo que de verdad vivimos, se repetirá la historia y serán otras voces, no las nuestras, las que narrarán la experiencia, incluyéndonos en un relato que nos engulle y que, de nuevo, invisibiliza la desigualdad por razón de sexo. Si no hacemos más crítica pública desde la que exigir una realidad justa para nosotras, ¿qué lugar vamos a seguir ocupando en la nueva normalidad? ¿Y a cuánto tiempo vital vamos a seguir renunciando por falta de corresponsabilidad?
Al final va a resultar que mi reflexión sí tenía pretensiones de futuro, porque las mujeres tenemos derecho a un mañana, a un presente incluso, en el que aburrirse (con o sin pandemia) deje de ser un privilegio masculino.