Nosotras, las mujeres con discapacidad

Mari Mar Molpeceres
Mari Mar Molpeceres
Licenciada en Geografía e Historia por la UAM, feminista y activista por los derechos de las personas con discapacidad
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Nosotras, las mujeres con discapacidad necesitamos ser dueñas de nuestras vidas y sentirnos ciudadanas autónomas.  Entendemos que hay casos y casos, hijos e hijas que nunca van a ser independientes, pero las que podamos, debemos hacerlo para fomentar nuestro desarrollo como ciudadanas y apostar por la abolición de los roles de género que nos beneficiaran a todas. Necesitamos pertrecharnos de habilidades que nos permitan defendernos, hacer pedagogía y acabar con los prejuicios y mitos que circulan sobre nosotras. Las desconfianzas que trae consigo el estigma de la discapacidad constituyen el detonante de las agresiones o lo que es lo mismo, violencias simbólicas o de otros tipos, ataques que no solo provienen de individuos del sexo masculino con o sin discapacidad (los hombres con discapacidad nos repudian por considerarnos copias imperfectas de las mujeres normativas a las que eligen).

El capaitismo también se adivina en el comportamiento de otras mujeres que ven la oportunidad de brillar a nuestra costa, aprovechando la afrenta social que cae sobre nosotras como una losa. Pareciera que no se terminaran de creer la definición de mujer que repiten como un mantra: hembra humana adulta y que, en base a ello, declaran el sexo como cimiento de nuestra opresión. Si creyeran esa proclama, prestarían más atención a nuestras voces e ignorarían las barrabasadas del transactivismo queer. Pareciera que les dan a “elles” más estatus de mujer que a nosotras.

Por su parte, si nuestras madres formulan en público el rechazo a unas hijas que no encajan en el canon, en el estereotipo, en la normatividad serán calificadas de egoístas y madres desnaturalizadas. En definitiva, malas madres. Nosotras, las mujeres con discapacidad crecemos con la sensación de ser una decepción para ellas, continua preocupación y carga constante y suelen expresarlo con la frase “Soy madre de persona con discapacidad, todo cae en mis espaldas», que puede sonar como un desahogo, pero no resulta empoderante para ellas y para nosotras supone que nos sintamos responsables de su autoabandono por nuestra causa, aunque no se lo pidamos. Todo ello también es género, aunque nadie se haya percatado de ello.

Recordemos que el género es una construcción cultural que otorga a hombres y mujeres unas características o papeles diversos según nazcan con sexo masculino o femenino. Siguiendo la lógica, el género estipula el comportamiento que deben asumir hombres y mujeres, perpetúa las desigualdades entre los sexos, estableciéndose una relación asimétrica y artificial en la que los varones ejercen el control y ocupan los puestos de poder y las mujeres se sitúan como clase subalterna y realizan las tareas domésticas y de cuidado de la prole y de las personas enfermas y dependientes. El cuidado es una labor meramente femenina en el reparto de papeles. De las mujeres se espera que sean buenas esposas, perfectas amas de casa, madres o cuidadoras amantísimas y desinteresadas, hasta el punto de olvidarse de que la obligación más importante para consigo mismas sería el autocuidado. El patriarcado otorga al hombre la cosa pública y la auctoritas. Según reza en la entrada de Wikipedia del término auctoritas: La expresión Auctoritas (de Aug=aumentar) aparece en Roma unificada a la función tutelar. Así, el tutor poseía la auctoritas, que permitía sumar la voluntad del pupilo completando de tal modo su capacidad. De igual forma que el tutor ejerce auctoritas sobre el pupilo, el hombre pretende hacer lo propio sobre la mujer a la que menosprecia y juzga como ser inferior incapaz de dirigir su propio destino.

La siguiente historia no es una historia real. Es un collage compuesto por fragmentos de relatos de varias mujeres anónimas que dan una idea aproximada de la realidad que vivimos.

Victoria tiene 44 años y desde su nacimiento le acompaña una hemiparesia que le afecta al lado izquierdo de su cuerpo, lo que hace que camine con un bamboleo y que le cueste levantar los pies al caminar. Desde que nació vive con Julia, su madre, que nunca la aceptó del todo. Ella siempre había soñado con tener una hija como las demás, de la que sentirse orgullosa y presumir de su belleza, de su dulzura de carácter, … Por el contrario, tiene a su cargo a una mujer temblorosa que se cae con una facilidad pasmosa, con una forma de hablar monótona y una vocalización muy deficiente. Julia no ha contado con ayuda, ya que su esposo se había alejado cuando la niña tenía 11 meses, abrumado por la responsabilidad. Él se había marchado porque podía, igual que otros muchos padres ausentes y no le habían vuelto a ver. A sus 73 años, Julia, ya jubilada, cobra una pensión de 600 euros. Victoria tiene formación universitaria muy completa, lo que no le sirve para encontrar ni siquiera un trabajo por debajo de su cualificación académica. Ansía librarse de la protección materna, soñando con vivir emancipada, pero se siente en deuda con ella, a pesar de no tener la mejor de las relaciones, ya que Julia la exhorta que por ella perdió a su marido y ha renunciado a cualquier asomo de vida sentimental. La anciana repite una y otra vez que, sin su cuidado y desvelos, no podría hacer nada, que está cansada de ocuparse de ella, aunque en su fuero interno, le encanta saber que la necesita, pero prefiere reservárselo para sí misma.

Después de lo dicho, podríamos concluir que:

  1. El mandato de género obliga a nuestras madres a un cuidado prolongado y muchas veces no deseado
  2. Todas las hembras humanas adultas sufrimos opresión por haber nacido mujeres, pero nuestra educación y sociabilización como mujeres con discapacidad ha ralentizado nuestra madurez, lo que no nos hace menos mujeres.
  3. Por coherencia y en favor de la igualdad, se debería escuchar a todas las mujeres si queremos que la alianza contra el borrado de las mujeres sea real y efectiva

 

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