El arte es un modo social de expresión individual inscrito en la cultura. Por tanto, el arte será tan patriarcal como lo sea la cultura.
A menudo se nos hacer ver que el arte, por una cierta, casi siempre impostada, actitud transgresora que se le atribuye, estaría revestido de un consustancial espíritu contracultural. Sin embargo, no nos engañemos, menos a estas alturas.
Las variantes contraculturales del arte casi siempre han sido intentos de introducir en la cultura dominante una corriente contestataria que, viniendo de lo subcultural, sin embargo, acaba incorporándose, cuando logra ser «reconocida», al aparataje principal de la cultura, es decir, y de momento, al patriarcado capitalista. Cuando no, esa subcultura termina por convertirse, en sí misma, en un sistema subcultural que, por muy contracultural que se pretenda, llega a estar dominado por modos pautados y recurrentes de pensar, sentir y actuar, esto es, por una cultura dentro de otra cultura. No hay forma de afirmar, a día de hoy y salvo excepciones que desconozcamos, que esas subculturas pretendidamente contraculturales no hayan estado definidas, ideologizadas, mantenidas y desarrolladas por hombres varones bajo criterios de masculinidad. Si se considera al feminismo como una contracultura, sería la única singularidad que escaparía a esa regla de masculinización de eso que al final no deja de ser la cultura: la personalidad de una sociedad. Nuestras sociedades tienen una personalidad masculina, por ahora.
El arte como correlato cultural ha sido definido de tantas maneras como proponentes haya. No está, por supuesto, libre de egos esa tarea de definir. Es común encontrarlo opuesto a ciencia, entendida ésta como un conocimiento verificable según unos procedimientos basados en la razón y la experimentación… aunque seguro que muchas científicas y científicos encuentran esa acepción desajustada, puesto que en momentos del proceso hacia el conocimiento científico sentirán que están haciendo arte. También es habitual que el arte se equipare a la creación, a los intentos creativos, por contraposición a cualquier sistematización… aunque, por la constante perversión del mercado capitalista atravesando cada poro de la cultura, reciba el marchamo de creativo, precisamente, aquello que es capaz de empaquetarse, o de sistematizarse, para ser vendido. Tampoco están muy claros los conceptos de innovación o de creatividad bajo el peso de la cultura, puesto que, casi siempre, cualquier aparente ruptura «innovadora» respecto de las pautas dominantes ha sido descalificada en tanto no haya sido encarrilada, y acomodada, al statu quo… ahí tenemos, como ejemplo, a las llamadas «criptodivisas» y los ahora famosos tokens no fungibles, excrecencias del más rancio ultraliberalismo que pasan por ser «auténticas innovaciones».
Y, si no, al arte se le entiende como indisoluble de la expresividad humana y de la estética, a la manera de una homologación del arte con lo artístico. Con independencia de que esa estética sea del gusto de unas personas u otras, el arte se nos aparecería como expresando un cierto sentido estético, es decir, un conjunto de atributos que son perceptibles sensorialmente, que además completan una suerte de círculo interpersonal de la imaginación: la particular configuración estética ha sido previamente imaginada por una mente, es traducida en un artefacto sensitivo, que a su vez es interiorizado por otro ser humano activando su propia imaginación, y produciendo ese conocido efecto de comunicación entre la/el artista y el público por mediación de la obra artística. Nuestra cultura, y las culturas que son sus ancestros, dudosamente han llegado a asumir como arte algo que no tuviera ese potencial expresivo, sensitivo o, de cualquier modo, artístico.
Diríase que ese arte que nos es más común, además, es inseparable del artista, que tiene su firma o su sello. Incluso que no hay manera de que sea arte si no se produce una relación de alteridad, a través de la obra, entre el artista y el otro o la otra, que se han convertido en los receptores de la expresión estética del artista, en su público. Ese público sería el asidero, precisamente, del mercado, que ha convertido el arte artístico en una de las vigas maestras del ultracapitalismo más especulativo. En esa acepción convencional, el arte no tendría propiedades artísticas como ropaje de la cultura sino produjera un efecto en la persona espectadora, hacia quien llega el lenguaje comunicativo de la obra de arte, sea como sea que haya sido manufacturada, desde la más clásica escultura en piedra, pasando por una propuesta arquitectónica, siguiendo por el cine, la danza o la literatura, para acabar con cualquiera de las instalaciones audiovisuales.
esa pulsión creativa del arte tendría como función desvelar la realidad, y presupone que el trabajo de la artista es iluminar todo cuanto existe y existirá, por mucho que todavía no lo veamos ni lo imaginemos.
Hay quien plantea, por el contrario, que ese arte como artefacto sensitivo y artístico se queda circunscrito a la superficie de la realidad, incapaz de penetrarla en sus formas existenciales o fundamentales. Incluso que ese «arte como revestimiento» siempre ha sido un tapón para mantener en la sombra al «arte como creación», que habría transitado la historia mayormente desapercibido, desde luego por el público, y totalmente por el mercado.
Ese arte como creación construye una geometría intermedia para transportar hacia el terreno de las percepciones aquellas esencias subyacentes a la realidad. Por tanto, esa pulsión creativa del arte tendría como función desvelar la realidad, y presupone que el trabajo de la artista es iluminar todo cuanto existe y existirá, por mucho que todavía no lo veamos ni lo imaginemos. De ahí la relevancia de la componente imaginativa en el arte, no para convertir la obra de arte en un espejo de la autoestima del artista, sino como herramienta intuitiva para profundizar en lo desconocido de nuestras realidades, de nuestros universos. En esa tarea de descubrimiento, dando por sentado que todo lo que existe y puede existir ya está contenido en el espacio-tiempo humano, en ese Aleph borgiano que aloja el pasado, el presente y el futuro, el arte sería un proceso en el que la realidad se exterioriza a través del vehículo que representa la artista y se interioridad en la sociedad mediante la obra de arte. Tal arte constructivo está desprovisto de estilo, libre del peso de la persona que hace el arte, cuyo único papel habría de ser intuir la esencia del objeto que trata de representarse en la realidad y encontrar la plástica para trasladar, esa esencia, hacia una forma que sea perceptible.
la historia humana estaría poblada por millones de artistas que no han sido vistos, que no han tenido público, sino que han sido pueblo
El resultado daría obras de arte anónimas, no porque no hayan sido esculpidas y exteriorizadas hacia la realidad por una persona, sino porque esa persona ha fluido con el objeto, no se ha hecho notar, ha escuchado a la esencia de lo real para ponerle voz, tacto, oído, pero nunca ha impuesto a la obra otra identidad solapada encima, la suya, la del artista. Este enfoque sugeriría que la artista esencial es aquélla que no se deja apenas ver, la que pasa desapercibida, la que no pone en primer término el propio estilo, sino que, en cada obra, deja que sea el estilo primitivo a la sustancia del objeto el que hable. Si nos atenemos a esta mecánica, y miramos hacia atrás en el tiempo, nos encontraremos con que la historia humana estaría poblada por millones de artistas que no han sido vistos, que no han tenido público, sino que han sido pueblo. ¿No suena eso a millones de personas y sus creaciones invisibilizadas a lo largo de la historia? Esto nos suena a las mujeres.
Artistas que crean formas para hacer visibles y tangibles las realidades, y que pasan inadvertidas a la vez que logran una proyección sensorial fidedigna para esa realidad que están representando, quedando esa obra construida para que el pueblo la viva, la tenga integrada. Por contraposición, artistas de quienes lo primero que escuchamos es un nombre propio, lo primero que nos inunda son un estilo y una personalidad pretendidamente extraordinarias, una aportación creativa, un revestimiento sensorial que busca quedar impreso en la atención y en las emociones de un público que necesita consumir a través de sus sentidos, y a la vez reconocer (al artista) y ser reconocido como audiencia de la obra artística: de nuevo el espejo de los egos, el del público y el del artista.
¿Qué es la creación? la capacidad de componer formas que extraigan de la realidad sus esencias.
¿Qué es la creación? la capacidad de componer formas que extraigan de la realidad sus esencias. En lengua japonesa, tres términos relacionados nos informan de que, en una construcción, cuanto llega a ser perceptible es una composición fruto de tres planos: la esencia o identidad existencial, denominada ka; la forma o geometría de la esencia, que es aquello que extrae y materializa la artista, llamada kata; y el revestimiento sensorial, o componente perceptiva de esa forma subyacente esclarecida por el arte, finalmente bautizada como katachi. Lo que decimos aquí es que puede que la inmensa mayoría de lo que se nos ha sido presentado en la historia como arte no sea más que katachi, revestimiento. Y no hay duda, abriendo cualquier prontuario de historia del arte, de que ese katachi, ese revestimiento, está hipertrofiado de nombres masculinos.
Pudiera ser, entonces, que el arte como creación haya venido siendo una función histórica de la mujer, y el arte como revestimiento otra capa más de egocentrismo masculino en la historia. No es nada sorprendente, en primer lugar, por la naturaleza patriarcal indisoluble de nuestra cultura; en segundo, porque, precisamente, ese arte como creación que mencionamos hace vocacionalmente fluir a la artista con su obra, la mantiene en el pueblo, y la añade a la humanidad como valor colectivo, como esa agua o ese aire que damos por sentadas en la naturaleza pero que siempre están creando ante el silencio de nuestra atención. Si se observa la realidad desde ese prisma de entender el arte como creación silenciosa, igual que si se contempla la sociedad desde una recodificación feminista, lo que se ve es muy distinto de lo que se veía, la realidad es muy diferente de la que era.
Traigamos al aikido como ejemplo. Es un arte marcial japonés, “arte” en su acepción más aproximada a técnica, y “marcial” como herencia semántica de la guerra, uno de los escenarios favoritos de la masculinidad dominante. Si desbrozamos un poco la etimología de sus sucesivas capas de macho, nos encontramos con que «marcial» no es equivalente al concepto utilizado en japonés, budo o bushido, que tradicional y erróneamente se ha traducido como «camino del guerrero» (de ahí la referencia a «marcial»), sino que más propiamente es el camino del samurái (bushi), que tampoco es exactamente un «guerrero», sino aquél que se dedica a servir, a prestar su servicio, pero también a esperar. Por su parte, el aikido sería el camino (do) para la armonización o unión (ai) con la energía (ki). Está compuesto por una serie de técnicas, de arte, que, si las contemplamos únicamente en su katachi, están dedicadas a la defensa personal; pero si buscamos su esencia, su ka, dilucidaremos que nos encaminan al equilibro del ser humano con su entorno, al encuentro con el centro existencial, y a las maneras de mantener esa estabilidad centrada, y de ayudar a otros a hallarla y recuperarla. Todos los movimientos del aikido están destinados a mantener el equilibro propio ante intentos disarmónicos que proceden del entorno.
Cuando se practica aikido buscando el «do» o el «ka», las esencias, inmediatamente se toma consciencia, que llega como intuición reveladora, de las diferencias tan sustanciales que hay en el arte, en el aikido, cuando fluye a través de una mujer o es ejecutado por un hombre varón. El aikido es el ka, la mujer lo transforma en kata, y el varón se queda en el katachi. La mujer expresa la forma del camino del aikido, mientras el varón está mecanizando exteriormente una técnica. Con la mujer, se aprecia la forma limpia del arte, mientras que con el varón todo lo inunda el estilo individual que un ser humano concreto intenta imponer a esa técnica, a ese arte. Cuando la mujer practica el aikido, lo primero que siente quien lo recibe es el movimiento de un sentido inherente a la forma, mientras que al practicarlo el varón lo primero con lo que se topa quien lo recibe es con el intento, generalmente torpe, de ese varón por prevalecer, por ser protagonista, como si el fluido que llega de las esencias de equilibrio que busca el aikido se cortocircuitara en el katachi de las apariencias, en el agujero negro del ego. La impresión que queda es que, en el aikido, la mujer hace arte y el varón se enrosca en el exhibicionismo. Todo esto generalizando, con las excepciones que sean propias, que siempre son pocas.
¿Puede que la mujer haya creado la historia y el hombre se la haya inmatriculado?
Entonces, ¿puede que la historia esté atravesada de mujeres artistas y de varones artísticos, de mujeres creadoras y de varones dedicados a forzar una determinada apariencia a esas creaciones, apropiándolas para bautizarlas en su nombre? ¿Puede que la mujer haya creado la historia y el hombre se la haya inmatriculado? La insinuación tendría perfecto encaje con la impronta masculina que, hasta ahora y por el momento, ha tenido el relato de la historia, violentado en su lenguaje por una semántica patriarcal que nos describe únicamente un katachi, un revestimiento de la realidad, al más puro estilo varonil, hurtándonos lo que es invisible a la vista, aquello que ha tejido la forma de la esencia de la historia: el arte creador de la mujer. Así nos quedaría la historia del arte como una desesperada carrera de testosterona para intentar compensar la carencia congénita del varón con respecto a la capacidad intrínseca de la mujer para crear, para crear sin que se perciba de la mujer más que la creación que nos ha legado.