En las últimas semanas se han publicado un buen número de noticias, opiniones, reseñas y críticas a la exposición que Carl André, uno de los artistas minimal más reconocidos, celebra en el Palacio de Velázquez de El Retiro (y que forma parte del Museo Reina Sofía). La importancia de la figura de André y su obra escultórica ha sido, de nuevo, sepultada bajo un aluvión de críticas que reivindicaban a la desaparecida Ana Mendieta y, de alguna manera, boicoteaban la exposición de André.
Lo cierto es que las acciones feminista que acompañan siempre cada exposición del artista se han ido sucediendo desde aquel fatal desenlace en 1985. La historia es de sobra conocida, pero por si acaso alguna despistada no sabe de qué hablo, resumiré brevemente qué ocurrió entonces.
Ana Mendieta era una artista cubana emigrada, desde niña, a Estados Unidos, con la única compañía de su hermana Raquel, por entonces también niña (ambas dentro de la denominada operación Peter Pan). Tras pasar por multitud de casas y centros de acogida, Ana comenzó a estudiar pintura y Bellas Artes en la Universidad de Iowa, donde desde muy temprano mostró su inquietud por cuestiones como el feminismo, su origen cubano y las influencias santeras, y lo mostraba en sus distintas acciones y performances. No en vano, en abril de 1973 Ana Mendieta realiza una de sus piezas más destacadas en la que se fotografía desnuda de cintura para abajo, apoyándose sobre una mesa y mostrando sus nalgas y piernas llenas de sangre. Una dura imagen que respondía a la reciente violación y violento asesinato de una compañera suya de universidad.
Se casa, posteriormente, con Carl André, uno de los artistas minimalistas más destacados y de mayor influencia en Nueva York, capital del arte. En la noche del 8 de septiembre de 1985, tras una violenta pelea (los vecinos aseguraron escuchar fuertes gritos), Ana Mendieta fallece al precipitarse desde el piso 34 del apartamento donde vivían. Este relato de los hechos, por supuesto sin ningún testigo presencial, podría perfectamente ajustarse a un modelo que aún hoy se repite: vecinos que no sabían nada, gritos que se escuchan como algo poco habitual, pero un resultado común, otra asesinada más. En el caso de Mendieta se dejó la duda, se sugirió el suicidio, y André fue absuelto de todos los cargos (eso sí, con todo el apoyo legal y económico de otros colegas suyos minimalistas).
Pues bien, en 2015 el señor André responde en una entrevista que él no quiere hablar de eso, que se dedica a otra cosa, a trabajar, y que aquello fue una tragedia para todos. Lo fue, realmente, pero lo fue sobre todo para Ana Mendieta. Fueron las feministas quienes la reivindicaron y quienes se plantaron, en 1992, protestaron frente al Museo Guggenheim de Nueva York, donde exponía André, y ondeaban pancartas que se preguntaban: “¿Dónde está Ana Mendieta?”.
En un sistema del arte donde la presencia femenina sigue siendo de un 15% en exposiciones individuales en grandes museos o en grandes colecciones, preguntarse por Ana Mendieta es preguntarse muchas cosas. Es cuestionar los pilares del arte, que algunos intentan seguir reproduciendo. Si Linda Nochlin se preguntaba por qué no había habido grandes mujeres artistas, ahora es necesario releer y revisar lo que ocurrió hace 30 años para seguir dando batalla y conseguir que las cifras cambien.
Carl André no podrá huir nunca del fantasma de Ana Mendieta porque hay cuestiones que ni él mismo puede negar; es él quien acude a inaugurar su gran exposición en el museo de arte contemporáneo más importante. Ella se merece su celebridad y probablemente una gran retrospectiva pero, aún así, de ella sólo tendremos el recuerdo. A ella no le ayudó entonces, en 1985, ser mujer, inmigrante, cubana, feminista y animista, y por eso, quienes ahora siguen reclamándola no hacen sino gritar por todas las que, aún hoy, siguen sin estar, siguen intentando romper un techo que siempre las posterga a un plano inferior.