Uno de los mejores símbolos definitorios de la ciudad surgida del capitalismo moderno, cuya máxima expresión fue la ciudad de Nueva York de principios del siglo XX, es la de una mujer de espaldas, andando por la ciudad, ya con falda corta y sin corsé, sola y anónima, aparentemente libre. Unas piernas que seguían con fascinación los protagonistas de nuestras narraciones vanguardistas, como las novelas Benjamín Jarnés y Ramón Gómez de la Serna, entusiasmados con las posibilidades infinitas que parecía ofrecer la veloz y mecanizada ciudad moderna, en la que movimientos obreros y feministas mostraban con diversa intensidad un empuje innegable. Como bien mostró Carmen de Burgos en La rampa (1917), esas piernas femeninas anónimas fueron símbolo paradójico de libertad y nuevas sumisiones. Las nuevas trabajadoras urbanas eran con frecuencia sexualmente acosadas en la calle y en el trabajo, y si quedaban embarazadas, perdían sus puestos y su modo de subsistencia, como le ocurre a la protagonista de la novela de Burgos. Como vemos, las mujeres trabajadoras tenían entonces también condiciones de trabajo más precarias que las de los hombres además de salarios inferiores, pero puede considerarse un avance prometedor el incremento de mujeres con un trabajo y un salario, mayores estudios y, por ello, mayor autonomía. En respuesta, el nuevo discurso sexualizado buscó reintroducir la sumisión femenina a través de una heterosexualidad normativa compulsiva, que además se convertía en la única vía de trascendencia humana. Se le ofrecía libertad y plenitud a la mujer a través de la pasión amorosa, mientras que se le negaba la posibilidad de manifestar su deseo; debía sentirse completa en un deseo pasivo, por tanto, era un deseo inexistente. La mejor elaboración del nuevo modelo la construyó Sigmund Freud. De este modo, los héroes de ficción fantaseaban con decenas de mujeres urbanas a su disposición.
Se le ofrecía libertad y plenitud a la mujer a través de la pasión amorosa, mientras que se le negaba la posibilidad de manifestar su deseo; debía sentirse completa en un deseo pasivo, por tanto, era un deseo inexistente.
No obstante, el anonimato, la relativa facilidad para moverse en la ciudad a pesar del acoso masculino, el acceso a fuentes de información, cultura, educación y trabajo, características todas ellas de la gran ciudad, siguieron representando un poderoso imán para muchas mujeres. En el contexto simbólico español, resulta paradigmática la figura de Andrea, en la primera novela de Carmen Laforet, a la que la ciudad moderna le daba lo que necesitaba, pero también le ponía obstáculos que le condenaban a moverse en los márgenes.
En la actualidad y después de tantas décadas pasadas, dentro de la ciudad global neoliberal las mujeres siguen siendo las que mayor precariedad sufren en las condiciones de trabajo y vida cotidiana, si bien el empeoramiento de los derechos y protecciones sociales, políticos y laborales afecta a la mayoría de la población, como han demostrado repetidamente los estudios. Evidentemente, también hay nuevas reformulaciones urbanas. Nuestra ciudad global ha facilitado que en España las intersecciones opresivas aumenten sistemáticamente en número y reflejen discriminación y violencia por origen nacional, raza, tradición cultural, además de las siempre repetidas de clase y género. El gran negocio global del comercio sexual explica la figura de la prostituta dominicana en esa España de trabajos precarios y telerrealidad que aparece al final de la novela de Isaac Rosa, La mano invisible (2011). Esta prostituta de la ciudad global debe sobrevivir en los márgenes, en polígonos industriales, y ni siquiera tiene voz propia como personaje: raza, origen nacional, clase social y género se intersectan para explotar sexualmente a la mujer y facilitar uno de los mayores negocios del modelo económico neoliberal.
En la actualidad y después de tantas décadas pasadas, dentro de la ciudad global neoliberal las mujeres siguen siendo las que mayor precariedad sufren en las condiciones de trabajo y vida cotidiana…
También Elisa, correctora a la que no pagan su salario y escritora de una sola novela es expulsada del centro de la ciudad y deberá mudarse a la periferia asequible, al barrio de Aluche, en la novela de Elvira Navarro, La trabajadora (2014). Elisa, deprimida y con ataques de ansiedad, tiene un alter ego en su compañera de apartamento Susana. Ella sería su versión excéntrica y abyecta, la mejor expresión de su desmoronamiento anímico, pero también de su afán de resistencia. Elisa da largos y frecuentes paseos por barrios desconocidos, una forma de habitar en el movimiento partiendo del no lugar, vagando como Andrea por los márgenes de la ciudad. El personaje de Alex, en El comité de la noche (2014) de Belén Gopegui, representa un paso más allá; tras volver temporalmente a casa de sus padres a causa de la precariedad laboral, marcha al extranjero, expulsada no ya de la ciudad sino del país. En este caso, como en su novela anterior, Acceso no autorizado (2011), Gopegui imagina hombres y mujeres que abrazan el activismo político, que se resisten individual y colectivamente al modelo político y económico desde los márgenes, y saben moverse en la ciudad y en redes de comunicación digital supranacionales. Por su parte, en Los besos en el pan (2015), Almudena Grandes imagina una resistencia basada en pequeños actos de solidaridad, personas cotidianas, con frecuencia mujeres, que aun viviendo un barrio del centro de Madrid también son expulsadas de la sociedad que merece protección del Estado.
No todas las protagonistas femeninas de las recientes novelas en torno a la crisis económica y política son víctimas, también pueden ser victimarias, como en la novela de Clara Usón, Valor (2015). Por otro lado, cuando se trata de protagonistas masculinos maltratados durante la crisis económica, estos sufren un proceso de precarización vital, de feminización simbólica, como en el caso de Democracia (2008), de Pablo Gutiérrez y de Yo, precario (2013), de Javier López Menacho.
Esta subversión del orden neoliberal no podrá producirse sin que las mujeres dejen de ocupar los márgenes del discurso político, social y simbólico, y ocupen el centro de la ciudad.
¿Qué persiguen todos estos personajes femeninos? Una de las posibles respuestas nos la ofrece la protagonista de “La vida londinense” (2009), magnífico cuento de Silvia Nanclares. Ella nace ya en la frontera, en concreto, Moratalaz, distrito en el Sureste de Madrid delimitado por cuatro autopistas, “como una muralla defensiva”, que “las separaba de la ciudad y donde los bloques baratos se sucedían por grupos de variaciones nimias”, y los techos de los inmuebles tenían 2.5 metros de altura”. Los habitantes, dentro o fuera de Moratalaz, han sido adiestrados para obtener dinero y luego gastarlo en una sucesión infinita, pero al menos en el centro ciudad, según cree la narradora, sucedían o habían sucedido cosas, es decir, existía la Historia. No es la tierra prometida porque, según señala la narradora y hermana mayor, cuando se te educa al margen de la Historia, se es “tremendamente ignorante y no tiene absolutamente ninguna propuesta que hacer al mundo”. Para poder habitar el centro ciudad, coger el autobús, ella y su hermana necesitan las “grietas”, “huecos” que les mostraron los libros y la música. Deducimos que en el centro de la ciudad se reciben y se comparten propuestas, lo que aplicado a los tiempos que vivimos se corresponderían con la sucesión de movimientos sociales, culturales y políticos que buscan nuevas formas de vida democrática.
Como bien demostró Henri Lefebvre, el espacio urbano y concreto de la calle como lugar para conversar con otros representa el sitio del que partir para subvertir el orden del Estado. Parece probable también que como afirma Silvia L. Gil, sería el movimiento feminista el que en tiempo recientes incorpora de forma clara la posibilidad de un análisis político que parta de la relación ética con el otro, situando la interdependencia y el cuidado en el centro de atención. Esta subversión del orden neoliberal no podrá producirse sin que las mujeres dejen de ocupar los márgenes del discurso político, social y simbólico, y ocupen el centro de la ciudad. Las mujeres y otras razas y culturas, otras clases sociales, otras sexualidades.