Cuando hablo de mi afición por el alpinismo y la escalada o me preguntan por mi último pequeño reto suelen mirarme mis amigas y amigos (y algún que otro conocido) con los ojos un poco más abiertos, y me dicen cosas como: “qué valiente, yo no podría” o “pero, ¿no pasas miedo?”.(Frío, cansancio, soledad)
Y me veo a mí misma apretando el paso y aguzando el oído, como hacen mis amigas, como hacen todas, cuando vuelvo a casa por la noche y la calle es el escenario del mutis. Músculos en tensión, respiración algo agitada, todos los sentidos alerta…y una brújula interna que te dice cuál es el mejor camino para llegar a casa. Por si acaso. (Frío, cansancio, soledad)
Ese miedo está ya interiorizado, normalizado, incorporado en la biografía de las mujeres, vivimos con eso y ya está, y sólo cuando nos paramos a pensar sobre ello nos damos cuenta de lo injusto que es.
Y lo violento. Vivir es (a veces) un deporte de riesgo. La sociología es un deporte de combate, lo dijo el gran Pierre Bourdieu, porque denuncia, porque no calla. Y porque –reivindico- las/os sociólogas/os hemos de pelear duro para hacernos oír en los debates sobre violencia de género en los que predomina el enfoque psicológico. Curiosamente, no hay violencia de origen más estructural y anclada en lo simbólico-cultural que la violencia machista.
Ojalá este 25 de Noviembre se hable de miedo. Ojalá de violencia simbólica. Ojalá lo haga algún/a sociólogo/a. La montaña está lejos y es enorme, pero acabaremos por subirla.