La ley de Murphy es inexorable y con Trump ha comenzado la tormenta perfecta. Representa lo contrario de lo que ansiamos quienes creemos en los derechos y oportunidades, sin distinción de sexo, y es seguro que en su afán por construir muros hará uno inexpugnable para frenar la igualdad. Con la conclusión histriónica y atemorizante de su liderazgo machista, misógino y violento, queda claro que la sociedad más avanzada del mundo no está preparada para identificar los peligros de los valores de su nuevo presidente. Pero la derrota de Hillary Clinton también revela que no basta con ser mujer -y poderosa- para ser reconocida como aliada del feminismo, algo que ya sabíamos desde los tiempos de Margaret Thatcher o, más cerca, de Esperanza Aguirre y similares. La renuncia a su apellido, Rodhan, para mantenerse a lo largo de su trayectoria política como señora de, es una demostración de sometimiento incoherente con la liberación femenina. Su estilo de liderazgo, también.
Con la conclusión histriónica y atemorizante de su liderazgo machista, misógino y violento, queda claro que la sociedad más avanzada del mundo no está preparada para identificar los peligros de los valores de su nuevo presidente.
Pese a todo, una gran mayoría de mujeres comprometidas con el feminismo la apoyaron, considerando que la persona en sí misma tenía una lectura, pero el personaje y el rol al que aspiraba, merecía el derecho a llegar, en igualdad de condiciones, sin pagar peaje por el hecho de ser mujer. Al mismo tiempo, otras figuras notables se expresaron en sentido contrario, como Susan Sarandon que dijo que «no votaba con la vagina» y estuvo con Sanders hasta el final. O Kathleen March, que explicaba en Compostela -en la jornada que le dedicó la Comisión de Igualdad del Consello da Cultura- que no se podía apoyar a una candidata que representaba a la guerra y a los mercados.
Parece más fácil que las ideas feministas encuentren apoyo en ideologías de izquierda porque es imposible encontrarlo en la derecha conservadora y neocom. Obama y Zapatero se identificaban como feministas. Y pocos más. Curiosamente, nadie quiere ser calificado como machista pero no tiene coste comportarse como tal. De hecho, si está en política, obtendrá votos incluso del electorado femenino. Esta bipolaridad social y política está firmemente anclada en el imaginario colectivo.
Curiosamente, nadie quiere ser calificado como machista pero no tiene coste comportarse como tal.
Para ser feminista no hay que ser mujer, como para ser ecologista no hace falta ser océano. El feminismo es muchas cosas a la vez: movimiento de transformación y avance social, filosofía, pensamiento político, pero, sobre todo, es una ideología positiva, pacífica, y radicalmente demoledora de los sistemas de dominación patriarcal. Ahí radica su amenaza y ello explica que a cada avance le siga un retroceso dirigido con saña y odio desde el otro lado de la barrera.
El reto está abierto. Como dijo la nigeriana Bisi Adeleye-Fayemi en la cumbre Mundial de las mujeres de Pekín, «las herramientas del maestro jamás desmantelarán su casa. Solo nos dejará ganarle de forma provisional, por eso tenemos que fabricar nuestras propias herramientas, no para los maestros, sino para toda la Humanidad». Así que hay que tomar nota y seguir en el tajo. Queda mucho por hacer…