El Salvados del pasado domingo, lastrado como es habitual por el voluntarismo amable de Jordi Évole, todo un especialista en quedarse en la superficie de aquellos temas que es evidente que le resultan ajenos, me sirvió, pese a sus debilidades, para extraer algunas conclusiones no por evidentes menos dignas de recordarse.
La primera, tal y como se dedujo de alguno de los testimonios de las invitadas y aunque no se expresara de forma radical como hubiera sido deseable, es que la autonomía de las mujeres está íntimamente conectada a su independencia económica. Solo así, en todo caso, es posible pensar que la exclusiva dedicación a la maternidad, por ejemplo, es una elección libre y no una imposición del sistema. En este sentido me habría gustado que se analizara en el caso de la mujer que apareció en el programa dedicada íntegramente al ámbito privado: a) el sostén económico que representa en su caso el marido proveedor; b) los costes que a medio y sobre todo a largo plazo puede generarle la renuncia que ha hecho a su vida profesional.
Me temo que la camarera de piso presente en el debate no podría ni siquiera llegarse a plantear esta opción, por mucho que un exacerbado instinto maternal intentara convencerla de lo contrario.
La segunda, tal y como bien demostró Juana Gallego, es que la cultura, entendida en su sentido más amplio, es decir, como artefacto constructor de identidades y de relatos compartidos, es una de las principales herramientas que el patriarcado usa para mantener el sistema sexo/género.
Y la tercera, aunque tal vez deberíamos situarla como la principal, es que el feminismo, ausente en el programa como eje transversal de reflexión y como presupuesto de la crítica al orden que sigue marcando diferencias jerárquicas entre “nosotros” y “ellas”, necesita ahora más que nunca ser reivindicado y aprehendido como parte esencial de lo que podríamos llamar ética democrática.
El feminismo necesita ahora más que nunca ser reivindicado y aprehendido como parte esencial de lo que podríamos llamar ética democrática
Las tres cuestiones van de la mano en cuanto que la suma de todas ellas es la que nos alerta de cómo las fauces del patriarcado continúan afiladas, todavía más si cabe en un contexto neoliberal. Una situación dramática ante la que es urgente una labor pedagógica que permita superar los prejuicios que devalúan permanentemente el feminismo como teoría crítica y como movimiento emancipador, y que de una vez por todas lo sitúen en el lugar que le corresponde en el ámbito de los saberes y en el imaginario colectivo. Ello pasa por dejar muy claro que no estamos hablando de una cuestión de élites o de una culta indagación científica sino de una especie de nervio sin el cual el músculo de la democracia solo funciona al ritmo que marca la mitad masculina. Por lo tanto, que es, o mejor dicho, debería ser, una herramienta presente de manera activa en nuestras vidas cotidianas porque, de lo contrario, será imposible superar un modelo de sociedad en el que el sexo continúa siendo determinante del disfrute de los bienes y derechos así como del ejercicio del poder.
Es urgente una labor pedagógica que permita superar los prejuicios que devalúan permanentemente el feminismo como teoría crítica y como movimiento emancipador, y que de una vez por todas lo sitúen en el lugar que le corresponde
Dicha labor iría de la mano de una mirada que no olvide que el sistema sexo/género penetra en todas las relaciones que nos definen – políticas, de producción y emocionales – y que, por tanto, la crítica al patriarcado debería ser también a un sistema económico que tiene en él a su mejor aliado y a un régimen político que ha sido incapaz de desmantelar el gobierno de los hombres. Es decir, y como bien explica Nancy Fraser, el feminismo debería ir más allá de los debates identitarios y por supuesto no perder el tiempo en discursos sobre categorías que acaban diluyendo al “nosotras”. Sus retos principales deberían ser, junto a la construcción de las subjetividades, la participación en el poder y la distribución de bienes y recursos. Algo que dejó en evidencia el último informe de ONU Mujeres en el que se afirmaba que para realizar los derechos hay que transformar las economías. Solo así, como de manera tan clarividente lo advirtiera Virginia Woolf hace un siglo, las mujeres podrán tener no solo una habitación propia sino también acceso a todos los espacios que históricamente les han sido negados.
Todo lo anterior, que implica una revolución, en cuanto que no bastará con cambiar de lugar las fichas sino que requerirá el cambio de las reglas del juego, deberá ir acompañado de la superación radical de una cultura androcéntrica y machista que sigue generando relatos basados en la omnipotencia masculina y la insignificancia femenina. Mientras que no asumamos que la cultura es también un poder y que por lo tanto no bastan las leyes para cambiar las sociedades, el feminismo continuará perdiendo batallas ante un patriarcado crecido que ahora se nutre de un neomachismo especialista en generar monstruos sin descanso. Por más que Jordi Évole se ponga políticamente correcto y dedique un programa al sujeto “nosotras”. Supongo que con la intención de limpiar la conciencia de quien parece no haber advertido que el mundo no cambiará mientras que él, yo, nosotros, no renunciemos a los dividendos que nos proporciona tan gozosamente un orden que nos educa en la pedagogía del privilegio.