Justo en estos días terminaba de releer un libro del gran José Saramago al que en casa conocemos, y digo bien, “conocemos”, gracias a sus libros y al trabajo impagable de la también grande Pilar del Río. El libro en cuestión es “Ensayo sobre la ceguera” y al recordar estos convulsos días de conversaciones de 140 caracteres y desvaríos, me ha venido a la memoria una de las frases que más mencionan los personajes, pobres y miserables en su ceguera blanca, en un intento de justificar lo que les sucede. “No hay más ciego que el que no quiere ver”. Porque es lo que resume la vomitona general que se ha vertido sobre la igualdad, el feminismo y el sentido común.
Una de las características del feminismo -o de los feminismos, porque hay muchos- es su diversidad y transversalidad, características que si bien han impedido históricamente definirlo de una única manera, lo han consolidado como la toma de conciencia del propio género que determina una forma de ver y estar en el mundo. El feminismo combate la existencia de estereotipos o patrones culturales que, más allá de las meras diferencias sexuales y más allá de la propia individualidad, han construido las identidades sociales del hombre y de la mujer y contribuido al “reparto de papeles” y la consiguiente subordinación estructural, histórica y sistemática que marca significativamente nuestra propia existencia como mujeres y que nos impide o dificulta en no pocas ocasiones la realización plena de nuestro proyecto vital.
La superación de este modelo androcéntrico no puede producirse, como en ocasiones -demasiadas- se ha venido simplificar, por la mera invocación del principio de igualdad formal, sino que debe implicar la remoción de las estructuras y relaciones de poder sobre las que se asienta la sociedad y el derecho modernos.
No hablo de situaciones aisladas, hablo de relaciones de poder entre mujeres y hombres por las que, de manera sistemática se concede mayor autoridad e importancia a los hombres y a lo asociado culturalmente a lo masculino (atributos del poder) que a las mujeres y todo lo asociado a lo femenino (atributos del débil). La consecuencia es previsible. Su perpetuación desde el inicio de los tiempos a través del menosprecio, demérito y ninguneo ejercidos contra las mujeres sobre las que también se ejerce violencia en cualquiera de sus formas -física, verbal o psicológica- . Y sobre todo la perpetuación a través de la educación (el factor de crecimiento clave de una sociedad). Además en todos los ámbitos imaginables, en el familiar, social, laboral, político, y también en el jurídico. Por supuesto, la superación de este modelo androcéntrico no puede producirse, como en ocasiones -demasiadas- se ha venido simplificar, por la mera invocación del principio de igualdad formal, sino que debe implicar la remoción de las estructuras y relaciones de poder sobre las que se asienta la sociedad y el derecho modernos.
La igualdad real es aún un ESPEJISMO para las mujeres.
Si la igualdad proclamada tanto en la Revolución francesa como en la Declaración de Derechos Humanos de 1948 (art.6) fuera “realmente real” y universal no existirían datos estadísticos sobre brecha salarial, feminización profesional, techo de cristal, o violencia de género, ni los conceptos en sí mismos, por nombrar solo algunas de los efectos más nocivos de la subordiscriminación. Y sin embargo, todas estas manifestaciones de la desigualdad entre mujeres y hombres, todas, sin exclusión y en todas partes, existen con mayor o menor virulencia allá donde uno vaya. Lo cual nos demuestra que la igualdad real es aún un ESPEJISMO para las mujeres. Es más. Y en esto se ha de poner énfasis, la desigualdad es la causa de uno de los males también universalmente reconocidos: La violencia contra las mujeres y las niñas. Sigue siendo la violación de derechos humanos, más universal, más oculta e impune y a diferencia de otro tipo de violencias – no estructurales ni culturales- continúa siendo consentida (de una manera más o menos evidente) e incluso promovida (de una manera más o menos evidente) en muchos países de todo el mundo. No existe ningún Estado en el que no haya manifestaciones de esta clase de violencia, que se ejerce contra las mujeres por la simple razón de serlo y de pertenecer a la mitad discriminada.
Según advierte Amnistía Internacional, se calcula que 1 de cada 3 mujeres en el mundo es golpeada, obligada a mantener relaciones sexuales o sometida a otros abusos a lo largo de su vida. Según datos de la OMS, cada año, unas 5.000 mujeres son asesinadas por miembros de su familia en defensa de su honor en todo el mundo y 1 de cada 5 asegura haber sufrido abusos sexuales durante su infancia. Además, los matrimonios forzados, la esclavitud, la mutilación genital, la trata de mujeres y niñas para trabajos forzados y explotación sexual son un fenómeno generalizado.
En España, las víctimas mortales -se maneje la fuente que se maneje- de mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas no han dejado de aumentar en estos últimos años. Los datos son sin duda escalofriantes. Si ETA consiguió erigirse en 42 años (entre 1968 y 2010) en un notable puesto del escalafón de asesinatos ciudadanos en lo que al Terrorismo Político se refiere, con un total de 829 víctimas, el Terrorismo de Género no se queda atrás con casi 900 mujeres asesinadas, desde el año 2003 al 2017 (14 años), que han dejado huérfanos a una treintena de menores. Y ello teniendo en cuenta las cifras oficiales, porque las no oficiales superan y mucho los datos anteriores.
Con el paso de los años, nuevos elementos se han sumado a esta lacra social, que nos debiera hundir en la más profunda de las vergüenzas sociales, el aumento alarmante de menores de edad, que la padecen y ejercen, sin que además perciban esa violencia como tal.
También existen colectivos especialmente vulnerables a la violencia, las mujeres inmigrantes, las mujeres que viven en comunidades rurales o aisladas, las mujeres detenidas o internadas, las niñas, las mujeres homosexuales, las discapacitadas y las de edad avanzada.
También los poderes del Estado, y el Judicial lo es, tienen que asumir este compromiso
Todo ello con la agravante de que en la encuesta anual del CIS la violencia de género ocupa el lugar decimoséptimo, lo que evidencia la necesidad de concienciar y sensibilizar a la ciudadanía sobre la importancia de su prevención (la mejor vía es a través de la educación y formación en Derechos Humanos) y de su sanción. Pero también los poderes del Estado, y el Judicial lo es, tienen que asumir este compromiso -nos va el futuro en ello- asumiendo plenamente su función de garantizar los derechos fundamentales y libertades públicas de las personas para la erradicación de la discriminación sistémica padecida por las mujeres.
No cabe duda de que el feminismo es un movimiento social. También un discurso político. Y no se le puede negar, después de trescientos años de historia e indudables logros, un lugar privilegiado en la teoría jurídica a modo de moderna teoría crítica de la norma para la inclusión de la dimensión de género en su aplicación e interpretación. Pero también como herramienta de rebelión contra el stablishment judicial porque el Poder Judicial, a pesar de ser garante de los Derechos Humanos incluida la igualdad, no es ajeno al machismo cultural normalizado. De hecho en nuestro país y hasta la Ley 96/1966 tuvimos prohibido el acceso a la Carrera Judicial por tratarse una profesión contraria al “sentido de la delicadeza consustancial en la mujer”. Y no sería hasta 1977 cuando ingresara por oposición libre la primera jueza, Josefina Triguero recientemente jubilada. Y esto no solo ha sucedido en España. Esta profesión también discrimina a las mujeres en otras partes del mundo. Por ejemplo, en la mayoría de los países islámicos las mujeres tienen vetado el acceso a la Judicatura (se alega incluso que la regla o el embarazo nos impiden ocupar un cargo así). En otros países como Sudán, Siria, Argelia, Marruecos, Líbano e Irak sí lo permiten pero se nos relega en la mayoría de los casos a los tribunales de Familia y a asuntos de menor importancia.
En nuestro país y hasta la Ley 96/1966 tuvimos prohibido el acceso a la Carrera Judicial por tratarse una profesión contraria al “sentido de la delicadeza consustancial en la mujer”.
Aquí, a pesar de que ya no hay una prohibición expresa, a pesar de que accedemos a la Carrera Judicial en igualdad de condiciones y ya somos mayoría, a pesar de que no hay ni rastro de desigualdad salarial, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos, que el machismo está instaurado en la Judicatura. Y como consecuencia de ello encontramos por un lado la existencia de un engrosado techo de cristal -o suelo pegajoso – y la falta o inexistencia en algunos casos de liderazgo femenino, diversidad y participación en términos democráticos, de las mujeres en los órganos judiciales de referencia, lo que se traduce en la exclusión de nuestro punto de vista y, en definitiva, en una menor independencia judicial (Informe Greco 2016).
Podemos afirmar sin miedo a equivocarnos, que el machismo está instaurado en la Judicatura
En España, las mujeres representamos más de la mitad de sus miembros (52% y el 60% en la franja inferior a 51 años; en la última promoción llega hasta el 70%, pero nuestra presencia en puestos de liderazgo y nuestras voces jurídicas, sin embargo, permanecen silenciadas e invisibilizadas en la cúpula judicial. Sólo el 13% de las plazas del Alto Tribunal son ocupadas por mujeres. Una y sólo una, de las 17 presidencias de Tribunales Superiores de Justicia la ostenta una mujer y tan solo 8 de las 50 presidencias de las Audiencias Provinciales de nuestro país son dirigidas por una magistrada.
La aclamada y poco efectiva Ley de Igualdad (LO 3/2007) y la falta de contundencia del Plan de Igualdad de la Carrera Judicial, con medidas formalistas y poco ambiciosas, no han podido contribuir a la promoción efectiva de las mujeres juezas a los cargos de libre designación (Presidencias de Audiencias, de Tribunales Superiores de Justicia, Presidentes de Sala y Magistrados del Tribunal Supremo). La falta de corresponsabilidad, el persistente papel de cuidadoras, la sobrecarga judicial y la carencia de medidas efectivas de conciliación son los principales obstáculos que una jueza, como cualquier otra mujer trabajadora, debe afrontar en perjuicio de su carrera profesional y con un alto coste personal en la mayoría de las ocasiones.
Pero además, la formación jurídica que, como diría A. Salas, “traemos de casa” parte de una visión patriarcal y androcéntrica de lo jurídico y del Poder Judicial precisamente porque nunca se ha tomado en cuenta lo femenino como punto de vista válido en la regulación de las relaciones sociales. Basta preguntarnos por qué la “Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” de 1789 no utilizó un lenguaje inclusivo. Que sencilla y llanamente fue por su propia literalidad y voluntad de excluir a las mujeres de aquellos derechos nacidos de la Revolución. Así lo entendió Olympia de Gouges, a la que no se estudia en las Facultades pero que, sin embargo, fue la visionaria de la igualdad jurídica real entre hombres y mujeres y así lo plasmó en su obra “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana” en 1791.
La mirada, o si se prefiere, la perspectiva de género y el feminismo pretenden la deconstrucción de lo jurídico para la plena realización del principio de igualdad y no discriminación. Permite constatar con argumentos jurídicos que de manera sistemática se ha construido la norma jurídica y su hermenéutica en torno a lo masculino singular, olvidando las singularidades de las personas, especialmente las de las mujeres, y pretende ser la herramienta de interpretación necesaria (ajustada a la realidad actual según el art. 3 del Código Civil) para enfocar los conceptos de discriminación y violencia, mostrándonos que son un fenómeno estructural y sistemático y no algo anecdótico entre sujetos socialmente aislados. El Poder judicial también debe saber encajar y perfilar la igualdad en la propia función de juzgar que le es propia (artículo 117.3 de la Constitución Española) y por la que se ha de asegurar la correcta aplicación del Derecho, de modo imparcial, justo, equitativo y eficaz (artículo 1 de la Carta Magna de los Jueces). La falta de formación en materia de igualdad, las inercias asumidas, la escrupulosa matemática probatoria y el formalismo jurídico impiden, sin embargo, asumir la idea del “poder transformador de las sentencias”. No se comprende a estas alturas que el género -como categoría cultural diferenciada y no asimilable al sexo- nos impone a las juezas y a los jueces del siglo XXI el desafío de abanderar la superación de los prejuicios y estereotipos culturales predominantes para transformar la realidad y la vida de las personas con nuestras sentencias y convertirlas -en términos de Igualdad- en avances poderosos en materia de Derechos Humanos.
La falta de formación en materia de igualdad, las inercias asumidas, la escrupulosa matemática probatoria y el formalismo jurídico impiden, sin embargo, asumir la idea del “poder transformador de las sentencias”.
Y ser feminista, ser jueza feminista, precisamente ahora que las Naciones Unidas han situado entre los 17 objetivos del milenio a la igualdad (el mundo 50-50) y al empoderamiento femenino, concretamente en el tercer puesto tras el fin de la pobreza y del hambre, no puede llevar a descartar mi imparcialidad y la de quienes pensamos en la importancia de nuestro oficio. Más al contrario nuestra aspiración de desplegar una actitud de empatía hacia las personas involucradas en los conflictos judicializados, para entender mejor sus circunstancias, nos lleva a asumir un lugar de imparcialidad y equidistancia en relación con las partes involucradas en el conflicto cuando llega el momento de tomar una decisión. Así y solo así podremos romper con el modelo de Justicia Patriarcal y convertirla en auténtica Justicia, en Justicia Igualitaria .
Y quién diga lo contrario, estará en el ejercicio de su libertad de expresión, desde luego que sí. Pero no evitará que yo me vuelva a acordar de que no hay más ciego que el que no quiere ver.