Me puedo imaginar qué hubiera pasado si una banda armada terrorista hubiera asesinado en tres días a siete hombres, en distintos lugares del país y en distintas circunstancias. Me puedo imaginar el revuelo, la primera página de periódicos y la entrada de los telediarios, las tertulias acusadoras sin reparos, las declaraciones de ministros, consejeros, jueces y legisladores, líderes de partidos y sindicatos y de asociaciones ciudadanas, minutos de silencio, corresponsales de todo el mundo informando y filmando… El despliegue habitual que ocurre cuando hay algo que al sistema le interesa divulgar hasta la saciedad.
Pero cuando al sistema le importa un pimiento lo que ocurra con algunas poblaciones, no nos enteramos de casi nada: sólo un pequeño comentario en algunos momentos y luego… el silencio.
El asunto de la violencia contra las mujeres es un asunto de hondísimo calado, que afecta a toda la población, pues como mujeres estamos en riesgo de padecerla y como hombres estamos en riesgo de infligirla. No sólo es una “lacra” Vicio físico o moral que marca a quien lo tiene, según el DEL, sino uno de los principales obstáculos para poder aspirar a una vida digna, saludable, justa y democrática. Es decir, un tema insoslayable cuando se trata de hacer análisis sociales. Sin respeto ni cordialidad de género, no puede existir una sociedad decente ni deseable. Quizás sea ésta una de las muestras más terribles de la falta de salud social que padecemos.
Sin respeto ni cordialidad de género, no puede existir una sociedad decente ni deseable. Quizás sea ésta una de las muestras más terribles de la falta de salud social que padecemos.
Sin embargo, la opinión pública sólo se lamenta y muchas personas increpan a las feministas diciéndoles que tienen que hacer algo, que esto es insoportable. Los poderes públicos y representativos hacen un minuto de silencio y, como mucho, una declaración institucional y corporativa, cuando sucede algún crimen de género en su localidad.
Y yo, como feminista, me pregunto casi todos los días si alguien creerá que este trabajo de extinción del incendio que se propaga por doquier, se tendrá que hacer solo o si tendrán que bajar extraterrestres, santos o dioses que nos lo solucionen por arte de magia.
Y, como feminista digo fuerte y alto, que las feministas somos las que dimos nombre a esta “lacra”, que presionamos para tener una ley adecuada al terror y al daño que produce esta violencia, que exigimos frecuentemente en la calle, en las redes y en los medios (cuando nos dejan o nos dan voz), que alzamos continuamente nuestros gritos en contra de la indiferencia, que hacemos pedagogía de las desigualdades y de la violencia de género y otras violencias contra las mujeres.
Y, también diré, como feminista, que lo que recibimos a cambio es ninguneo, ridiculización, insultos y muchas veces estigma desde voces “autorizadas” mediáticamente, como obispos, alcaldes, profesores o políticos, a quienes no se les condena por hacer apología del terrorismo machista.
Seguramente alguien leerá estas letras y me calificará de radical. Claro que sí, en este asunto somos radicales la mayoría de feministas, porque su causa está en las raíces, en las raíces del sistema cultural llamado patriarcado, que está basado en la superioridad masculina y la inferioridad de las mujeres, que deben sumisión, obediencia y aceptación de los roles y servicios a ellas impuestos y a las que hay que recordarles continuamente que “no deben sacar los pies del tiesto”. Y, por eso las destrozan vitalmente o las matan directamente.
La raíz está oculta y bastante enferma y transmite esa lacra a la superficie. La raíz es la educación diferencial de niñas y niños, la socialización en azul y en rosa, la falta de uso de lenguajes que no determinen estos roles y falsas creencias. La raíz es el alto grado de tolerancia hacia el sexismo, el desequilibrio en la representación, la doble exigencia hacia las mujeres, la inculcación de modas, entretenimientos, palabras e imágenes que muestran por doquier que los hombres tienen que mandar y las mujeres complacer.
Esta es la raíz, de múltiples ramificaciones. Así es que si el conjunto de la sociedad no se toma en serio su extirpación, seguiremos asistiendo a asesinatos, pero también seguirán normalizadas todas las injusticias que se comenten con las mujeres, por el mero hecho de serlo y que alimentan el espíritu misógino que tan profundamente arraigado está en las conciencias.
A ver si entendemos y aceptamos de una vez que la violencia de género y otras violencias practicadas contra las niñas, las jóvenes y las adultas, son un problema de los hombres y que son ellos los que tienen que pararla.
En los pactos de estado, que han cobrado actualidad, tienen que estar presentes todas las acciones e inversiones necesarias para atajar las actitudes machistas y misóginas, para hacer cambiar las mentalidades, los falsos juicios, el trato desigual, el mito del amor romántico y abnegado como fuente de felicidad y otra educación y socialización para los niños varones, que los aparte de ese deseo continuo de competitividad y violencia para conseguir sus deseos, caprichos o quimeras.
La educación de las niñas ha cambiado mucho desde antes de la democracia, pero la de los niños varones mucho menos. Sólo las formas. En el fondo una gran cantidad de hombres aspiran a dominar algo o a alguien y siempre, a las mujeres de sus vidas. Hay otros que no aspiran a dominar, que son solidarios y se consideran iguales a las mujeres. Estos son los llamados a la insurgencia de género: ni tapar, ni sonreir, ni callar, ni mirar para otro lado, ni mostrar indiferencia. Creo que son ellos los que deben gritar y más que nunca que “El machismo mata”, que “no con mi complicidad ni mi consentimiento”.
A ver si entendemos y aceptamos de una vez que la violencia de género y otras violencias practicadas contra las niñas, las jóvenes y las adultas, son un problema de los hombres y que son ellos los que tienen que pararla.
Las feministas, en todo el mundo, hacemos todo lo posible para que el terrorismo machista desaparezca definitivamente.
Es cuestión de vida o muerte.