Que la mujer siempre ha sido discriminada, humillada y maltratada en razón de su sexo es algo que todos sabemos. Un lastre que, por desgracia para nuestra sociedad, todavía seguimos arrastrando en pleno siglo XXI. Hablamos de un hecho que no sólo se refleja en las víctimas de la violencia de género o en la brecha salarial, sino también en el mundo del arte.
Y es que la escasa presencia de mujeres artistas en las galerías de arte contemporáneo resulta alarmante frente a una presencia dominante del hombre.
Y es que la escasa presencia de mujeres artistas en las galerías de arte contemporáneo resulta alarmante frente a una presencia dominante del hombre. En la edición del pasado año de ARCO, la feria de arte más importante de nuestro país, el porcentaje de mujeres artistas que expusieron obras fue de apenas un 24,3% frente a un 75,7% de hombres. Este dato nos sorprende aún más cuando sabemos que el porcentaje de mujeres alumnas en los estudios de Bellas Artes es bastante superior al de los hombres.
Las mujeres nunca lo han tenido fácil para adentrarse en el mundo del arte, en el pasado un mundo reservado exclusivamente al hombre. Desde el siglo XVI y hasta bien entrado el siglo XX, la obra realizada por mujeres ha sido menospreciada y postergada al más absoluto desinterés.

Si la situación de las mujeres en épocas pasadas ya era difícil de por sí, todavía se complicaba aún más cuando éstas pretendían desempeñar roles atribuidos exclusivamente a hombres, cómo el de ser artista o escritor. La primera gran limitación para estas artistas viene dada por las propias consideraciones que del sexo femenino se tenía entonces. Las mujeres no debían asistir a lugares públicos, pues el lugar de una mujer honesta no debía ser otro que su propia casa. Así nos lo indica Fray Luis de León en su Perfecta Casada (1584) : “Porque así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obliga a que cerrasen la boca (…) Como son los hombres para lo público, así las mujeres para el encerramiento; y como es de los hombres el hablar y el salir a la luz, así de ellas el encerrarse y encubrirse”.
La primera consecuencia que implicaba esta exclusión era el impedimento de la mujer para acceder al sistema de formación, es decir, a los gremios, de modo que la mayoría de las mujeres de los siglos XVI y XVII que llegaban a ser artistas lo conseguían gracias al vínculo familiar, siendo formadas en el propio taller de su padre o de su marido. Tal es el caso de Artemisia Gentileschi, hija del pintor Orazio Gentileschi, o de Luisa Roldán, hija del reconocido escultor Pedro Roldán. Podían ser artistas siempre y cuando fuera en base a la más absoluta dependencia del hombre.
Al tener vetado socialmente el espacio público, se les imposibilitaba a establecer relaciones clientelares mediante las cuales dar a conocer sus obras
Asimismo, al tener vetado socialmente el espacio público, se les imposibilitaba a establecer relaciones clientelares mediante las cuales dar a conocer sus obras, por lo que su profesionalización como artistas era sumamente complicada. La escultora Properzia de Rossi decidió romper con los roles establecidos y desafiar la supremacía masculina, trabajando con hombres y moviéndose por los ambientes públicos, hecho que le llevaría a ser considerada como una mujer deshonesta e indecente.

Por supuesto, si una mujer decidía convertirse en artista, fuera o dentro del ámbito laboral, no podía optar a la libre elección de temas. Tanto los desnudos como los retratos masculinos les estaban vetados, así como la pintura de grandes temas de Historia o mitología. Sí resultaban apropiados para una mujer los retratos femeninos y de niños, así como los bodegones y las composiciones florales, pues eran temas más frágiles y delicados, asociados a ese carácter débil que por aquel entonces se tenía de las mujeres.
Igualmente, una mujer no debía inventar temas para sus cuadros, sino que, por su “falta de creatividad”, debía copiarlos de obras realizadas por hombres. Esto es debido a la inferioridad intelectual que, en épocas pasadas, se asociaba a las mujeres respecto de los hombres. De nuevo, La Perfecta Casada nos ilustra sobre ello: “Y pues no las dotó Dios del ingenio que piden los negocios mayores, ni de las fuerzas las que son menester para la guerra y el campo, midánse con lo que son y conténtense con lo que es de su suerte y anden en su casa, pues las hizo Dios para ella sola”.
Son muchas las mujeres artistas que desarrollaron su carrera durante los siglos XVI y XVII, pero será a partir del siglo XVIII cuando el número de artistas, sobre todo pintoras, se incremente de manera sorprendente. Si bien tenemos algunos ejemplos anteriores, como el caso de Elisabetta Sirani, quien fundó una escuela para mujeres en Bolonia en el siglo XVII, el acceso de las mujeres a la enseñanza artística no se daría hasta finales del siglo XVIII con las Academias. No obstante, el número de admitidas era sumamente inferior al de los hombres, y siempre con carácter honorífico y gracias a la labor de sus mecenas.
En el siglo XIX, con la creación de las escuelas públicas, cientos de mujeres se incorporarían a la enseñanza reglada, pero no será hasta bien entrado el siglo XX cuando la profesionalización de las mujeres se convierta en una realidad generalizada. Estas mujeres, ya desde el siglo XVI, van a reivindicar su posición de artistas mediante el único medio disponible a su alcance: la propia pintura. De este modo, las veremos autorretratándose desde su condición de pintoras, con los atributos en la mano y, en la mayoría de las veces, en el acto de pintar.

La obra de estas artistas siempre se ha valorado en base a la feminidad de sus autoras. Resultaría irónico, de este modo, evaluar a la Gioconda alegando a la masculinidad de su autor, pues ya es algo que se da por hecho. Así, cuando Renoir se refiere a la obra de Berthe Morisot, afirma: “Tan femenina que hubiera dado celos a la Virgen del conejo, de Tiziano”. La valoración objetiva de la obra de mujeres artistas es algo relativamente reciente, de hace décadas. No nos sorprende, pues, encontraros con estas duras palabras del crítico José Francés al hablar de Gerda Wegener en 1916 : “(…)la mujer no puede competir con el hombre. Podríais citarme muchos nombres de pintoras y algunos de escultoras; pero ninguno de ellos respondería a una obra fuerte, vigorosa, capaz de hermanar la complacencia estética con el perfeccionamiento ético”.
Las grandes artistas del pasado han sido relegadas al olvido en una Historia del Arte hecha y escrita por y para los hombres. A nivel popular, podemos estar seguros de que cualquier persona medianamente formada conoce a Botticelli, a Miguel Ángel y a Leonardo da Vinci. Sin embargo, ¿cuántos de ellos sabrían decirnos el nombre de tan sólo una de las muchas pintoras del mismo siglo?. La visibilidad de estas mujeres, por el mundo en el que les tocó vivir y por la valentía con la que se enfrentaron a él, se hace necesaria hoy no sólo por la calidad de sus obras, sino por la necesidad de una educación basada en la igualdad y en el respeto mutuo.
Vía| GREER, G., La carrera de obstáculos: Vida y obra de pintoras antes de 1950, Madrid: Editorial Bercimuel, 1979; MUÑOZ, P., Mujeres españolas en las artes plásticas, Madrid: Editorial Síntesis, 2003; COMBALÍA, V., Amazonas con pincel: Vida y obra de las grandes artistas del siglo XVI al XXI, Barcelona: Destino, 2006; DE DIEGO, E., La mujer y la pintura del XIX español: cuatrocientas olvidadas y alguna más, Madrid: Cátedra, 2009; HELLER, N.G., GUAITA, O., Women artists: An illustrated History, New York: Abbeville Press, 2003.
Más información| El País, Fundación Mapfre, El País
Imagen| Sofonisba Anguissola, El estudio de una pintora, Autorretrato junto a dos discípulas
*Artículo publicado en queaprendemoshoy.com