Aunque poco a poco las cosas van cambiando también en las artes escénicas, todavía hoy continúa siendo poco habitual que una mujer no solo consiga poner en pie montajes teatrales sino que también vaya teniendo una voz propia en un ámbito tan masculinizado. Quienes desde hace un tiempo seguimos y admiramos a Magüi Mira hemos podido comprobar cómo se ha ido convirtiendo justo en una de esas mujeres empoderadas que tienen la capacidad y la sabiduría de llevar a las tablas su compromiso ético con el mundo que le ha tocado vivir. Así se pudo comprobar en obras tan dispares como Kathie y el hipopótamo, El discurso del rey o en su particular recreación de la poderosa Cleopatra. No es solo una mirada de mujer la que urdió todas esas tramas sino que sobre esas historias miraron los ojos violetas y, por tanto, transformadores y cívicos que habitan la cabeza de una mujer radicalmente feminista. Esa que además nos demuestra cada día que los años cumplidos son garantía de lucidez y no un demérito en este mundo que parece atar a las mujeres al mito de la eterna juventud.
En esta época de tablas invadidas por estrellas televisivas y por monólogos que hacen rentable la aventura teatral que la mala gestión pública casi ha convertido en suicida, la directora valenciana vuelve a apostar, con la complicidad del Centro Dramático Nacional, por el riesgo y nos regala su versión de una película que a muchos nos sorprendió en su momento: aquella Celebración alemana con la que empezamos a oír hablar de un movimiento llamado Dogma. Magüi, que tiene el arrojo de una veinteañera en su cuerpo sabio de más de setenta, ha convertido el original en una pieza estremecedora, de esas que remueven las entrañas de cualquier espectador y que provoca que salgamos a la calle, después de verla, con la sensación de haber sido partícipes de una especie de ritual laico, hermoso y al fin liberador.
Magüi, que tiene el arrojo de una veinteañera en su cuerpo sabio de más de setenta, ha convertido el original en una pieza estremecedora, de esas que remueven las entrañas de cualquier espectador y que provoca que salgamos a la calle, después de verla, con la sensación de haber sido partícipes de una especie de ritual laico, hermoso y al fin liberador.
Festen es el relato, a veces tragicómico, siempre hondamente dramático, de cómo la familia ha sido y es el contexto privilegiado para alumbrar y mantener el poder del patriarca que extiende sus dominios sobre sus posesiones, entre las que ocupan un lugar privilegiado la esposa domesticada y los descendientes vulnerables. En la celebración del 60 cumpleaños del señor de la casa estallan todos los silencios, se abren las heridas no cicatrizadas y, al fin, el hijo pisoteado se atreve a liberar todo el dolor que durante siglos lo ha convertido en un ser sin alas. Un dolor que escupe sobre el padre todopoderoso que no dudó en violarlo a él y a su hermana gemela una y otra vez cuando eran niños, con la complicidad de una esposa que, subordinada, siempre miró para otro lado y prefirió mantener intacto el orden familiar.
A través de una bellísima puesta en escena, en la que todo – vestuario, música, iluminación, movimientos – está puesto al servicio de una celebración que acaba siendo emancipadora, Magüi Mira nos coloca frente al espejo y nos muestra, con todo su crudeza, cómo las fauces del patriarca generan víctimas y cuán necesario es que empecemos a rebelarnos contra ellas. Un patriarca que posee a su esposa y a sus hijos e hijas como quien posee tierras y a los que somete a la ceremonia cruel de sus deseos. El siempre sujeto, los demás objetos; él desde el dominio, los demás, incluidos los sirvientes, arrodillados ante su señor. Festen nos muestra, con toda la crudeza que supone ver muy cerca el rostro de los actores y de las actrices, cómo el poder del patriarca se ha erigido durante siglos sobre el control de los cuerpos de las mujeres y de los más débiles sometidos a sus designios. Es la misma regla que hoy en pleno siglo XXI sigue amparando violencias de tipo, desde la de género, que se alimenta del desmesurado amor romántico, a las que de tipo sexual convierten a las mujeres, y a algunos hombres, en esclavos del que tiene la última palabra. Todo ello ahora en alianza con un neoliberalismo que lo legitima todo en nombre de los deseos y la libertad.
Es la misma regla que hoy en pleno siglo XXI sigue amparando violencias de tipo, desde la de género, que se alimenta del desmesurado amor romántico, a las que de tipo sexual convierten a las mujeres, y a algunos hombres, en esclavos del que tiene la última palabra.
Uno de los mayores aciertos del montaje es que, pese a todo ese dolor que vemos expandirse desde la mesa familiar a los corazones de los espectadores, su final acaba siendo luminoso, blanco, esperanzador. Magüi apuesta por el triunfo de los vínculos amorosos de la vida frente a la omnipotencia del pater familias. Este acaba siendo expulsado, y con él la esposa sumisa, de un círculo en el que ya solo caben los besos y los cuerpos sin máscaras. Desnudos frente a la vida. Como recién nacidos a un nuevo orden en el que mujeres como Linda, la que hija que nos soportó no reconocerse como ser autónomo frente al espejo, abandonen las afueras y se alcen, victoriosas, sobre la mesa de unas familias en las que la jerarquía piramidal al fin haya sido sustituida por la horizontalidad de los y las iguales.
Festen puede verse hasta el 9 de abril en el Teatro Valle Inclán de Madrid.