Salvador Sobral: otra masculinidad es posible

Octavio Salazar Benítez
Octavio Salazar Benítez
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba. Feminista, cordobés, padre QUEER y constitucionalista heterodoxo.
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El triunfo de Salvador Sobral el pasado sábado en Eurovisión, además de mostrarnos entre otras cosas, y como él mismo dijo, que la música, la música de verdad, nada tiene que ver con los fuegos de artificio, supone también una oportunidad para demostrarnos que otra masculinidad es posible. Es decir, en un contexto tan hipermasculinizado y androcéntrico como el del Festival (recordemos como pese a “celebrar la diversidad” los tres presentadores eurovisivos fueron hombres, y como la mayoría de las chicas competidoras insistieron, de una forma u otra, en mostrarse como cuerpos fuertemente sexuados), consumido y aplaudido muy especialmente por un público gay, el portugués supuso una ruptura con el discurso normativo que nos revela lo que significa ser un hombre de verdad. Un discurso en el que mucho me temo la incidencia de la diversidad afectivo/sexual está siendo mínima porque la masculinidad hegemónica, unida a los dictados de un mercado que busca hombres ante todo que consuman y hagan circular el dinero, está provocando que la imagen mediática y públicamente reconocible del chico gay exitoso no difiera mucho de la del hetero.

No estamos hablando de orientación sexual, o de deseos que van y vienen, sino de cómo se continúa conformando la masculinidad exitosa en pleno siglo XXI.

De esta manera, no hemos situado en un plano de perversa “igualdad” en el que todos pasamos por el aro de reproducir el modelo heroico de siempre, es decir, el del tipo fuerte, preparado siempre para la acción, sujeto deseante y que hace de su cuerpo una herramienta esencial para situarse en el mercado. Por eso no es de extrañar que la vigorexia se esté extendiendo como un problema cada vez más serio entre los chicos jóvenes, o que los gimnasios se hayan convertido en los nuevos santuarios de la masculinidad o que la publicidad, bajo la apariencia de nuevos tiempos, nos siga ofreciendo en definitiva la imagen del macho de siempre. O sea, la del que parece preparado para combatir en cualquier momento, para seducir y llevar las riendas del pacto sexual y para continuar siendo el vaquero sin ley al que nadie parece discutir el privilegio de ser siempre el dominante. Un vaquero que, insisto, seduce por igual a mujeres y a hombres. Porque no estamos hablando de orientación sexual, o de deseos que van y vienen, sino de cómo se continúa conformando la masculinidad exitosa en pleno siglo XXI.

Frente a ese discurso, que es el que reiteradamente nos ofrecen los medios de comunicación, las películas que vemos o las canciones que bailamos, el portugués Sobral representa justo lo contrario. En todas las crónicas del festival se ha destacado su desaliño, que llevase un traje varias tallas mayor que la suya o que no pareciera en general muy preocupado por su aspecto físico. Se ha destacado de él como una cualidad que le ha hecho sumar puntos su fragilidad o su capacidad para despertar emociones sin estridencias. Verlo actuar como si se tratara de un cristal a punto de romperse frente a la sexualidad desbordante del representante israelí, de la chispa tan masculina del italiano o de la seducción tan Bond del sueco, supuso para mí (re)encontrarme con otro modelo de hombre que me gustaría sirviera como palanca para darle la vuelta a este mundo tan patriarcal y machista que seguimos sufriendo (y del que, no hace falta aclararlo, son principales víctimas las mujeres).

La voz que ha sido capaz de emocionar a millones de personas al mismo tiempo, operando ese milagro que solo el verdadero arte consigue, debería servirnos como una especie de pasaporte para todos aquellos que estamos empeñados en transitar de una masculinidad asfixiante a otra

Salvador Sobral, que tuvo además la generosidad de acompañarse en el triunfo por su hermana, que es sin duda la gran mente creadora del tándem, me transmite muchas de las claves que están o deberían estar en lo que yo llamaría la revolución masculina pendiente, y que no es otra que la urgente necesidad que tenemos los hombres de bajarnos de los púlpitos, de todos los púlpitos, y de situarnos horizontalmente a ras del suelo. Como hizo en su actuación el portugués. Despojados de todas las vestimentas que sirven para certificar nuestro imperio, revestidos de la ternura que como bien dijo Petra Kelly puede ser una extraordinaria arma política, dispuestos a renunciar a los músculos tanto de nuestro cuerpo como de los que parece regalarnos el ejercicio del poder. La voz que ha sido capaz de emocionar a millones de personas al mismo tiempo, operando ese milagro que solo el verdadero arte consigue, debería servirnos como una especie de pasaporte para todos aquellos que estamos empeñados en transitar de una masculinidad asfixiante a otra en la que podamos relajadamente disfrutar de lo pequeño y asumir nuestra dependencia de los demás. Solo así, me temo, será posible construir otro mundo, ese mundo por el que nuestras compañeras feministas llevan siglos luchando, y en el que será una gozada descubrir que es el reconocimiento de nuestra fragilidad lo que nos puede hacer más fuertes. Los ganadores no de una competición sino de un mundo en el que habremos sabido despojarnos de lo que nos disfraza y en el que nos habremos quedado transparentes como el cristal. Cuidadosamente interdependientes, emocionalmente solidarios, nunca más desnortados y siempre mirando al sur. El sur posible que también representa Portugal y su canción.

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