‘Pieles’, de Eduardo Casanova

Octavio Salazar Benítez
Octavio Salazar Benítez
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba. Feminista, cordobés, padre QUEER y constitucionalista heterodoxo.
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Tribuna Feminista, en colaboración con Clásicas y Modernas, asociación para la igualdad de género en la cultura.

En la presentación de su última novela en Córdoba, le escuché a Rosa Montero afirmar que “todos somos monstruos” y que la normalidad no existe, “la normalidad es la normatividad”.  He recordado estas afirmaciones viendo el primer largometraje del jovencísimo Eduardo Casanova. Pieles, que es sin duda una de las apuestas más singulares del reciente cine español, nos ofrece una bellísima reflexión en torno a las diferencias que nos singularizan, a la lucha de cada persona por ser ella misma en unas sociedades cada vez más homogeneizadas y  las que parece que cotiza más lo que aparentamos que lo que somos. Estéticamente sugerente, con alguna torpeza narrativa perdonable dado que es el primer largo del actor, la película es una sorprendente apuesta que no dejará indiferente a quien la vea.

Casanova nos muestra las tripas de un mundo en el que aún estamos muy lejos del reconocimiento del otro/a como igual. Algo de lo que saben mucho las mujeres que llevan siglos en esa lucha por ser reconocidas como equivalentes y que el mismo Casanova pone en evidencia al convertir a personajes femeninos en los ejes de su relato.

Samantha, una mujer con el aparato digestivo al revés, o Laura, la niña sin ojos que vive para dar placer a quienes acuden a ella huyendo de la soledad, o Ana, una mujer con la cara mal formada que acaba empoderándose desde su imagen deforme (“Solo me quieres por mi físico” le suelta en un diálogo perversamente paradójico a su pareja que interpreta un Jon Kortajarena que aquí no aparece bellísimo sino desfigurado);  o el chico (sirena) que quiere librarse de sus piernas aunque realmente lo que quiere es escapar de los abusos paternales que le marcaron de por vida, son seres solitarios, heridos y en lucha. A través de ellas y de ellos, Casanova nos muestra las tripas de un mundo en el que aún estamos muy lejos del reconocimiento del otro/a como igual. Algo de lo que saben mucho las mujeres que llevan siglos en esa lucha por ser reconocidas como equivalentes y que el mismo Casanova pone en evidencia al convertir a personajes femeninos en los ejes de su relato.

Son ellas muy especialmente las prisioneras de un juego en el que parece siempre ganar el que se ajusta a los cánones de la belleza física imperante y en el que los cuerpos, sobre todo, insisto, los de ellas, son educados desde la más tierna infancia para la seducción. Los personajes que interpretan Ana Polvorosa, Macarena Gómez, Candela Peña o Itziar Castro, nos interpelan desde un mundo “rosa” que las mantiene prisioneras. Sus historias son la prueba más evidente de cómo el verdadero sentido político y ético de la igualdad no puede ser otro que  el reconocimiento de las diferencias. La luminosa alegría que deriva de los múltiples tactos, olores y colores de las pieles que nos singularizan.

 

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