Llevamos meses bajo el monopolio informativo sobre el Procés Catalán, su Declaración de Independencia, o la suspensión de la misma. Hemos padecido los enormes errores por parte del gobierno autonómico, tanto como del gobierno central. Es cierto, que el desarrollo vertiginoso de los hechos nos han impedido pensar en cómo se combinan dos discursos tan diferentes. El presidente Rajoy se centraba en la apelación a la legalidad, recordando el texto constitucional como marco obligatorio de referencia, y por parte de la Generalitat era un discurso épico, cargado de sentimientos de pertenencia y de valores de liberación de España, como condición para alcanzar la tierra prometida. Si tuviéramos que definir cómo se definen a sí mismos los portavoces de ambos discursos, éstos serían héroes contra abogados del estado. Estamos viviendo en un contexto donde la democracia pierde poder de interlocución cuando se nombran términos abstractos, como nación, soberanía, legalidad; en cambio, los sentimientos logran adquirir una impresionante legitimidad capaz de contravenir un marco legal, como si éste fuera obsoleto y, en muchas ocasiones, hasta se interpreta como un posición reaccionaria. El derecho a la independencia, cuya viabilidad parece proporcional al grado de su deseo, como en otro orden, querer ser padres, o madres, porque sí, porque basta el sentimiento para olvidarse de los medios para alcanzar los fines (los vientres de alquiler). De esta manera, porque un número importante de individuos así lo vivencia, o la aspiración de un deseo porque las tecnologías lo permiten, logran presentarse como un derecho. En suma, vivimos bajo las reglas de una democracia sentimental (como señala Manuel Arias Maldonado), donde las decisiones, o los debates, ya no utilizan argumentos, o razones, sino que privilegian emociones capaces de dotar de sentido las metas que se persiguen.
Lo que me interesa resaltar es que entre la multitud de actores, partidos políticos, asociaciones ciudadanas, que han participado defendiendo sus respectivas posiciones, o cuando se invocaba el principio de solidaridad entre las Comunidades Autónomas, no se ha mencionado el Estado de Bienestar, como un argumento decisivo para mostrar los efectos de una salida de España de la Comunidad de Cataluña.
El Estado de Bienestar en nuestro país incluye las prestaciones por desempleo, y dada la precariedad del trabajo, más que un indicador de bienestar debería contabilizarse como déficit de la política económica del Gobierno. Sin embargo, son los servicios públicos los que están verdaderamente en peligro si las comunidades más ricas de nuestro país se “desconectan”. Habrá que preguntarse cómo alcanzar una cobertura pública para niños y niñas de 0 a 3 años, o analizar cómo seguir manteniendo la sanidad, la educación, así como las residencias, donde la dignidad de la vejez depende de la capacidad de renta familiar; sin olvidar que la media de pensión de viudedad alcanza la vergonzosa cuantía de 600 euros. En el debate de la solidaridad es urgente añadir ejemplos, decir abiertamente cómo los servicios sociales asumen cada vez más competencias con menos recursos materiales y humanos. Cada vez que se hable de la unidad de España, habría que nombrar aquellas políticas públicas que requieren más gasto, como la protección de las víctimas de violencia de género, o las políticas de igualdad, a día de hoy, desfiguradas en la agenda política. Recuperar el Estado de Bienestar como eje del debate sobre la integridad territorial, sería la mejor forma de implicar a cada ciudadana y ciudadano, que tienen que hacer frente a sus retos diarios: desempleo, salud, vejez, cuidados en el hogar, porque este el núcleo del problema, evitando, de esta manera, que gane una lucha estéril entre símbolos del sentimiento, en forma de patrias o banderas.
SOBERANÍA, NACIÓN….¿Y EL ESTADO DE BIENESTAR?
- Advertisement -
- Publicidad -