Sucedió hace algunos meses en el barrio. Ella llevaba a sus hijos a la escuela de las mías. Me dijeron que era colombiana, tenía 27 años. Era de noche, su pareja la apuñaló en la cocina. Después, la dejó ahí tirada, desangrándose. Se entregó en la comisaría de Usera, con él, los niños de ambos. El día después estábamos frente al portal de su casa. Un bloque de pisos envejecido, que no antiguo, ocupados por gente trabajadora, o que al menos lo intenta.
¿Por qué no se fue antes? Se preguntaban las personas en aquella concentración ¿Por qué no se marchó a tiempo? Es difícil no oír las peleas en las casas. Ya sabemos que la violencia de género es transversal, que no entiende de origen ni de clase, pero los gritos sí entienden de muros y hay algunos tan finos que nada queda en casa. Pero para agredir hace falta tiempo, y el desempleo sin norte te lo da. También hace falta tiempo para elaborar planes de fuga, tiempo que este mundo precario expropia a las mujeres a través de los cuidados, del empleo mal remunerado, migas para la supervivencia.
¿Por qué no se fue antes? Resonaba frente a ese bloque de ladrillo la pregunta. ¿No se dio cuenta de que él era peligroso? ¿De que esto podía acabar así? Hablaron desde la mesa de Igualdad, habló la concejala, dijeron cosas pertinentes: ¡Tenemos que acabar con esta lacra! Gritamos que no, que no, que no tenemos miedo. Y que viva la lucha de las mujeres. Las amigas de la víctima le dedicaron emotivas palabras, dijeron y maldijeron el nombre del femicida. Todas gritaron verdades fundamentales, pero ninguna respondía a la pregunta.
Entonces tomó la palabra una mujer, dijo venir de Carabanchel, el barrio de al lado, que también sabe de paredes finas, hombres sin rumbo, mujeres que guardan una maleta preparada para salir corriendo, pero que no vislumbran hacia dónde. ¡Lo que necesitamos las mujeres es independencia económica! Gritó aquella mujer, segura de no equivocarse. Una salva de aplausos la corroboró en su creencia. Y recordé.
Octubre 2014. Encuentro Nacional de Mujeres, Salta, Argentina. Una mujer desesperada nos cuenta en un taller que su pareja la ha «apalizado» múltiples veces. Que ha intentado huir pero que no tiene a nadie, que en su provincia no hay refugios ni nada que se le parezca. Nos interpela buscando consejo a las que estamos. Empoderadas, feministas todas, conscientes. Las miradas callan y se pierden. Poco tenemos que ofrecer: lo que necesita esta mujer no son consejos, abrazos ni proclamas. Plata necesita. Una casa, comida, un trabajo, dinero, no sé, la esperanza de una vida económicamente sostenible.
¡Lo que necesitamos las mujeres es independencia económica! Gritó aquella mujer, segura de no equivocarse. Una salva de aplausos la corroboró en su creencia.
Marzo 2017. Debate sobre mujeres y precariedad laboral, Madrid. Una activista de las Kellys, las camareras de piso organizadas para pelear por sus condiciones laborales, nos habla de cómo perdieron derechos, de cómo quedan sus cuerpos y sus mentes, tras horas de trabajo físico, tras años de maltrato en el trabajo. También nos corrobora que las que están peor en el sector, son las madres solas, expuestas a todo tipo de abuso, pues la alternativa a un salario de mierda, es la nada. Y de la nada nadie come.
Tiempo después de que, en aquella concentración triste, la vecina de Carabanchel terminara su discurso, yo aún seguía aplaudiéndola. Y aún sigo.
Conocemos el ciclo de la violencia, sirve para entender muchas cosas, rupturas que nunca llegan, dominación romantizada, caricias, regalos que son barrotes en la puerta. Pero esto no alcanza para dibujar el callejón sin salida al que se enfrentan tantas mujeres. Deberíamos hablar también del ciclo de la violencia económica, un concepto que probablemente no exista, o que quizás ya haya sido formulado, no tengo ni idea, tampoco me importa, es un paradigma efímero del que me sirvo para explicar lo siguiente:
El ciclo de la violencia económica – que en realidad es una espiral, que en realidad es un camino en dirección al vacío – consta de tres partes: primero, la violencia económica interpersonal, mujeres que dependen económicamente del hombre que las maltrata, cuyo trabajo reproductivo no es reconocido (por qué iba su pareja a reconocerlo, cuando el sistema todo lo da por sentado, cuando la educación y los medios lo naturalizan y las políticas públicas lo ignoran) y que para acceder a recursos deben pasar por el filtro de otra persona con la potestad de decidir cuando toca y cuando no toca. Quizás esa mujer reúna el valor, salte afuera ante una situación insostenible. Si tiene suerte, le espera la segunda violencia económica, la institucional: un periplo de refugios temporales, de batallas burocráticas para acceder a una vivienda, para acceder, de nuevo, a recursos. Tanta intemperie en su exilio. Y si consigue asentarse con sus hijas o hijos, deberá prepararse para enfrentar otra violencia: la de un sistema económico inclemente con las familias monomarentales, una ficción laboral para la que las personas dependientes no existen, la gente no tiene por qué aspirar a cobrar lo suficiente para sobrevivir, y la estabilidad es un vestigio exótico del pasado. Gritábamos en el 15m que violencia era cobrar 600 euros. Pues eso es lo que cobran hoy tantas mujeres.
A veces plantarle cara al agresor cuando no hay vía de escape es una gesta suicida.
La brecha salarial, que tantos titulares ocupa cuando se trata de actrices de Hollywood, pero que se despersonaliza y desdibuja a medida que hablamos de trabajadoras anónimas, es un diferencial de poder que marca la vida de muchas mujeres, que las hacen eternas dependientes, más si son madres, y otorga a muchos varones la última palabra económica, a veces de manera violenta, otras de manera implícita. Por ello es profundamente antidemocrática, vulnera el principio de igualdad, tan asentado en lo formal, tan ficticio para las realidades cotidianas de tantas trabajadoras a tiempo parcial, temporales, empleadas en el ámbito de los cuidados, que no viven como iguales, que no son tratadas como tales, ni por sus parejas, ni por el Estado, ni por el mercado de trabajo.
Por que sí, es fundamental ser consciente, y desafiar gritando que no que no que no tenemos miedo, y clamar contra los feminicidios. Pero si al empoderamiento personal no le viene emparejada la redistribución de poder económico, puede ser una trampa. A veces plantarle cara al agresor cuando no hay vía de escape es una gesta suicida. Y nadie debería estar obligada a inmolarse, pues nos queremos vivas, no mártires. Porque empoderarse no es solo un viaje interior, porque en el fondo, no hay nada que empodere más que ser económicamente independiente. Y no hay nada más esquivo para miles de mujeres.
Pues en eso, apreciada Sarah, la RBU sería una medida imprescindible, que no significa única. En tu anterior artículo venías a decir que la RBU no acabaría con esta sociedad machista y patriarcal y es cierto. No podemos pedirle a la RBU algo para lo que no fue creada. Pero sí facilita esa independencia económica para evitar convivencias no deseadas. Y permite negociar en mejor posición condiciones laborales. Teniendo RBU será dificil que las mujeres, también los hombres, acepten limpiar habitaciones de hoteles o casa particulares o múltiples ocupaciones por 5 euros la hora. Tampoco por 10. Y tal vez a partir de ese momento empiecen de verdad a modificarse también comportamientos sociales y mentalidades . Es su poder transformador (el de la RBU) lo que realmente provoca el pánico en quienes pretenden mantener a toda costa estas situaciones de dominio y poder. Si dedicamos nuestros esfuerzos en la discusión de si son galgos o son podencos, lo tenemos crudo.