Una colega argentina muy querida dijo en un congreso reciente de filosofía de la ciencia que a ella le encantaba la o; advertía con esto a la audiencia dispuesta a darse por enterada de que no iba a dejar esa letra fuera de uso en su relato. Como aquella afirmación tenía rostro, erudito hasta la inspiración, se recogió entre el círculo que la rodeaba con respeto porque ya la mera mención al asunto mostraba consideración por su parte y sacaba el tema a la tarima donde nos habíamos sentado.
Ahora que los asuntos de mujeres llenan tantas informaciones, y ocupan conversaciones en encuentros sociales y profesionales, las páginas de los medios de comunicación siguen plagadas de faldones, entradillas, reportajes, ladillos, subtítulos y títulos, opiniones, informaciones y editoriales firmados en su mayoría por hombres y en los que se habla mayoritariamente también de hombres. Ni siquiera el tema del feminismo, las denuncias del #metoo y las reivindicaciones públicas en los premios Goya del cine español ha hecho aumentar la presencia de firmas de mujer ni las menciones a mujeres en los periódicos, en las revistas culturales, en sus páginas de libros y artes, como tampoco en los noticiarios en general. Son los hombres quienes han tomado la palabra para referirse al tema, para defendernos y apoyarnos. En tan excelente compañía es difícil alzar más la voz –solo quienes la tuvieran bien colocada por la técnica podrían lograrlo y suelen ser ellos, la tengan o no colocada, quienes lo logran- ni de forma simbólica. Se entiende así que las mujeres jóvenes adviertan a sus amigos de que las manifestaciones feministas son para manifestarnos nosotras y que ellos mejor se quedan en casa ocupándose de la intendencia, por favor. Pueden así comprobar los observadores –el masculino haría al caso otra vez- que somos mayoría en la multitud manifestante, que se trata de una participación de mujeres
En tal escenario, previsible en el capitalismo neoliberal controlado por los acuerdos entre los grandes capitales –ellos otra vez-, se invoca a la diosa lengua para dejarla como está, en artículos que firman hombres con los que quizá a veces las mujeres podamos simpatizar. Dibujantes, retratistas, humoristas y escritores -todos hombres aunque fíjense que algunas de esas palabas para profesiones podrían referirse a nosotras aunque no sea el caso esta vez- demuestran su asombro por el asunto de la portavocía en femenino, portavoza, como lo mostraron con miembra. Se invoca la a como gran letra amenazante, que nos representaría de esta forma tan poco aceptada por la gramática –mayúscula gramática, mayúscula como la lengua- y pretende ocupar todos los espacios, que transgrede la norma de un idioma cuyas limitaciones se deben al uso que se le ha dado en sus siglos de historia.
A historizar la o podrían dedicarse aquellos que sienten que la lengua está amenazada por la primera vocal –el orden de los factores, ya ven, no altera el producto- mientras, con la Academia de la Lengua, aceptan crocreta y almóndiga y rechazan el laísmo.
La primera letra del alfabeto es nuestra, nada la deja de lado, juega al scrabble con ventaja, es un comodín celebrado. Apelar a la a para resaltar especificidades de género forma parte, otra vez, de la plasticidad del habla, de la lengua y de los debates que la alimentan. La lengua está viva y entre todas hacemos circular sus dramas y los debates que acompañan a su uso hoy y siempre.
La letra a
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