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La señora Julia o cómo superar la mirada condescendiente sobre las mujeres mayores

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Hace ya muchos años que me di cuenta que, para mí, con demasiada frecuencia, no existe separación entre la vida real y la de ficción que nos cuenta el cine. Desde que era un adolescente, me siento tan dependiente de las historias que veo en la pantalla, que tiendo a creerme que transito de ella a la realidad como si ni siquiera hubiera un pasadizo. Como si solo se tratara de ir pisando, como las baldosas de Oz, los hilvanes que parecen unir lo real y lo imaginario. Desde esa posición, que a veces me genera incomodidad pero que casi siempre hace más anchos mis días, disfruto de las películas como si fueran un manual de instrucciones para la a veces complicada tarea de vivir en este mundo. Un mundo en el que no casi nunca podemos actuar como montadores que recortan o fusionan escenas, o que incluso las hacen desaparecer en el producto final. En la vida, en la que no vemos en la pantalla, no nos queda más remedio que ir recorriéndola, con nuestras múltiples equivocaciones, y sin que podamos casi nunca controlar que parte de comedia y cuál de drama nos vendría mejor en cada momento.
Con ese ánimo de sujeto-espectador que vive y sueña casi al mismo tiempo, acudí a ver la primera película de Gustavo Salmerón, por fin estrenada, eso sí, casi de tapadillo, en ese desierto cinematográfico que es la ciudad en la que vivo. Muchos hijos, un mono y un castillo, en la que en forma de documental el director nos presenta un fresco de su singular familia, con el protagonismo absoluto de su señora madre, tiene la enorme virtud de retratarnos unas vidas singulares pero en las que, aunque en principio nos pueda parecer descabellado, es posible que habiten muchas cosas de nosotros mismos. Es muy fácil que nos reconozcamos en las peripecias de esa familia tan caótica pero tan entrañable, porque en esos años que pasamos a su lado descubrimos finalmente las mismas emociones, similares miserias o las habituales preguntas que cualquiera de nosotros se puede hacer ante los insondables misterios de vivir.
Gustavo Salmerón elige como protagonista a su madre, la impagable Julia, y deja que sea su mirada y su sabiduría ganada con los años las que nos lleven de la mano. A través de ella  y con ella hacemos un recorrido por la inevitable melancolía que supone sumar años, sobre la angustia que implica acercarse a la muerte y a través de lo que para una mujer como ella ha supuesto ir almacenando objetos. Una forma, en definitiva, de atesorar afectos, de luchar contra la fugacidad de los días y de dotar de sentido a una vida que para ella ha estado en gran medida ligada al horizonte que representan el marido, los hijos y los espacios comunes. Julia es un ser tierno y a la que apetece abrazar, por más que ella misma reconozca que a veces es poco afectuosa con sus propios hijos. Sentencia con el poderío de quien ha vivido, y por tanto sufrido mucho. Y es capaz, desde el sentido del humor más desnudo que yo no veía en el cine hace años, de desmontarse a sí misma. Caminar con Julia acaba siendo, también, un paseo por la historia de este país, una especie de mirada opuesta a la de Cuéntame, porque mientras que en la serie todo huele a cartón piedra en esta película podemos casi oler las tostadas que Julia se toma para desayunar.  Un olor que además parece unir nuestros sentidos con un humor y una manera de enfocar la realidad muy habitual en nuestra tradición cinematográfica e incluso literaria. Julia bien podría ser, sin ir más lejos, el personaje de un guión de Azcona.
Es prácticamente imposible no empatizar con esta señora luminosa y tan llena de energía, la cual, aún sabiendo próximo su final, y a pesar de vivir en sus últimos años demasiadas malas noticias, apuesta siempre por sacarle la mayor de las sonrisas a la vida. Toda una lección de optimismo y de rebeldía frente a un mundo en el que parece ya quedar poco espacio para construir castillos en el aire. Y en el que, por cierto, es tan poco habitual que mujeres de la edad de Julia ocupen casi todo el metraje de una película. Eso sí, sigo echando de menos, como bien en su día puntualizó mi maestra Laura Freixas, “personajes de mujer mayor que no sean o abuelitas de cuento de hadas, o viejas brujas, o, como aquí, una a la que se mira con mirada cariñosa pero burlona y condescendiente”. Es decir, mujeres empoderadas y con años a las que se las reconozca como dueñas y señoras de su vida,  e incluso como admirables maestras con las que no solo reír o emocionarse sino también aprender y crecer. A las que miremos no solo desde la ternura con la que Salmerón retrata a su madre sino desde la equivalencia que supone reconocerlas como seres completos y racionales, no como la torpe, simpática o surrealista viejita a la que no nos queda otro remedio que adorar. Un verbo que rima peligrosamente con tolerar.

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