El caso de las mujeres temporeras de la fresa en Huelva no es un caso aislado. Las mujeres indígenas migrantes en los campos agrícolas de California sufren tanto sobreexplotación como violencia sexual por parte de patrones, capataces y compañeros de trabajo. La impunidad ha sido la norma.
Las sucesivas noticias, de este último mes, sobre la violencia sexual en los campos de cultivo de Huelva sobre las mujeres migrantes trabajadoras, no nos refieren hechos aislados, ni temporal, ni geográficamente. Podemos, de entrada, diferenciar dos asuntos importantes: por un lado, cuando una noticia salta a la prensa nacional e internacional y pone en el punto de mira a ámbitos laborales en los que se abusa sexualmente de mujeres migrantes – “seleccionadas”, con bendiciones de la administración correspondiente, para acrecentar su vulnerabilidad-, es un hecho que a las mujeres, desgraciadamente, no nos sorprende ya que vivimos cotidianamente con el miedo en el cuerpo por la posibilidad de poder agredidas por varones de cualquier clase social y en cualquier momento y lugar. Si estas circunstancias se dan en un espacio laboral de múltiples desigualdades donde se imbrican aspectos tan significativos como el género, la raza-etnicidad y la clase social, conjugados en la modalidad migratoria del trabajo temporal, podemos pensar, con razón, que este hecho puede ser una práctica reiterativa en el tiempo, pero que, sin embargo, no ha salido a la luz antes porque no se ha dado la coyuntura socio-política y mediática óptima para que esto se denunciara públicamente. Por otro lado, hay literatura y estudios que nos indican que no sólo ocurre en este contexto en concreto, sino que sucesos similares están aconteciendo en muchos más sectores laborales y en muchos más lugares. En definitiva, no es un hecho aislado, ni una anomalía, ni una excepción.
Desde el año 2013 hasta finales del 2016 estuve investigando las causas de cómo acusan y cómo se potencia la vulnerabilidad migratoria de las mujeres –principalmente indígenas- en el corredor transmigratorio mexicano, y más en concreto, en las sociedades de destino: en la frontera sur de México (Chiapas) y en la frontera norte de México (Texas y California) . La violencia sexual ejercida por distintos agentes (civiles o funcionarios de seguridad) es un “peaje” que muchas mujeres se ven en la tesitura de “pagar” involuntariamente, absolutamente siempre en contra de su voluntad. Conocidos son los casos de las mujeres centroamericanas que se inyectan un anticonceptivo antes de comenzar su ruta migratoria, porque saben que es muy probable que vayan a ser violadas, pues la “cultura de la violación” está muy presente en este trayecto de principio a fin. Esta, desafortunadamente, es una característica constatada de la transmigración de las mujeres como muestra, también, la que se realiza desde el África subsahariana hacia Europa .
Cuando las mujeres llegan a su destino, este tormento no acaba. En Estados Unidos, lugar en el que me voy a centrar, hay casos documentados de violencia sexual en centros de detención de migrantes por parte del funcionariado hacia las mujeres encarceladas. Asimismo, en analogía con el caso de Huelva, las mujeres migrantes trabajadoras de los campos de cultivo de California, sufren a diario esta tortura. Sí, porque la violencia sexual es tortura, aunque los discursos dominantes se nieguen a reconocer este hecho. Los mayordomos -forma en la que allí se denomina a los patrones y capataces-, ejercen abuso desmedido sobre las trabajadoras en múltiples formas, siendo el sexual el más repulsivo que existe, pues las mujeres pierden el control sobre su propio cuerpo, bajo la mirada y el silencio cómplice de sus compañeros.
Se aprovechan de la feminización de la supervivencia que es como Saskia Sassen caracteriza estos fenómenos.
Muchas mujeres migrantes indígenas en California son acosadas sexualmente en su puesto de trabajo, mientras recogen la fresa, así como otros frutos y verduras. No pueden enfrentarse a esta situación públicamente pues no tienen los medios para hacerlo, y como mujeres migrantes irregulares están desprotegidas. Además, la barrera del idioma y el desconocimiento de sus derechos, sumado a la vergüenza por la situación vivida, hace que no quieran hacerlo visible. Si lo revelaran, si lo hicieran público sufrirían una doble o triple humillación, desde el despido, el no ser creídas, el ser estigmatizadas como mujeres “fáciles” y el castigo de sus propias parejas, familias y comunidades. Son, en suma, muy conscientes de su situación y de las consecuencias nefastas de denunciar. Todas estas consecuencias están ligadas a la subordinación estructural de género, raza-etnicidad y clase en los contextos migratorios, ya sea de indocumentación, pero también de trabajo temporero. Las autoridades consulares son conscientes de este fenómeno, pero no incorporan medidas para frenarla, recayendo la responsabilidad sobre ellas y no sobre los protegidos empresarios que abaratan costes de manera abusiva y que ponen sus reglas: quieren mujeres por su “docilidad”, esto es, porque saben, a ciencia cierta, que son vulnerables dada la gran necesidad que protagoniza sus vidas y las de sus familias.
Se aprovechan de la feminización de la supervivencia que es como Saskia Sassen caracteriza estos fenómenos. Si finalmente, éstas denuncian, no sólo pueden ser despedidas del trabajo, sino deportadas y repudiadas por su familia. Como siempre, el sistema re-victimiza a las mujeres, y las responsabiliza por las agresiones de los que ostentan los privilegios de género, clase y raza-etnicidad. El empresariado y la falta de supervisión por parte de los poderes públicos son los que tienen que ser escrutados. El que los acuerdos migratorios no pongan reparo a las exigencias patronales que “exigen” mujeres pobres, muchas iletradas, con cargas familiares venidas del campo marroquí, es una grave falla que debe ser subsanada. Es sólo la punta del iceberg de cómo se ha gestado el milagro del oro rojo, y de la agricultura intensiva, en el Sur de España.
La relación entre explotación laboral y vulnerabilidad migratoria, por tanto, tiene su máxima expresión en los continuos abusos sexuales que se producen en los campos de cultivo, tal y como he documentado en Oxnard, California, por parte de los mayordomos e incluso por compañeros de trabajo. Existe una situación de desigualdad y de sometimiento que algunos naturalizan culpabilizándolas, “ellas les sonríen, si ellas no quisieran no lo consentirían” (jornalero de Michoacán, México. 10 de abril, 2016). Las mujeres no lo denuncian por el constante miedo a ser despedidas, o al “qué dirán” de la comunidad, o por temor a las represalias que puedan tomar sus maridos. Son múltiples tensiones las que intersectan ante la violencia continua a la que están sometidas, pues el juicio moral de la comunidad y el de la figura masculina les deja fuera de acción.
En California, la histórica organización Líderes Campesinas, que defiende los derechos de las mujeres campesinas migrantes en los campos de cultivo, aseguran que muchas mujeres salieron embarazadas de estas violaciones sin poder actuar. Esta organización denuncia la violencia sexual en los campos, y muestran a las mujeres la manera de reconocerlo, y las herramientas que tienen para combatirlo. La organización social de corte indígena MICOP (Mixteco Indígena Community Organizing Project) lucha para que esta situación se pare y las mujeres dejen de ser objetos sexuales para los mayordomos. Esta organización trabaja por los derechos de la población indígena migrante en Oxnard (California) bajo una potente perspectiva de género, pues a las mujeres indígenas les afecta doblemente el peso de su estatus migratorio y condición racializada. Como muchas de las mujeres marroquíes, éstas sólo hablan su idioma originario, el mixteco o zapoteco, y esta situación daña su capacidad de acción ante la dominación y acoso sexo-laboral. Finalmente, las organizaciones sindicales, a pesar de ser conscientes de este problema, no hacen nada, y ni si quiera acceden a hablar sobre el asunto y su gravedad. Nos topamos aquí y allí con unas estructuras empresariales y sindicales fuertemente masculinizadas y cómplices, por acción u omisión, de la situación de vulneración de los derechos humanos de las trabajadoras.
las organizaciones sindicales, a pesar de ser conscientes de este problema, no hacen nada, y ni si quiera acceden a hablar sobre el asunto y su gravedad.
Tanto en California como en Huelva, o en cualquier otra parte del mundo donde esto esté ocurriendo en este preciso instante, esta realidad debe ser analizada como un abuso de poder legitimado por una estructura social llamada patriarcado. Un sistema silencioso, invisible que ha permeado históricamente prácticamente el mundo del trabajo en todas las culturas. El patriarcado genera múltiples discriminaciones que recaen en las mujeres y justifica toda una escala de poder masculino. El patriarcado es uno de los componentes básicos de los regímenes laborales de terror que proliferan en los contextos migratorios, pero no sólo ahí. Los sectores de la economía informal son también caldo de cultivo de sobreexplotación, precariedad y violencia contra las mujeres. Además, como migrantes, las trabajadoras son racializadas y excluidas de los derechos de ciudadanía. Son así, aún más segregadas y estigmatizadas, siendo carne de cañón al servicio de una maquinaria de abusos y explotación ante la que la sociedad, fascinada con los datos de los beneficios crecientes, cierra los ojos.
Ahora cabe preguntarse ¿cuál es la posición moral de estos hombres? El abuso de poder de los hombres sobre las mujeres, como estamos viendo tristemente en los últimos años en las noticias, es una práctica para ciertos hombres, aún hoy, naturalizada, pues las mujeres siguen siendo consideradas en su acervo cultural, su cortijo, su propiedad. La herencia histórica en España de hace poco más de 40 años así lo avalaba, las mujeres se debían a sus maridos y éstos tenían que autorizarlas para la realización de ciertas actividades, o simplemente recordemos que las mujeres en España no pudieron votar hasta 1933. Es decir, la dominación masculina sobre las mujeres ha sido legitimada por toda una estructura social que, históricamente, ha tenido sus especificidades caciquiles en el campo español.
Las revelaciones y denuncias de las temporeras marroquíes de la fresa en Huelva hay que analizarlas desde un enfoque interseccional, situándolo en este escenario de desigualdad de género, pues las condiciones de las mujeres marroquíes les ubica es espacios de mayor precariedad socio-laboral en este sistema patriarcal, donde se cruzan otras categorías de desigualdad que lo agravan, tales como su condición de migrantes, el color de su piel, su vestimenta, o la barrera lingüística. Sólo viendo cómo afecta el patriarcado cruzado con el género en condiciones de subalternidad, podremos entender la mayor precariedad socio-laboral que afecta a las mujeres migrantes racializadas y originarias de países que, en el pasado, fueron colonizados, pero cuyos gobiernos, hoy, son cómplices de estas prácticas abusivas por no exigir contratación en origen sin discriminación.
En los campos de cultivo tanto de Huelva como de California, con temporeras marroquíes o con migrantes indocumentadas indígenas, respectivamente, fenómenos como el racismo, la discriminación, el machismo, el pensamiento colonial y la explotación laboral impactan sobre las trabajadoras con un claro sesgo de género, que se suma a las vulnerabilidades múltiples que se van entrecruzando, donde los estereotipos culturales y étnico-raciales tienen un componente de primer orden que potencia el abuso de poder ejercido a través de la violencia sexual, aumentando la discriminación sobre las mujeres migrantes.
La demanda de mano de obra poco cualificada, femenina y barata que se requiere desde Huelva, intensifica la llegada de mujeres marroquíes para trabajar en la recogida de la fresa y los frutos rojos. Y esta contratación de mujeres ya no sólo está marcado por la precarización y los bajos salarios, sino, también, ominosamente, por la violencia sexual. Mujeres, organizaciones feministas de toda España y organizaciones sindicales, la mayoría minoritarias, han salido a la calle para denunciar lo que está pasando el 17 de junio en todo el país.
Se deben articular las demandas de justicia necesarias para que ninguna mujer, sea cual sea su origen, raza, etnicidad o empleo, quede fuera del marco de derechos de ciudadanía, y de los derechos humanos, con el objeto de acabar con la impunidad que están viviendo las mujeres marroquíes y de otras nacionalidades trabajadoras en los campos de cultivo. Tenemos que erradicar los regímenes laborales de terror.