Tenía 13 años. Lo que más me gustaba era la música y la fotografía así que buscaba en foros de internet gente afín con la que compartir gustos y hacer planes. Las redes sociales eran algo relativamente nuevo, no teníamos información ni formación, y algo que te hacía sentir bien no podía traer nada malo.
Quedé con un ciber-amigo y cuando nos vimos Javi no era Javi: era Javier. Un señor mayor, trajeado y bastante asqueroso. Quise irme pero me retuvo. A plena luz del día me metió en su coche, me violó y lo grabó.
Desde entonces por las mañanas era una niña y por las tardes una “zorra”, una “puta”, una “haz lo que digo o ya verás”. Me escribía casi todos los días. Si no quedaba con él difundiría el video por internet, por mi barrio y mi colegio.
Yo iba al colegio del barrio de toda la vida: mi madre fue a ese cole, mis tías también, mis hermanas… ¡Hasta mi abuelo trabajó ahí!
A mis compañeros y compañeras les encantaban los cotilleos, como a casi todos los adolescentes. Supongo que es por el aburrimiento o la telebasura: bastaba que se asomase una chispita para montar un incendio. Ni de broma quería que todo el mundo se enterase de lo que me había pasado y llevar para siempre el estigma en la frente. Qué tontería, pienso ahora. ¡Estigma el suyo! Yo no hice nada malo. Pero es que “no se queda con desconocidos”, “cuidado con lo que te pones”, “¿por qué no quedas con tus compañeros del colegio?”. Yo me lo busqué y me iban a echar una bronca enorme, así que preferí ceder al chantaje ahogada en la culpabilidad. Me sentía sola y tenía miedo, ese miedo que repetimos tanto las personas que hemos sido violadas y que nadie parece entender.
Había semanas en las que no tenía noticias suyas: esas eran las semanas buenas. Luego volvía. Y así durante dos años. Dos años en los que no podía pasear a gusto por la calle, en los que no podía mirar mi cuerpo sin percibirlo raro y en los que me sentía una ficción. A pesar de esto, me acabé acostumbrando.
Tenía una vida paralela y se creó una brecha entre mi yo público y mi yo interno. Creo que a día de hoy arrastro esa disociación y a menudo me hace sentir realmente mal.
El otro día el conté a una amiga que a veces, cuando hago algo malo, hablo conmigo misma frente al espejo y me entra la risa, como si yo no fuese yo. Por no hablar de mis inseguridades o de mi dificultad de juntar amor y sexo en la misma ecuación. ¿Quizá por esto siempre tengo amores platónicos y ninguno real?
Mi vida no se parecía nada a la de la mayoría de chicas de mi edad y me costaba entenderlas. Me sentía mejor refugiándome en libros o pelis. Una profesora dijo que yo era “el abogado del diablo” porque llevaba la contraria a todos.
Por suerte encontré a dos personas que me salvaron: Laura, una compañera de clase, y Mariángeles, mi profesora de lengua.
Acabé contándole a Laura lo que me pasaba. Esa noche no pudo dormir, se lo dijo a su madre, su madre a mi profesora, luego llegó al piscólogo del colegio, a la directora y finalmente a mis padres. Antes de avisar a mis padres la directora tuvo que comprobar que no me lo estaba inventando para llamar la atención. Un familiar me dijo que le había hecho mucho daño a mis padres.
Si no llega a ser por Laura, probablemente jamás nadie hubiese sabido acerca de esta historia y quién sabe dónde estaría yo.
Fuimos a comisaría y conté todo lo que recordaba. Muchas preguntas, pocos datos. Es curioso cómo la cabeza borra lo que no quiere recordar. Tomaban declaración de todo lo que decía. Luego me daban un escrito que todos firmábamos. Recuerdo asomarme por la escalera de casa, escondida, y ver a mis padres y mis hermanas reunidos en el salón leyendo mis declaraciones. Yo me moría de vergüenza. Ellos no entendían cómo no se dieron cuenta. Todos nos sentíamos impotentes.
La policía me pidió que mandase un SMS al agresor para así pillarle. Tenía que decirle que quería quedar. Entre esto y el resto de pistas, le cogieron. Me dijeron que en su casa encontraron vídeos de otras chicas.
Mi nueva vida ahora era esta: ir a la policía todo el rato y estar incómoda en casa. Recuerdo vivir en una montaña rusa de emociones y a veces me enfadaba con Laura por haberme cambiado la vida. Yo lo que quería era estar tranquila y disfrutar.
Me sentí tremendamente comprendida, y en cierta manera en paz conmigo misma, cuando leí la Teoría King Kong de Virginie Despentes. He aquí alguna de las reacciones que mi narración ha suscitado: “¿y has hecho autoestop después”. Porque yo contaba que no se lo había dicho a mis padres por miedo a que me encerraran en una caja fuerte por mi bien. Porque evidentemente había vuelto a hacer autostop. Menos contenta, menos cordial, pero lo he vuelto a hacer. Hasta que otros punkis me dieron la idea de viajar en tren a golpe de multa no conocía otra manera de ir a un concierto en Toulouse el jueves y a otro el sábado en Lille. Y en esa época, ir a un concierto era más importante que cualquier otra cosa. Justificaba cualquier riesgo. Nada podía ser peor que quedarme en mi habitación, lejos de la vida, cuando ocurrían tantas cosas fuera.>>, cuenta en el tercer capítulo del libro.
La justicia es muuuy lenta. Tuvieron que pasar dos años hasta que se celebró el juicio. Dos años de incertidumbre con una orden de alejamiento en el cajón. Me recuerdo contando chistes en la sala de espera del juzgado. Ahora que lo pienso, siempre que tengo algún problema o me siento triste hago chistes.
Gané el juicio, o eso me dijeron. “Los peritos han visto los vídeos y ha quedado comprobado que estabas siendo forzada y chantajeada”. 3 años de cárcel y 6000€. Qué victoria. Yo tenía 17 años, nunca había oído hablar de feminismo ni había compartido mi historia con otras mujeres. Tampoco lo cuestioné. Por entonces era legal que una persona de 13 años tuviese relaciones con un adulto. También, como ahora, se usaba un código penal de 1995 en el que se establecía que si no hay violencia física no hay violación. Así que fue otra condena más por abuso, donde debió ser una condena por pederastia y violación.
No fue hasta 2015 cuando España elevó la edad de consentimiento a los 16 años, como en Reino Unido, Bélgica, Finlandia, Suiza y Noruega. Francia, Grecia, Suecia y Holanda la tienen en 15. En Italia, Alemania, y Portugal está en 14. Luego hay países con leyes bizarras: en Chile es a los 14 años para sexo heterosexual y 18 para el sexo homosexual.
Hace unas semanas, hablando con mi tía sobre el caso de la Manada, me enteré de que el SMS que la policía me hizo mandar fue una de las pruebas que la acusación usó en mi contra. “¿Veis? Ella quería quedar con él.” Ni la policía ni mi abogada supieron reaccionar y demostrarlo. Nadie solicitó un aplazamiento y al parecer a todos les pareció bien la sentencia. O igual simplemente querían no tener que oír hablar del tema. Nunca estás del todo preparado para sufrir. Y yo lo que quería era estar tranquila y disfrutar.
Esta fue la primera vez en años que hablé del tema con alguien de mi familia. Gracias a mujeres valientes que están denunciando y publicando sus historias ahora podemos sentirnos menos solas, más arropadas. Gracias a esto yo puedo hablar de mi historia un poquito más tranquila, sintiendo que me van a entender mejor, a juzgar menos, porque se está más informado. Siento que esto es parecido a lo que la madre de Sandra Palo dijo hace unas semanas.
He visto a decenas de personas decir que estamos haciendo una caza de brujas, que no hemos estado en el juicio, que las mujeres también podemos mentir y que hay que ser civilizados y confiar en la ley. No necesito entrar a otro juicio más: desde niña sé que las leyes están vacías y podridas; que «la igualdad» como tal no existe, sino que son personas con sus ideologías y equivocaciones las que diseñan esa igualdad; que las pruebas las ven ojos humanos, cargados de ideología y prejuicios; que no existen ojos imparciales igual que no existe la Justicia.
A los meses de entrar en la cárcel me enteré de que mi violador había muerto: se suicidó en su celda. No me alegré, no sentí alivio. Sentí una profunda tristeza. Yo había sido víctima del machismo y su violencia de género, pero él también había caído bajo el mismo opresor. Ahora éramos dos personas destrozadas y lo que me hubiese puesto alegre es que no hubiese habido ninguna.
Laura Carrascosa Vela, abril de 2018
Me llamo Elena, soy especialista en Clínica y Psicoterapia Psicoanalítica. Me gustaría aclarar primero que cuando Laura me propuso que escribiéramos juntas, me envió su narración vivencial y yo, después de leerla, he tratado de conectar su sincero y valiente relato con los fenómenos observados y teorizados desde la Clínica Psicoanalítica. Pero el relato de Laura no está contaminado de teorías, sino que es la vivencia que tuvo de toda aquella etapa y de cómo ese pasado está presente hoy.
En esta parte del artículo me propongo hacer un recorrido que aumente la comprensión del impacto psíquico y emocional que suponen los ataques, abusos y agresiones sexuales. La pretensión es no quedarnos sólo en el ya conocido estrés postraumático, sino tratar de profundizar en lo que hace que este tipo de violencias sean tan devastadoras para las supervivientes.
¿Qué ocurre en la mente de una persona que ha sufrido o sufre violencia sexual y cómo puede esto afectar a su vida?
En el momento de sufrir una agresión sexual experimentamos una gran amenaza de la que no podemos escapar. Nos olvidamos de nuestra propia persona y nos convertimos en lo que el agresor espera de nosotras. Es el fenómeno de identificación con el agresor, que describió Sándor Ferenczi, por el cual potenciamos nuestras posibilidades de supervivencia durante el ataque. Para poder convertirnos en lo que el agresor espera de nosotras necesitamos meternos en su mente, o sea, identificarnos con él. Tenemos que anular lo que estamos experimentando y sólo pensar, sentir y comportarnos como el agresor espera con el objetivo de salvar la vida.
Jay Frankel (2002) nos explica que una de las variantes de la identificación con el agresor consiste en llegar a tal grado de identificación que “la víctima termina complaciendo, no sólo con su conducta, sino también con sus emociones, al agresor”.
Esto nos permitiría comprender también el Síndrome de Estocolmo, en el cual el grado de indefensión de un prisionero “puede llevarle a desarrollar sentimientos de simpatía, amor o adoración hacia los captores. Sentir igual que la otra parte nos permite representar el papel requerido sin tacha.”
También nos explica que “durante un ataque opresivo e ineludible, la víctima se rinde al atacante. Renuncia a su propio sentido del self y a sus reacciones y sentimientos personales, es decir, disocia grandes porciones de su propia experiencia, tanto por resultarle intolerable como porque representa un peligro real. (…) Con la esperanza de que le será permitido sobrevivir, la víctima utiliza su capacidad de identificación para rehacer su mente y su conducta adecuándolas a una imagen apropiada para la mente del atacante. Al mismo tiempo, pone en su propia mente aspectos de la realidad externa y crea fantasías que le permitan vivir con lo que está sucediendo y con lo que sucedió.”
Para lograr vivir con lo sucedido nos disociamos, otro mecanismo de supervivencia psíquica que nos asiste si sufrimos un trauma. Disociamos durante el ataque y también después, si salimos vivas. Tapamos todo aquello que nos pueda exponer al peligro, escindimos nuestra experiencia, identidad e imagen corporal. Y esa disociación corporal es la que convierte nuestro propio cuerpo en extraño y la que nos hace vivir la posterior sexualidad, o bien desde nuestro yo traumatizado -que se llena de ansiedad en el acercamiento íntimo- o desde nuestro yo disociado -con despreocupación y desinhibición, pero sin sentir la conducta como totalmente propia y espontánea-.
Cuando disociamos alguna vivencia, es como si pusiéramos en un cajón de nuestra memoria el episodio ocurrido y en otro diferente la experiencia emocional que tuvimos cuando ocurrió ese episodio. Así, si hay algún estímulo que activa la memoria traumática, por ejemplo, esa intimidad física o un enfrentamiento con alguien, se vuelve a separar lo que está ocurriendo de la reacción emocional que estamos teniendo, como si desconectásemos emocionalmente y saliéramos de la situación que produce ansiedad. Esta escisión de memorias se puede ir resolviendo en Psicoterapia, ya que la relación terapéutica aporta una seguridad y respaldo suficientes como para recorrer las memorias emocionales e ir uniéndolas así con su correspondiente recuerdo episódico. Este proceso produce una identidad más integrada y mejor manejo emocional.
Las violencias sexuales tienen otras consecuencias sobre la sexualidad: las víctimas de violación quedan predispuestas a vivir nuevamente relaciones de abuso o maltrato. Bien porque no hayan podido desarrollar una identidad suficientemente fuerte e integrada que permita alejarse del peligro, bien porque la autoestima ha quedado tan dañada que la persona siente que eso es a lo que puede aspirar… o quizás sencillamente porque persiste la esperanza de volver a enfrentar activamente lo que se vivió con indefensión en el pasado, lo que dificultaría alejarse de la relación dañina.
Me gustaría hablar también de las dos eminentes secuelas de la violencia sexual: la vergüenza y la culpa. Vergüenza y culpa por haber sido anulado y pisoteado, por haberse convertido en lo que el agresor esperaba, sintiéndose una especie de cómplice del daño, cuando sencillamente fue la mejor opción que encontró nuestro organismo para sobrevivir; vergüenza y culpa porque una intenta adquirir cierta sensación de que podría haberlo controlado y lograr así no sentirse en la absoluta desprotección.
Como dijo Fairbairn, es preferible “ser el pecador en un mundo regido por Dios, que vivir en un mundo regido por el Diablo.” (1952, p. 67). Éste es un mecanismo de supervivencia psíquica, llamado autoinculpación defensiva, que consiste en culparnos para proteger a nuestro psiquismo de algo que resulta intolerable. Ocurre de forma predominante en las víctimas de violación y deja unas secuelas muy severas en la mente de la superviviente, más aún si las agresiones se han mantenido en el tiempo o si el perpetrador fue un familiar. (Walker, 2009).
La culpabilidad resulta muy difícil de deshacer puesto que está potenciada por los roles de género arraigados en la cultura (Díaz-Benjumea, 2011). En nuestra mente ha quedado registrado que la mujer debe ser más débil y discreta que el hombre, menos agresiva y poderosa, que debe ser receptora de la sexualidad del hombre, que tiene como papel natural el cuidado de la familia, que puede producir un deseo descontrolado en el hombre, que no debe desinhibirse en su sexualidad ni tener sexualidad con muchas personas porque entonces dejaría de ser fiable, responsable, femenina, equilibrada…
Estos roles de género fomentan un descrédito básico e inconsciente hacia la mujer, legitimando y protegiendo al agresor, a la vez que aislando y silenciando a las supervivientes. Es el caldo de cultivo perfecto para la proliferación de agresores sexuales y de otros tipos de violencia o maltrato. En base a ello, como ya hemos podido ver en distintos casos conocidos, siempre hay un argumento para que la agresión quede justificada y para situar su causalidad en la conducta de la víctima de violencia sexual.
Posteriormente a la propia agresión, lo que la superviviente encontrará -si logra sacar fuerzas para explicarlo-, son unos interlocutores que lo primero que activarán en sus mente serán una serie de dudas y sospechas acerca de si la conducta de ella fue correcta o incorrecta, es decir, si el agresor ha sido el verdadero y único culpable del ataque traumático. Esta sería la traumatización secundaria que ejerce la sociedad al cuestionar la credibilidad de la víctima o al juzgarla por haber recibido el ataque. En Clínica se considera esta forma de trauma más perniciosa incluso que la propia agresión sexual. Así pues, “el telón de acero de vergüenza y el descrédito le quitan la palabra a la víctima” (Dio Bleichmar, 2018), impidiéndole así explicar lo que ha ocurrido e intentar elaborar su historia para poder seguir adelante.
El movimiento feminista, que ha sido tan desacreditado anteriormente, se está viendo mucho más fortalecido aumentando la conciencia feminista en nuestra sociedad, pero tenemos que convencernos de la necesidad de información y formación de calidad. Esta necesidad de formación es especialmente acuciante en los sectores profesionales de la seguridad, la justicia y la salud, puesto que serán los lugares a los que van a seguir llegando víctimas y en los cuales tenemos la posibilidad de, o bien ejercer esa traumatización secundaria más dañina que la propia agresión, o por el contrario, ofrecer una red de comprensión y apoyo que ayude a las personas dañadas a reconstruirse.
Afortunadamente, como nos explica Emilce Dio Bleichmar en su fantástico artículo Cuando las gotas forman un torrente. El movimiento #MeToo (2018), el movimiento Me Too ofrece una esperanza de sororidad que unida a la valentía de las y los supervivientes, está posibilitando que afloren narraciones como la de Laura y muchas personas logren romper el silencio. Este momento de cambio social puede ser realmente transformador. Sigamos formando un torrente.
Ilustración Carol Caicedo.
Bibliografía
Bleichmar, H. “La esclavitud afectiva: clínica y tratamiento de la sumisión”, Aperturas Psicoanalíticas, 2008, no 28. Recuperado de http://www.aperturas.org/articulos.php?id=389
Díaz-Benjumea, D. “Mecanismos psíquicos implicados en la tolerancia de las mujeres al maltrato. Un enfoque de subtipos de mujeres maltratadas”. Aperturas Psicoanalíticas, 2011, no 037. Recuperado de http://www.aperturas.org/articulos.php?id=0000696
Dio Bleichmar, E. “Cuando las gotas forman un torrente. El movimiento #MeToo”. Aperturas Psicoanalíticas, 2018, no 57. Recuperado de http://www.aperturas.org/articulos.php?id=0001012&a=Cuando-las-gotas- formanun-torrente-El-movimiento-MeToo
Fairbairn, W.R.D. (1952). “Psychoanalytic studies of the personality. London: Routledge”. Recuperado de Aperturas Psicoanalíticas, 2008, no 028. http://www.aperturas.org/articulos.php?id=389
Frankel, J. “Exploring Ferenczi ́s concept of identification with the aggressor. Its role in trauma, everyday life, and the therapeutic relationship” fue publicado originariamente en Psychoanalytic Dialogues. A Journal of Relational Perspectives, vol. 12, No. 1, p. 101- 139. Copyright 2002 de Analytic Press, Inc. Recuperado de Aperturas Psicoanalíticas, 2002, n.o 11 http://www.aperturas.org/articulos.php?id=0000201
Walker, L.E.A. The battered woman syndrome, New York: Springer Publishing Company, 2009 . Recuperado de Aperturas Psicoanalíticas, 2011, no 037, http://www.aperturas.org/articulos.php?id=0000696
15 años sin Sandra Palo: https://www.elespanol.com/reportajes/20180516/sin-sandra-palo-asesinato-manada-incendiaria-calles/307720375_0.html