La prostitución, que siempre ha estado en la calle por definición, es ahora también un obligado tema de discusión de las asociaciones de mujeres y las organizaciones de todo tipo, políticas, sindicales o sociales. Todas ellas tienen la urgente necesidad de fijar una postura explícita y sin ambigüedades que explicite cual es el tratamiento que debe recibir un fenómeno sobre el que hay muchos puntos de consenso, pero algunos disensos especialmente irreconciliables.
Es un debate que ha sido en el pasado, bronco y ácido y se ha mantenido frecuentemente desde la emoción y no desde la razón. Que afecta a muchos más temas de los que parece a primera vista. Es un asunto difícil que se presta a la demagogia y a la manipulación, al maniqueísmo y la simplificación. Un tema que, como las muñecas rusas, esconde una infinidad de subcategorías e implica un sinfín de posicionamientos secundarios que concluyen en la posición final.
Sin embargo, su debate social, político y sindical es urgente e imprescindible para buscar líneas de acción concluyentes que eviten la parálisis y la fragmentación de las iniciativas que sólo restan eficacia y alimentan la permanencia del problema. Porque la existencia de un problema es uno de los puntos de confluencia del que se debería partir, al igual que de la confianza en la sincera voluntad de darle solución, por parte de todas las partes implicadas.
Por eso, existe un requerimiento previo al debate, anterior a entrar en honduras argumentativas. Dada la crispación que produce y la profunda división que establece entre quienes participan, es necesario afrontarlo desde la objetividad y la racionalidad, como una oportunidad de sumar talentos y capacidades para conseguir la mejor conclusión.
Es una oportunidad de oro para el movimiento feminista de demostrar dónde está la diferencia de la que tanto se enorgullece que le permite resolver conflictos, desde la colaboración entre iguales. No desde la violencia y la imposición, sino desde la empatía y la sororidad. Es el desafío de no armar una guerra sangrienta, donde se embiste a quien no piensa igual, y se le combate con ferocidad en función de sus opiniones, llegando al insulto y a la descalificación personal.
No es nuestro estilo. No debe ser nuestro estilo. Siendo admisibles y legítimas las críticas más contundentes a las opiniones divergentes, se ha de hacer frente común cuando la discrepancia deriva en el cuestionamiento de la honestidad del adversario dialéctico en busca de su exclusión del espacio de debate.
Es necesario ser capaz de crear un espacio de debate, donde todas las opiniones sean bien recibidas y no se busquen victorias teóricas que causen heridas físicas. Donde lo único que esté excluido sea la falta de respeto y se garantice la libertad de opinar sin facturas, ni penalizaciones. Si algo hemos aprendido en nuestra historia reciente es que juntas somos invencibles frente a un patriarcado que percibe, aliviado, la debilidad surgida de nuestra desunión.
Buscamos conclusiones, no victorias. Y aunque es posible que no existan las que a todas satisfagan, no hay ninguna obligación, ni necesidad, de uniformar, ni imponer un pensamiento único. Pero sí la hay de buscar consensos mínimos que permitan avanzar en el interés que sinceramente nos une como feministas: impedir que nadie siga sufriendo explotación o discriminación, viendo lesionados sus derechos por su condición de mujer. Conseguirlo, lo sabemos bien, no es nada fácil. Requiere de profundos cambios estructurales que afectan de lleno al sistema patriarcal y capitalista en el que vivimos. Para transformarlo, todas somos necesarias.
Mar Vicent
Septiembre 2018
Debatiendo sobre el debate
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