Cuando John Everet Millais le pidió a Elizabeth Siddall que fuera su modelo para pintar en 1851 el cuadro que tituló “Ofelia” y que hoy se encuentra en la Tate Britain de Londres, parece que predijo su futuro. Ofelia, personaje ficticio de la obra que William Shakespeare escribió hacia el 1600 con el título “Hamlet”, era una joven noble danesa hija de Polonio, hermana de Laertes y enamorada del protagonista de la obra.
Su nombre, procedente del griego y cuyo significado es “la que socorre o ayuda”, representa en la obra literaria el paradigma de la mujer insegura, inestable, carente de voluntad, dependiente y frágil emocionalmente en las manos de un hombre. Ofelia es la constante manipulada que nunca pone resistencia a las voluntades de los personajes masculinos que marcan su vida. Necesita un guía y su felicidad se halla en complacer a los demás olvidándose de ella misma, lo que le llevará a un trágico final que es el suicidio, y que se narra en el cuarto acto de la obra, cuando ella ya inmersa en su locura subida a un sauce canta e intenta ornamentarlo, cayendo y precipitándose a la deriva del río.
En un óleo sobre lienzo de 76,2 x 111,8 cm., Millais recoge el momento en que ella, muerta, flota en el agua rodeada de un buen número de flores cada una con un significado simbólico: recuerdos, dolor de amor, inocencia y desesperación.
Millais, siguiendo los principios centrales del Prerrafaelismo y la fidelidad a la naturaleza, trabajaba hasta 11 horas diarias en esta obra, las mismas que la modelo pasaba sumergida en una bañera vestida, en invierno y cuyas aguas se trataban de entibiar con unas velas colocadas bajo la tina. Muchas veces las velas se apagaban y el agua quedaba helada. Ella siguió posando hasta enfermar gravemente de neumonía, motivo por el cual el padre de Elizabeth denunció a Millais obligándole a pagar los gastos médicos.
Elizabeth Eleanor Siddall nació en Londres el 25 de julio de 1828 y falleció en la misma ciudad el 11 de febrero de 1862, suicidándose a los 33 años.
Su madre, Eleanor Evans, casada con Charles Crooke Siddall, ayudaba a éste en un pequeño negocio que poseían y en el cuál el Sr. Siddall presumía de descender de una familia noble. Familiarmente la llamaban Lizzie.
Lizzie, nació en plena época victoriana (1837-1901), exacerbada de moralismos y disciplina, con rígidos prejuicios y severas interdicciones y dónde los varones dominaban tanto la escena pública como la privada, mientras las mujeres quedaban recluidas al sometimiento y cuidado de los hijos. El ahorro, el afán de trabajo, los deberes de la fe y el descanso dominical eran valores de gran importancia. En ese puritanismo, la castidad era una virtud vital y la insatisfacción femenina tratada como un desorden de ansiedad, como una enfermedad que era tratada con fármacos y psicoanálisis.
Aunque Lizzie no acudió a la escuela, su madre le enseño a leer y escribir, desarrollando desde pequeña una gran pasión por la poesía. A los 20 años y para percibir ingresos empezó a trabajar como modista de sombreros en una tienda en Londres, tarea que compatibilizaba con la escritura que también le proporcionaba ganancias.
Alejada de los cánones de belleza del momento, era llamativamente alta y delgada y su pelo cobrizo inusual llamaba la atención. En la tienda donde trabajaba fue descubierta por Walter Howell Deverell, uno de los fundadores de la Hermandad Prerrafaelista quien, embaucado por su peculiar belleza no dudó en presentarla a Millais y Rossetti que la convirtieron en su musa.
Sus orígenes humildes, Lizzie los solapaba con dulzura y aparente dignidad que en realidad escondían una falta de autoestima, vulnerabilidad y fragilidad que expresaba en versos llenos de amor, desamor, pasión, ternura y tragedia revelando una tristeza interior, opaca y eterna de la que abusó hasta destruir Dante Gabriel Rossetti, a quien conoció en 1853 cuando tenía 25 años.
Convencida por éste para convertirse en su musa exclusiva, Lizzie abandonó el trabajo en la sombrerería y se mudó a vivir con él, de familia acomodada y erudita. Su familia la rechazó y jamás vio con buenos ojos la relación. La fuerte personalidad de él sumada a su fragilidad la aislaron perdiendo ella contacto con su familia. Recluida todo el día en la casa, él a la par que la utilizaba como modelo la enseño a pintar, despreciando su labor de poetisa. Rossetti le cambió el apellido y la llamó Sidal en vez de Siddall. Pronto empezaron las infidelidades y, por la oposición de la familia de él en varias ocasiones se pospuso el matrimonio. Lizzie a consecuencia de los desprecios, cada día estaba más delgada, anoréxica, enferma. A escondidas seguía escribiendo poemas cuyos títulos eran “Amor muerto”, “El paso del amor”, “Perdidos”, “Amor y odio” y “Agotada”, entre otros. Pese a su aspecto cada día más deteriorado Rossetti en sus obras la idealizaba ocultando la grave situación.
A diferencia de él, y con grandes dotes para la pintura, Lizzie se representaba a sí misma como un ser opaco, triste y oscuro, como un juguete roto en manos de la indiferencia que le rodeaba y de una relación tormentosa que la minaba. Años después el crítico de arte John Ruskin compró todas sus obras entre ellas óleos, acuarelas y bocetos inspirados en temas medievales idealizados.
Finalmente Siddall y Rossetti, un miércoles 23 de mayo de 1960, se casaron en la iglesia de Saint Clement en la ciudad costera de Hastings.
No hubo familiares ni amigos presentes, y actuaron como testigos solo un par de personas encontradas en la ciudad. Su salud era tan precaria que, pese a vivir a cinco minutos caminando hasta la iglesia, tuvo que ser ayudada para llegar. La tristeza y la ansiedad por la situación vivida agravaban su estado, y ella para sobreponerse empezó a consumir láudano hasta convertirse en adicta. En 1861 quedó embarazada, pero dio a luz una niña prematura muerta, lo que le provocó una depresión posparto. La maternidad en aquellos tiempos, era uno de los motivos de la existencia de la mujer. El no poderlo cumplir la hundió más.
A finales de año había vuelto a quedarse embarazada, pero a los tres meses, en febrero de 1863, terminó suicidándose con una sobredosis de láudano. Rossetti ordenó quemarla, ya que el suicidio entonces era inmoral, ilegal y habría traído el escándalo a su familia e impedido su entierro en un cementerio.
Antes de ser enterrada Rossetti escondió junto a ella en el ataúd un cuaderno con la única copia de sus poemas inéditos y escondidos. En los años siguientes, Rossetti empezó a obsesionarse con desenterrar su poesía y publicarla. Finalmente, él y su agente literario Charles Augustus Howell consiguieron un permiso de exhumación en 1869 para poder recuperar el cuaderno. Rossetti no se atrevió a estar presente y Howell lo rescató. Varios poemas estaban casi ilegibles, con las hojas roídas por los gusanos. A pesar de ello, los publicó en 1870.
Elizabeth Siddall fue poetisa y pintora en una época y circunstancias en las que de una mujer se esperaba lo contrario de lo que era ella y un hombre que jamás la reconoció como compañera, sino como una posesión a la que jamás prestó atención ni amor pero que impidió se realizase como mujer hasta llevarla al suicidio, otra forma de asesinato por violencia machista no visibilizada y cuya raíz es el maltrato psicológico.
Ha pasado más de un siglo y la muerte por suicidio continúa ocultándose, así como no relacionándose con la violencia machista. Anualmente en España, y como consecuencia de agresiones físicas son asesinadas entre 60 y 80 mujeres víctimas de violencia de género, sin embargo el maltrato y la violencia psicológica que provoca problemas físicos y mentales y en muchos casos terminan en suicidio son cifras que se ocultan.
Se calcula que el maltrato es la causa del 25% de los intentos de suicidio en todas las mujeres, lo que sumaría a las cifras oficiales entre 200 y 250 mujeres más que han perdido la vida a consecuencia de la violencia de género. Son víctimas no visiblizadas. Si es una circunstancia extrema que una mujer sea asesinada a manos de su pareja o ex pareja, no lo es menos que durante años y a consecuencia de las vejaciones, los insultos, desprecios y tortura psicológica, no encuentre otra solución que quitarse la vida.
La vida al lado de un maltratador discurre con miedos, fatiga, estrés, desordenes en el sueño, dependencia y un estado de alerta continuo, lo que inevitablemente supone disfunciones psicológicas importantes difíciles de demostrar en el sistema sanitario y/o judicial. Siendo ello producto de hechos continuados, frecuentes, en escalada y en círculo. Las mujeres víctimas continúan sometidas muchas veces incluso no siendo conscientes de la situación que viven y culpabilizándose a sí mismas, puesto que son víctimas del sometimiento.
La cultura del “tienes que aguantar”, “calladita estás más guapa” o “es que ella es de alivio” propicia que las mujeres permanezcan en esas relaciones dañinas además de la falta de alternativas, el temor a la desaprobación social y el pánico a perder a sus hijos. Los asesinatos machistas se producen cuando la mujer decide finalizar la relación, hasta entonces persiste el maltrato psicológico.
Anulada psíquicamente, debilitada físicamente y aislada de su entorno la mujer pierde progresivamente la credibilidad y sus dolencias son diagnosticadas como depresión, ansiedad, falta de autoestima o histeria, todo salvo indagar en su realidad y comprender las causas de su situación. Así y por tanto, ante la incomprensión y la culpabilización son mayores los casos de suicidio que de asesinato puesto que por la falta de apoyos y recursos la salida del maltrato las mujeres la contemplan más eficaz a través del suicidio que de la denuncia.
Ansiolíticos, analgésicos y tranquilizantes forman parte de la dieta diaria de una mujer víctima de malos tratos, puesto que una forma de sobrellevar la situación. No es de extrañar por tanto que acudan a la sobredosis de estos fármacos para terminar con sus vidas, unas vidas aparentemente suicidas pero derivadas de un asesinato directo.
Por tener mayores dificultades para abandonar la relación, percibir que el maltratador jamás desaparecerá de sus vidas o por el deterioro psicológico y social vivido son más numerosas las mujeres que se suicidan con hijos que las que no los tienen.
Las cifras de mujeres víctimas de violencia de género no pueden darse únicamente en función de los asesinatos físicos, hay muertes lentas, silenciosas y agónicas que forman parte del feminicidio, unas y otras son el resultado del dominio ejercido por el hombre sobre la mujer y a ambas situaciones hay que darles eco y poner recursos que prevengan e impidan estos dramáticos finales.
El suicidio de la víctima de violencia machista, las no visibilizadas: Elizabeth Siddall
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