Edgar Degas es considerado como un pintor impresionista, sin embargo sus escenas interiores cargadas de crítica social lo apartan de este movimiento artístico y lo acercan a un realismo clasicista de otros maestros franceses como Ingres y Delacroix, su obra “Interior” es muestra de ello.
Aunque hoy se encuentra en el Museo de Arte de Philadelphia, desde que la pintó en 1868 la mantuvo más de 40 años en su estudio, como si se tratara de un talismán que el mismo autor catalogaba como “su pintura de género”. La obra, en 1912, antes de que falleciera su autor, se rebautizó con otro nombre “La violación”.
“Interior” o “Violación”, la escena resulta perturbadora e invita a pensar en la violencia doméstica que día a día en silencio viven demasiadas mujeres. La historia de esas dobles personalidades que entre compañeros, vecinos y amigos son cordiales y amables a la par que monstruos en casa, la historia de María:
“Siempre era amable con los vecinos. Siempre daba los buenos días en la escalera o en el ascensor. Siempre una sonrisa cordial. Siempre. Menos en el interior.
Ella se encargaba de tener siempre preparada su camisa por la mañana, y su pantalón, con la raya bien marcada con la plancha. Le preparaba el café con dos cucharadas de azúcar colmada, como a él le gustaba y cuatro galletas que, reblandecidas, terminaban en el poso de la taza. Intentaba servirle con alegría, pero no podía, le faltaba respiración. Él desayunaba vestido con traje. Ella le atendía con guardapolvo, siempre retirándose el pelo tras de las orejas, siempre quitándose el sudor de las manos en el delantal, siempre haciendo el mínimo ruido para que los niños no se despertaran y él estuviese en paz.
La anónima mujer que aparece en la obra de Degas es María, las muchas Marías que aprendieron a consentir para evitar golpes y trompazos, la de muchos violadores que alegan que no la han forzado a nada.
Cuando a las 7.30 cruzaba la puerta para ir a trabajar ella respiraba hondo el aire fresco que entraba. Se maquillaba. Necesitaba varias capas para cubrir alguno de los hematomas que él le dejaba. Tapaba su fealdad y, cubiertos, se miraba con dignidad. Después se peinaba intentando ahuecar su pelo teñido para tapar las canas y la raya. Se vestía, discretamente, por supuesto. Era un ceremonial diario que terminaba buscando el brillo de la mirada en el espejo, y nunca encontraba.
A continuación levantaba a los niños y, mientras se vestían, les calentaba la leche. A ellos les gustaba caliente. Aunque uno tenía 13 y otro 15 años, les preparaba unos bocadillos y un zumo para tomarlos en el instituto. Los acompañaba en coche, la costumbre de los años se había convertido en obligación. Aparcaba a varios metros de la puerta, desde dónde veía que sus hijos se alejaban.
A continuación iba a casa de su suegra dónde repetía otro café. Ella administraba el dinero, de modo que todas las mañanas pasaba para explicarle las cosas que necesitaba comprar y su suegra se lo daba. Agradecida aprovechaba para hacerle las compras a ella. La consideraba su segunda hija y le repetía constantemente que era muy afortunada porque no le faltaba de nada. Son caracteres difíciles, hija, le decía, aguantan mucha presión en el trabajo, se ocupan de las facturas, de los gastos, es normal que lleguen a casa y exploten. Recuerda que tú eres el ángel de su hogar.
Y se lo creía…… y aguantaba y hasta se sentía dichosa por tener en su vida un hombre que la cuidaba, que la protegía y mantenía. Además, debía aprender el papel para en un futuro ella cuidar de sus hijos, cuidar de sus nueras.
Sin demasiadas prisas, pero sin relacionarse con nadie, acudía a comprar comparando los precios. La mejor calidad al mejor precio, pedir turno en las colas, sonreir al resto, decir que todos estaban bien, y volver a casa de su suegra, con la compra, con los tickets, conformada. Cuando llevaba solía encontrarse con algunos tapers preparados, con comidas cocinas por ella, las preferidas de su hijo. Agradecida de nuevo se las llevaba.
Así pasaban las mañanas, una tras otra. Así pasaba la vida.
Cargada llegaba a casa, limpiaba el polvo mientras la lavadora rodaba. A medida que se acercaban las 3 se alteraba, con extrema puntualidad era la hora de su llegada, y siempre sentía que le faltaba tiempo para que estuviese todo perfecto. Se ahogaba. Los chicos, que comían en el instituto, llegaban mas tarde.
Cuidadosamente preparaba la mesa. Lo colocaba todo con regla y compás. Platos centrados, cubiertos ordenados, mantel reluciente y servilletas inmaculadas. Llegaba él, lo recibía con su frente esperando un beso que muchas veces reconfortada, no recibía. Se sentaban a comer. A ella le acompañaba el silencio; a él las quejas por sus compañeros de trabajo, por su jefe que no le valoraba, por la facturas que tenía que afrontar. Sentía su desprecio cuando la miraba y despistaba porque sabía que el solo mirarlo era un desafío, el solo mirarlo era motivo para explotar. Vino de mesa y una copa de cognac ella se encargaba de que nunca faltaran en la despensa, puesto que con una dosis de ambas bebidas dos horas de siesta le garantizaban a ella dos de paz. Mientras él dormía, ella planchaba silenciosamente.
Al despertar, se lavaba la cara, se peinaba y marchaba a tomar con sus amigos. Ella quedaba en casa, preparando algo para cenar, caldeando la casa en invierno y abriendo las ventanas en verano para que refrescara. Esperaba. Intranquila por lo que se avecinaba, esperaba.
En esas horas aprovechaba para telefonear a alguna amiga. Ángeles, que lo era desde la infancia, le decía que no había podido aguantar más, que había denunciado a su marido, que lo había pasado fatal en el juzgado pero que ahora era libre, todos los meses recibía algo más de 400 euros y, como no podía pagar un alquiler residía temporalmente en un piso con otras mujeres en similares circunstancias, que los servicios sociales le daban vales para, una vez por semana, ir a las dependencias de un supermercado social. Encarna, antigua compañera de trabajo había tenido más suerte, le permitían quedarse en su casa pero, al tener una orden de alejamiento debía llevar a sus hijas a un punto de encuentro familiar todas las semanas. Las niñas lloraban a la entrada, no querían pasar, tenían miedo, pero ella tenía que callar. Pese a que era administrativa, Encarna limpiaba escaleras para sacar adelante a las niñas. Escuchando las vivencias de sus amigas, Maria, que así se llamaba ella, sentía que era peor el remedio que la enfermedad. Salir de su casa, perder a sus hijos, declarar en los juzgados, mendigar por los supermercados o limpiar escaleras no era mejor panorama que el que vivía. Sabía que no tenía elección, no tenía salida.
A las 10, chisposo, acudía él. Todo preparado y listo, como a mediodía, todo reluciente esperando al dueño y señor. Sin mediar palabra engullía, bebía y María recogía las migajas desparramadas por el suelo y el mantel. Mientras él veía la tele, ella fregaba, secaba y guardaba en orden la vajilla. Se acostaba vigilante a que él entrara en la habitación. Echada de espaldas y cogida fuertemente a la almohada simulaba dormir. Y entonces sentía su gélida mano en su seno, que apretaba fuertemente. Resignada, se postraba de bruces en la cama esperando a que él la forzara, la penetrara. Jamás había tenido un orgasmo pero sí sabía era el precio de resistirse. Aprendió a consentir. Inmovillizada esperaba el último jadeo ronco, repugnante, obsceno, al que estaba acostumbrada. Resoplando se dormía desnudo, ella descansaba cubierta con su camisón.
A las 6.30, sonaba el despertador, María comenzaba el mismo día…….”
La anónima mujer que aparece en la obra de Degas es María, las muchas Marías que aprendieron a consentir para evitar golpes y trompazos, la de muchos violadores que alegan que no la han forzado a nada.
Con clara superioridad, el hombre, de pie, desafiante y poderoso permanece impasible apoyado en la puerta e impidiendo que alguien entre o salga, con las piernas abiertas mira ácida y desafiantemente a la mujer, que compungida y semidesnuda, llora. Es un espacio cerrado, claustrofóbico, dónde solo se respira miedo y tensión que se transmite al espectador de la escena. La mujer, agredida, esconde su vergüenza a la par que sus prendas robadas están por el suelo.
Es la imagen de la culpa, de la indefensión, de la violencia sufrida por la mujer, del abuso ejercido por el hombre. El reducido espacio incrementa la carga emotiva y dramática al asunto dónde contrasta la cama intacta con el desorden de las ropas, lo que induce a pensar que la vejación se ha producido en el suelo. El hombre vestido, impoluto; la mujer sin apenas ropa, inmunda. La violencia de la obra la acentúa la luz, que lejos de simbolizar esperanza, coloca al hombre en la penumbra e ilumina la espalda desnuda de la mujer. El preciosismo del papel pintado de las paredes se yuxtapone a la agresividad que amedranta. El silencio de una alma abatida que acepta la necesidad de consentir y su inferioridad, es la protagonista del cuadro.
Siendo un cuadro de época que devela furia por todas partes, revela una realidad que cien años atrás continúan viviendo las mujeres. El interior, la intimidad de las viviendas son el infierno eterno y diario de muchas mujeres que, invisibles, deambulan por la vida sin escapatoria del maltratador.