Las mujeres hemos realizado importantísimas aportaciones, a lo largo de la historia, al mundo de la matemática, física, biología, literatura, arte, y lo hemos hecho en condiciones especialmente difíciles. El patriarcado se ha encargado de infravalorar y hasta invisibilizar nuestros descubrimientos y hallazgos y las imágenes de las mujeres mostrarlas desprovistas de cualquier dote intelectual, convirtiéndonos en objetos decorativos cual floreros, candelabros, cuadros o tapices para hacer más agradables los rincones del hogar.
La retratistica femenina evidencia que las mujeres independientemente de ser científicas, escritoras, pintoras o dedicarse a cualquier otro campo del saber son retratadas como mujeres ausentes de elementos iconográficos que ofrezcan al espectador información sobre sus conocimientos, hecho que en los retratos masculinos no sucede. Libros, galardones, instrumentos, báculos o armas acompañan a personajes masculinos de la historia que nos hablan de sus heroicidades o hazañas, mientras que las mujeres posan huérfanas de elementos que las distingan.
La filosofía aristotélica, que es el principal referente en el pensamiento occidental, constituyó un ideario pernicioso que ha sobrevivido hasta la actualidad considerando a las mujeres inferiores tanto física como psicológica y moralmente, incluso “meras vasijas vacías del recipiente del semen creador”. En su obra, “Historia de los animales”, Aristóteles establece las diferencias entre los sexos y afirma que la Naturaleza les ha dado características mentales diferentes. Para el filósofo la mujer tiene una disposición más suave, más compasiva, más inclinada al llanto, más impulsiva, más celosa, más desconfiada, más cobarde, más falsa, más inclinada a la murmuración y al enfado; posee menos vergüenza y dignidad, es menos activa y requiere menor cantidad de alimentos, pero es más cuidadosa con su prole y tiene mayor memoria. Por increíbles que nos resulten, estos calificativos han sobrevivido durante cerca de 25 siglos dando por resultado imágenes amables, dulcificadas, incluso coquetas, cualquier cosa excepto intelectuales.
Uno de los grandes maestros del retrato femenino español es Federico de Madrazo, además de magnífico representante del romanticismo y para quien posaron escritoras de la talla de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Carolina Coronado. Su obra “La condesa de Vilches” que es Amalia de Llano y Dotres es una de las cumbres pictóricas del siglo XIX y de las más emblemáticas del Museo del Prado. Amalia fue escritora, activista política, actriz y directora de obras de teatro y tertulias literarias. Su retrato queda muy lejos de lo que ella fue.
Amalia de Llano nació en Barcelona el 29 de abril de 1822, su padre Ramón de Llano Chávarri y su madre Pilar Dotres Gibert pertenecían a la adinerada burguesía catalana. Al fallecer su padre, su madre se casó con el IX marqués de Almonacid, Francisco Falcó y Varcárcel, lo que les permitió introducirse en los círculos aristocráticos. A los 17 años, en octubre de 1839, se casó con Gonzalo de Vilches y Parga, 14 años mayor que ella, y con quien tuvo un hijo y una hija, Gonzalo y Pilar. La reina Isabel II, en 1848, ennobleció al marido de Amalia nombrándolo conde, de modo que ella fue condesa.
Sus tareas de reproducción y cuidados Amalia las compatibilizó con la lectura y la escritura, consiguiendo publicar dos novelas “Ledia” y “Berta”, así como con la participación y organización de obras de teatro, musicales y encuentros literarios a los que acudían intelectuales y artistas de la época, uno de ellos Federico de Madrazo quien la retrató teniendo ella 32 años, en 1853. Su fallecimiento, con tan solo 52 años, fue muy sentido en Madrid publicándose varios artículos en la prensa del momento y reconociéndola como figura activa de la vida cultural de la capital decimonónica. Fue enterrada en el panteón familiar en el cementerio de San Isidro.
El retrato de Amalia, un óleo sobre lienzo de 126 x 89 cm, rebosa de encanto, refinamiento y primor, con un aire muy “chic” y francés y una postura sensual que realza la blancura de la carne con el fondo oscuro y el vivaz vestido. Su sonrisa seductora, su dulce mirada y la delicadeza con que sostiene el abanico, dan a la obra la catalogación de soberbia, en tanto en cuanto en cada pincelada enmascara quien fue esta mujer.
Siendo un retrato magnífico por su estilo, tratamiento, composición y color lo cierto es que bien por elección del artista o por decisión de la protagonista, Amalia pese a haber roto con los estereotipos de su momento, los prolonga en la obra. Una plumilla para escribir o un libro entre las manos podrían haber suplido al abanico de plumas que porta, pero quizá ni uno ni otra estaban para preparados para descubrir los talentos de las mujeres, siendo preferible seguir mostrándolas como ángeles de su hogar o magníficos floreros.
A mediados del siglo XIX el filósofo francés Charles Pierre Baudelaire afirmaba que “En toda mujer de letras hay un hombre fracasado” y Nietzsche que “Cuando una mujer tiene inclinaciones doctas, de ordinario hay algo en su sexualidad que no marcha bien”. En pleno siglo XX Freud declaró que “Las niñas sufren toda la vida el trauma de la envidia del pene tras descubrir que están anatómicamente incompletas”; Carl G. Jung que “Al seguir una vocación masculina, estudiar y trabajar como un hombre, la mujer hace algo que no le corresponde del todo con su naturaleza femenina, sino que es perjudicial” y Ortega y Gasset que “El fuerte de la mujer no es saber sino sentir. Saber las cosas es tener conceptos y definiciones, y esto es obra del varón”.
Toda una literatura y pensamiento filosófico misógino que se condensan en este maravilloso retrato revelan el mensaje de Schopenhauer quien subrayó que “Solo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia ni a los grandes trabajos materiales”, por lo visto lo está, y para muchos y algunas, para la sensiblería y el posado.
Permitid que me ría.
Los floreros del patriarcado: el retrato de Amalia de Llano, de Federico de Madrazo
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