He tenido la suerte de sumergirme a lo largo de esta semana en la lectura del libro “Un hombre de verdad. Lecciones de un boxeador que peleaba para abrazar mejor” (2019, Autor Thomas Page McBee, Editorial Temas de Hoy), y por una propuesta, que es cuanto menos, novedosa respecto al análisis que en sus páginas se desprende, sobre el estudio de la(s) masculinidad(es), vistas, vivenciadas y reflexionadas en primera persona.
La historia del primer boxeador transexual en combatir en el Madison Square Garden nos permite sumergirnos en una narración de una persona, que nació con cuerpo de mujer, pero que siempre se supo hombre.
Que se operó a los treinta años y entendió que el mundo no volvería a ser igual.
Porque cambiar de género lo cambia todo.
Y de eso, sobre todo, es de lo que trata este libro y esta historia tan particular.
De sus primeras páginas rescato la primera reflexión que da título a este artículo, una de muchas (y muy interesantes) que el autor se formula a lo largo del libro a medida que su cuerpo, su identidad y su espacio en este mundo, va cambiando (transición de cuerpos, de géneros, de lugares y ocupaciones de espacios públicos, en los que antes se sentía amenazada y ahora una amenaza, y de cambios vitales y drásticos en el enfoque de opresiones y privilegios, analizados desde respectivos y antagónicos puntos de vista a medida que va transcurriendo el paso del tiempo).
¿Por qué pelean los hombres?
¿Por qué pegan y se pegan los hombres?
Los chicos se convierten en hombres “de verdad” demostrando su masculinidad ante otros hombres y dominando a los que no obedecen.
Los hombres suelen pelear cuando se sienten humillados, cuando sienten vergüenza.
No peleas cuando te sientes realmente poderoso.
Peleas cuando sientes que se te está poniendo en cuestión tu poder.
Y haces lo que tienes que hacer, para seguir manteniendo tu privilegiado (y recién conseguido, en este caso) status social, otorgado por la pertenencia a tu género (y también, por tu raza).
Recapitulemos y veamos a donde nos quiere llevar el autor del libro.
Para que un hombre pueda ser de verdad considerado “un hombre” por sus congéneres, alguien, en alguna parte, tiene que dejar de serlo (de la misma manera que un aspirante al título en el boxeo tiene y debe derrotar al que lo posee en la actualidad).
No hay (nuevo) vencedor sino hay (nuevo) vencido.
La eterna y estúpida búsqueda interminable, egoica, infructuosa y demencial, en la que muchos hombres ven sumergida (y ahogada) su respectiva vida.
No deja de ser sintomático que el protagonista / autor del libro busque precisamente en el boxeo, el reconocimiento social, donde no solo configurar y conformar su recién estrenada masculinidad, sino de calibrar su “puesta a prueba” de largo, en ese género identitario nuevo por descubrir, en uno de los escenarios, en los que está permitido (todavía más) mostrarse y demostrarse, como el hombre de furia desatada que todos en algún momento hemos podido querer ser, en donde las propias expresiones de masculinidad individual tan relacionadas íntimamente con la violencia, no parecen tener ni límites, ni cuestionamientos de ningún tipo (como mucho, los que marca una campana que avisa cada tres minutos, de la duración de cada asalto).
Irremediablemente, me viene a la memoria (también la mencionan de pasada en el libro) la fascinación que todavía sigue levantando una película como “El club de la lucha”.
Hombres pegándose entre sí, sin ningún motivo ni intención aparente, ni objetivo que justifique molerse a palos, antes que el contrario haga lo propio contigo, y consiga dejarte noqueado en el suelo.
Recuerden.
La primera norma del club de la lucha es no hablar del club de la lucha (no cuestiones ni dejes que nadie de tu entorno -masculino-, cuestione los mandatos de género a los que rindes pleitesía y amor incondicional a cambio de “nada”).
La homosocialidad masculina más nociva, elevada a la enésima potencia.
La demostración más demencial que el mundo más visceralmente masculino, ha sido capaz de poner en pie y de incorporar al imaginario colectivo (léase cine) más reciente en los últimos tiempos.
La búsqueda incesante e incansable de todo lo que nos diferencia de lo femenino.
De lo sensible, de lo cariñoso, de lo empático. De lo emotivo.
Que mejor manera de despreciar el mundo de lo no masculino que haciendo lo que mejor se nos da hacer.
Es decir, pegar. Pegarse. Pelear. Pelearse.
Aunque no tengas ninguna razón, ninguna excusa, ni ningún motivo para hacerlo.
¿Qué demostración existe, más masculinamente rotunda y contundente que ésa?
Desde siempre nos han enseñado (a los hombres) a matar.
Entre otras cosas, para ser los mejores soldados en el campo de batalla y poder combatir en las guerras con las suficientes “garantías” para poder matar, vencer y doblegar (someter) al enemigo.
Nadie que no haya sido previamente adiestrado para matar es capaz de coger un arma y matar a otra persona que tenga enfrente.
Y más sin ningún motivo aparente.
Es necesario una educación especial que nos convierta en armas de matar.
Eficaces. Implacables. Imparables.
El problema es que esto ha dejado de aprenderse solo en los “ejércitos” y en los recintos militares preparados a tal efecto, y ahora vivimos inmersos en una sociedad, en la que nos están educando (sin querer o queriendo) para matar, para asesinar, para doblegar, para violar, para agredir, para someter y para hacer daño de una forma implacable (sobre todo, a “ellas”).
Y ni siquiera nos estamos dando cuenta de ello.
O no estamos poniendo el suficiente énfasis en analizar por qué esto está ocurriendo de manera tan desmesurada en los últimos tiempos.
“Pelear lo resuelve todo”, que reza el lema tan ‘descriptivo’ a la entrada del gimnasio donde acude todos los días el autor del libro para ponerse a punto para el combate que tiene previsto en un par de meses.
“El mayor de mis miedos era no saber cómo detenerme”, es otra de las reflexiones a las que nos lleva el protagonista de la historia, y que nos debería resonar mucho a los hombres, en nuestra nula e inútil gestión de todo tipo de conflictos a los que nos enfrentamos en nuestra vida diaria (y no solo en un hipotético gimnasio como el que nos cuenta el relato de las páginas de este libro, me refiero a nuestra vida cotidiana en multitud de escenarios, públicos y sobre todo privados, en el lugar de trabajo, en casa con nuestra pareja, o incluso en la misma calle al volante de nuestros coches donde nos mostramos como nos mostramos).
“Cuando los hombres pelean tiene que creer que el objeto de su agresividad es legítimo”, como comenta al propio autor del libro, el experto estadounidense en masculinidades Michael Kimmel.
“Un objetivo legítimo es alguien a quien los hombres se creen con derecho a dominar. Alguien a quien ve más débil. Alguien que tiene menos poder que ellos”.
Nunca te has preguntado ¿por qué los hombres no pegan a sus jefes que les hacen la vida imposible en sus respectivos trabajos -por poner un ejemplo-, y por qué sí en cambio, pegan a sus parejas o a sus hijos/as?
Pues eso.
Convendría dejar de llevarnos por las primeras reacciones virulentas ante las que nos sentimos tan cuestionados por el simple hecho de “ser hombres” y empezar a reflexionar de forma más pormenorizada sobre el concepto y modelo de masculinidad tan presente en nuestra sociedad y que tan bien integrado tenemos.
Como dice el protagonista de esta historia:
“… Mi cuerpo, es, para la mayor parte de la gente, un arma, al menos hasta que se demuestre lo contrario …”
Y nosotros, tenemos que entender de una vez por todas algo tan básico y fundamental, y debemos empezar a desarmarnos cuanto antes, si queremos recuperar una humanidad, que se nos ha quedado olvidada en algún lugar perdido, por el camino al que nos ha llevado nuestras respectivas masculinidades…
Los menos cualificados se pegan para medirse en potencia.
Todo lo que no es medible no es verdad. Las 4 medidas basicas son potencia, limpieza, versatilidad, eficiencia (fuego, agua, aire, tierra).
El feminismo no es verdad si no es medible. Yo nunca he podido medir el feminismo. No conozco nadie que haya podido.
Ninguna cantidad de inversion puede retornar a las mujeres a ese estado original en el que teniamos todos la misma cualificacion.
Para retornar a ese estado hay que devolver todos los sobornos que se aceptaron para reproducirse mas rapido.
Pero lo mas grave es que nos estan robando a los que invertimos en cualificacion para darselo a las mujeres con la esperanza de que se desespecialicen en reproduccion y se especialicen en cualificacion.
Van a hacer caer toda la cultura de la cualificacion de Europa y no van a conseguir cambiar nada. Porque no les toca cobrar. Les toca pagar. Pero perdieron todo lo que se invirtio en ellas. Invertir en reproducirse mas rapido siempre se pierde.
Es por esto que solo una guerra en la que mueran muchos millones de personas especializadas en reproducirse mas rapido retornara el equilibrio a la especie humana.