Siempre disfruto volviendo a ver “Little Miss Sunshine” (2006), “road movie” delirante y esperpéntica digna del mejor Berlanga cuyo guión ganó el Oscar, en la que una familia inolvidable se empeña en hacer llegar a tiempo a su hija, una niña gordita y ingenua, a un concurso de reinas de la belleza infantil. Esto de travestir a menores de 10 años en mujeres despampanantes y atractivas tiene sus fans en USA y las madres de las nenas literalmente babean ante la visión maqueada de sus vástagos.
La atracción sexual hacia las niñas es un fenómeno viejo como el mundo del que libros como “Alicia” sintomáticamente “en el país de las maravillas” o “del espejo” y “Lolita” de Nabokov son sólo la punta del iceberg que muestran, hasta que punto la sociedad no considera eso un problema. Claro, si es natural y pertenece a la variabilidad del comportamiento humano ¿Por qué analizarlo en el contexto de la pornografía infantil, la cosificación de la mujer y, en último término el maltrato con consecuencias, a veces, fatales (“la maté porque era mía” tango). Todo esto me viene a la cabeza porque, de nuevo en mis queridos USA, una madre católica quiere proteger a sus hijos varones de la irrefrenable tentación, no se muy bien a qué, que ejercen sus compañeras de escuela por vestir de manera hipersexualizada (en concreto con leggins , esto es nuevo, como la prenda, y minifaldas, que es un déjà vué). Pide a las madres de la nenas que les compren unos vaqueritos decentes que no induzcan al ¿pecado?. Y resulta que en los campus universitarios (que ya no son menores oiga) y fuera de ellos, gran parte de las mujeres se han puesto en pie de guerra y han convertido los leggins en un uniforme. ¡Que feliz me hacen los USA, siempre capaces de lo peor, pero también de lo mejor! Y resulta que yo todo esto lo he leído en “La Vanguardia” uno de los decanos de la prensa española (1939) y sospecho que la polémica va a durar. O no. Y a mi modo de ver no es asunto baladí.
Nada me enfurece y repugna mas, tengo una hija adolescente, que esas letras de canciones que canturrean inconscientes en las que el machito de turno con cara de “a mi esto me la sopla, como tú tengo para llenar un saco” (veo los videos con ella ¡qué cruz!) explica que les haría, les hace y como a ellas, las muy putas, les complace. Y como se diseñan “top crops” antes “halters” y pantalones cortos estratégicamente rotos y deshilachados para la talla 30. Y…en fin, está en la calle, con mirar vale. El ámbito de los concursos de Lolitas se amplía a la generalidad de las niñas que, propaganda mediante, participan inadvertidamente y de buen grado en competiciones exhibicionistas de su anatomía. Nuestros niños y adolescentes obviamente, deben ser protegidos. Pero ¿tiene esto algo que ver con el hecho de impedir a mujeres adultas vestir a su gusto?
A lo largo del siglo XX, los movimientos de liberación de la mujer, de origen anglosajón, pugnaban por ganar la calle y sacar a las mujeres fuera del ámbito de lo privado, por el acceso a trabajo remunerado, por la relajación de la tutela paternomarital que nos condenaba a la minoría de edad permanente y esto pasaba muchas veces por reformar el vestuario-cárcel, heredado de la época victoriana, incompatible con la vida activa. En este punto, las pinacotecas permiten seguir fácilmente la evolución de los tocados femeninos, tanto a nivel cortesano como popular. Aprendieron así que el tobillo era un reclamo sexual irrefrenable, luego
fueron las rodillas, y, mas tarde, la renuncia a llevar el cuerpo embutido en fajas “ad hoc” que ocultaran “las formas”, pasando por los hombros, etc. Aquí, es ya el cine el que se convierte en el historiador de las tendencias en el vestir, y el hombre, hasta entonces un olvidado, condenado a repetir aburridas combinaciones de prendas y colores, empieza a ganar protagonismo.
Y, a mi modo de ver, el círculo ha quedado cerrado. Si, efectivamente, ahora que se empieza a hablar abiertamente del maltrato (¡ojo! Solo en nuestro primer mundo) y los violadores empiezan a ser vistos como lo que son, unos seres peligrosos, unos abusones agresivos que toman por la fuerza lo que les apetece en cada momento, en definitiva, unos delincuentes, resulta que, de alguna manera, de nuevo es Eva la que introduce el pecado en el paraíso. Ya no es una manzana, son los leggins y las minifaldas que conducen a una enajenación que obliga a perpetrar dichos actos. En definitiva, de nuevo, como ya advertían los padres de las distintas religiones y doctrinas filosóficas desde tiempos inmemoriales, somos culpables. Tenemos lo que nos merecemos porque vamos provocando. En definitiva, somos las inductoras de los delitos.
Leo lo escrito y me quedo devastada. ¿Puede haber algo peor que culpabilizar a la víctima?¿ Plantearnos como alternativa la pérdida de visibilidad, la vuelta a casa, la sumisión, el comportamiento silencioso, la no reclamación del protagonismo, a cambio de una improbable seguridad de que esto servirá para que no seamos agredidas?. ¿Pero desde cuando el silencio y el desconocimiento ha servido para proteger nada? ¿Se puede ser mas falaz?¿Mas felón?
M.Mercedes Ortega