Cuando comencé mi tesis doctoral sobre retórica clásica mi director me preguntó si tal vez prefería hacerla sobre feminismo, pues durante la carrera había mostrado pasión por los derechos de las mujeres. Yo contesté que, aunque me consideraba feminista, aspiraba a dialogar con la historia del pensamiento universal y no quería que mi carrera quedase encasillada con la etiqueta “feminismo”. También sugerí con un deje de sarcasmo que, pese a que soy una mujer, podría hacer un trabajo original escribiendo sobre un tema que no tuviera nada que ver con el sexo como categoría.
Yo aspiraba a integrarme como una más en la “república del conocimiento”. Consideraba, además, que el feminismo era un tema particular (en contraposición con otros temas “universales”) y que era un asunto sencillo (a diferencia de temas “mucho más complejos” como la ontología o la filosofía del lenguaje).
Posteriormente fui observando que las mujeres no hemos obtenido la plena ciudadanía en el saber (Amorós y Valcárcel lo llamarían la “completa investidura”). Nuestra palabra vale mucho menos que la de un hombre, nuestros trabajos pasan desapercibidos y no disponemos de las redes de contactos que transforman a alguien en un sabio con quien interesa dialogar. La maternidad es un obstáculo para el conjunto de las mujeres, pero no lo es la paternidad para el conjunto de los hombres. Muy al contrario; gracias a que las compañeras se ocupan de las hijas/os, los compañeros tienen vía libre para progresar a expensas de aquellas. Los hombres debaten alegremente sobre cualquier tema “de interés universal” (a menudo banal y pretencioso) mientras las mujeres son excluidas de la conversación…y apenas puede hablarse sobre la exclusión misma, pues eso se considera desdeñosamente un tema de segunda, “para las que no alcanzan el nivel”.
A veces pensamos que el sexismo en el conocimiento ya ha sido superado o que es algo que le ocurre ocasionalmente a algunas mujeres. Sin embargo, no es así. Para una joven que comienza su vida profesional debería ser obvio que no lo es, pues ha crecido leyendo libros de texto en los que las mujeres apenas aparecen. Ha crecido admirando la literatura, la pintura, la filosofía y la ciencia; el corpus teórico que se considera “cultura universal” pese a contar con escasísimos referentes femeninos. Pero la joven se dirá: “en el pasado las mujeres no podían estudiar, pero ahora eso se ha acabado y yo llegaré tan lejos como mis esfuerzos y capacidades me lleven”. Tal vez una joven no repare en que las mujeres también están infrarrepresentadas en el canon de los últimos cincuenta años y en que siguen infrarrepresentadas entre los “nombres” de hoy. Es muy posible que piense que “eso pasa a veces” pero “a mí no me va a pasar”.
Cuando se percibe que el sexismo es estructural, se toma conciencia de que lo que se creía universal no lo es tanto, y de que aquello que se consideraba “parcial” (el feminismo) resulta ser universal, pues incorpora un proyecto de transformación radical tanto de la sociedad como de todos los ámbitos del saber (en sus contenidos y en su funcionamiento cotidiano). Incluso en los casos en los que el feminismo habla sobre temas que afectan en exclusiva a las mujeres (por ejemplo, sobre la salud de las mujeres), conviene no olvidar que las mujeres somos la mitad de la población mundial. Un tema que nos afecte es de interés universal por derecho propio. Cuando no se percibe así es porque se está percibiendo a las mujeres como “un colectivo” con problemas “especiales”, distintos a los del “ciudadano común” (varón).
Incluso en los casos en los que el feminismo habla sobre temas que afectan en exclusiva a las mujeres (por ejemplo, sobre la salud de las mujeres), conviene no olvidar que las mujeres somos la mitad de la población mundial.
Para las mujeres que trabajan en el ámbito del saber, el feminismo es una necesidad urgente, pues usualmente es el único modo de tener una voz propia. Si entras en un Congreso de Filosofía Política o de Derecho Constitucional y te preguntas dónde están las mujeres, te aconsejo que pases a esa salita contigua a la del gran plenario: es la sala donde tienen lugar las intervenciones sobre feminismo. Encontrarás ahí reflexiones sobre cualquier tema que te preocupe: ecologismo, globalización, lucha de clases, etc…y te sorprenderá observar que las participantes han leído todo lo que dicen los ponentes que hablan en la gran sala, pero ellos no han leído ni una línea de lo que ellas han escrito. De modo que la superior calidad de las ponentes es notoria, pues ellas se enriquecen de ambas fuentes.
Pero el motivo por el que traigo el asunto de la “universalidad” es que esta mañana he leído en redes sociales una reflexión de la feminista Násara Iahdih Said en la que se opone al empleo del término “persona racializada” y a la celebración de las “identidades racializadas”. La autora considera que la filosofía multicultural omite situaciones de extrema gravedad comparándolas con problemas propios de países desarrollados; explica: “pongo ejemplos para que se me entienda mejor: ataque racista del xenófobo de turno, con la ablación genital o crímenes de honor (actos propios de países en vías de desarrollo)”. Násara considera que solo se presta atención a las situaciones de discriminación ocasional, mientras que se ignora la existencia de esos problemas (como la imposición del hiyab) que afectan diariamente a la libertad de muchas mujeres que viven fuera de nuestras fronteras.
No solo se ignoran esas grandes problemáticas, sino que llegan a defenderse en nombre del multiculturalismo, ya que su denuncia implicaría poner en cuestión el relato de la glorificación de la identidad cultural. Además Násara Iahdih explica que en el denominado “primer mundo” se cosifica a las personas que proceden de países musulmanes (especialmente a las mujeres), reduciéndolas a “meras representaciones estéticas” con “piel morena y rasgos exóticos”. El relativismo enfatiza la división colonial del “nosotros” y “ellos”.
La autora añade que dicho multiculturalismo relativista conduce a las personas a conformarse con su situación, a equivocar los problemas reales y aceptar dogmas denigrantes. Tanto las personas descritas como “racializadas” como su lucha reivindicativa, son reducidas por la posmodernidad multicultural a “estética”, “mientras el «europeo nativo» ve en sí mismo más que una estética (tecnología, invención de la democracia, de la filosofía, de los Estados, etc.)”. Násara Iahdih expresa: “mientras a nosotros/as nos han devorado los símbolos, los «nativos europeos» están sumergidos en las luchas sociales para mejorar sus situaciones económicas, sociales, culturales etc.”.
Al leer este texto me pregunté: ¿reniega Násara Iahdih de “revindicar” su origen para defender el derecho a la “universalidad” de las personas de todo origen (entendiendo por universalidad la tecnología, la invención de la democracia, de la filosofía, de los Estados, etc.)?, ¿es la posición de Násara Iahdih equivalente a la que tenía yo cuando inicié mi doctorado? (yo consideraba que la universalidad estaba en cosas como la invención de la democracia y de la filosofía, que las mujeres habíamos sido históricamente excluidas de dichos ámbitos y que el hecho de “recluirnos” en el “feminismo” era una especie de repliegue identitario que de alguna forma reforzaba el sistema que dejaba a las mujeres fuera). Cuando Násara Iahdih critica que se otorgue más importancia al “racismo occidental” que a la opresión sexista que sufren las mujeres en sus países de origen: ¿es equivalente a cuando una mujer niega que el “sexismo” sea relevante en su vida y considera que el feminismo la “victimiza” y convierte en un “estereotipo”?
Desde luego que no. Lo que Násara Iahdih está criticando es la ocultación de los problemas materiales (como la subordinación económica, sexual y cultural), tras las “políticas de la identidad”. Es decir, la autora rechaza el mero festejo de “la diversidad” que deja las cosas como están y que reduce los problemas a “ataques xenófobos”, es decir, a algo que ocurre en casos concretos a causa de un “estigma” que pesa sobre una “identidad”. Frente al problema así descrito, las soluciones que ofrece la posmodernidad capitalista son la multiculturalidad y el relativismo: celebrar la diversidad y enfatizar diferencias estéticas estereotipadas. Esta posición posmoderna acaba produciendo el efecto inverso al declarado, pues reduce a las personas designadas como “racializadas” a un fetiche.
Lo que Násara Iahdih está criticando es la ocultación de los problemas materiales (como la subordinación económica, sexual y cultural), tras las “políticas de la identidad”.
Ayer leí una entrevista de Alicia Miyares en “el Mundo” en la que señala que la posmodernidad capitalista está intentando sustituir al feminismo por una celebración despolitizada de la identidad. La filósofa recuerda que el feminismo no es un festejo del orgullo de ser mujer (y tampoco del orgullo de pertenecer a alguna de las proclamadas “diversidades” o “disidencias”), sino un movimiento que lucha por el pleno acceso de las mujeres al ejercicio de los derechos.
Hay una diferencia muy significativa entre una cosa y la otra. Mientras que la posmodernidad defiende opresiones como la prostitución y los vientres de alquiler amparándose en la “inclusión” y el orgullo afirmativo; el feminismo percibe con claridad que son vulneraciones de los derechos humanos. Del mismo modo, mientras que la posmodernidad defiende el velo islámico como un símbolo de inclusión multicultural; la audacia de la lucha de Násara Iahdih recae en su apelación a los derechos humanos y al internacionalismo: la ética feminista no hace excepciones culturales ni se detiene en las fronteras.
El feminismo es universalista, no porque ignore los problemas que experimentan los grupos sociales y comunidades, sino porque es una filosofía materialista que no se deja engañar por caramelos identitarios. Las mujeres no queremos que se nos mantenga en una posición subordinada mientras se nos anima a sentirnos orgullosas de presuntas esencias que no inventamos nosotras.