La pandemia ya no se nos presenta sólo como una crisis sanitaria: es el paréntesis entre la vieja normalidad (turbocapitalista) y la “nueva normalidad” (espantoso término con ecos orwellianos). El modo en que las diversas sociedades están lidiando con la crisis para mediar entre una y otra “normalidad” es uno de los análisis más interesantes que hoy podemos hacer. Nadie sabe cómo será esa “nueva normalidad”, si la crisis será la oportunidad para un nuevo paradigma más humano, justo y sostenible (algo improbable sin una sólida movilización global que logre la introducción de una “nueva sensibilidad” en la política) o si será la oportunidad para, azuzados por el miedo y la insatisfacción, ser colonizados definitivamente por la tecnología y el consumo.
Si observamos la manera en que los estados han reaccionado a la amenaza vírica, España, con un gobierno de coalición de izquierdas, representa el polo más radical en la respuesta de reclusión con un modelo que podríamos calificar de “fundamentalismo confinatorio”. Después de un primer momento en el que la amenaza biológica se subestimó, se pasó inmediatamente a una alarma monumental, casi histérica, y se constituyó para afrontar la crisis un aparato normativo y de control social bien aderezado de lenguaje bélico, ostentación de la presencia militar, y unas sanciones que están entre más altas de Europa. ¿Era esta la única manera de gestionar la crisis? , ¿Somos los españoles más revoltosos y obtusos que otros países en donde se ha confiado en la responsabilidad de la ciudadanía? No sé responder a estas preguntas. De lo que no cabe duda es que la percepción de los políticos a cargo de la situación fue que era necesaria una viril demostración de fuerza. Exhibir, en la lucha contra la amenaza vírica, la determinación, inflexibilidad y seriedad de quien sabe mandar. El problema es que el virus no es un ejército, ni siquiera un grupo terrorista, es una humilde biomolécula.
Mucho se ha hablado del modo diferente en que los gobiernos presididos por mujeres han abordado la crisis (Alemania, Taiwán, Nueva Zelanda, Islandia, Noruega o Finlandia ; también de Suecia donde las mujeres hace décadas que tienen una influencia política real): Menos histerismo, menos ostentación mediática, menos enfoque punitivo y mucha más previsión. Más sensibilidad para comprender el carácter de la amenaza y menos ensañamiento con el recorte de los derechos civiles. ¿Son las mujeres más capaces de comprender en qué consiste una amenaza biológica (que nada tiene que ver con una violenta) que los hombres?, ¿Somos las mujeres más inteligentes a la hora de lidiar con aquello que tiene que ver con la vulnerabilidad humana?, ¿Tenemos mayor sensibilidad para detectar, interpretar y gestionar cuestiones bio-psico-sociales complejas?
No voy a defender un esencialismo. Si esos países tiene presidentas mujeres, algunas muy jóvenes, es plausiblemente debido a un proceso histórico por el que han llegado a un orden social, político y simbólico realmente más igualitario y sensible, capaz de elegir el liderazgo femenino. Las mujeres no nacemos más sensibles, pero debido a nuestra socialización diferencial quizá sí se nos ha reprimido menos el uso de la sensibilidad, hemos sido menos penalizadas por mostrarla, de manera que a muchas de nosotras no se nos ha embotado o neutralizado del todo. Y aquí quisiera enlazar con otra legítima preocupación del feminismo: el peligro de romantizar el confinamiento y de que esos “nuevos paradigmas” sean nuevas reinterpretaciones de una mística de la feminidad.
Como Betty Friedan expuso en su análisis de “el problema que no tiene nombre” entre las mujeres estadounidenses de los años 50, el confinamiento doméstico fue la prescripción y la práctica hegemónica mediante la cual las mujeres eran enganchadas al yugo del sometimiento patriarcal. Creo que hoy estamos muy lejos de esa situación, al menos allá donde las exigencias del actual turbocapitalismo son las que pautan la vida. El modo en que hoy el patriarcapitalismo nos engancha al engranaje para que seamos piezas útiles en la máquina productivista, es una doble operación material-simbólica simultanea: por una lado, la obligación de trabajar en el ámbito de “lo productivo”, ya que debido a su esencialización como única fuente legitima de ciudadanía, estatus e ingresos, el sistema no nos ofrece alternativas; y por otro lado, la devaluación extrema y el arrinconamiento del ámbito de lo reproductivo. Nuestra participación en el ámbito de “lo productivo” mantiene nuestra fe en una promesa de igualdad y progreso que siempre van al alza y que nos harán libres. La realidad es que en el turbocapitalismo el cupo de gente que puede acceder a la libertad y a la igualdad es cerrado, y es un cupo cada vez menor.
Por eso, aunque efectivamente haya que estar atentas a posibles rebrotes de una mística de la feminidad, creo que es igualmente importante estar atentas a la mística del productivismo, que hoy permea todas las actividades humanas, es global, y además tiene la fuerza simbólica de aquello que forma parte del Poder y que aún no ha sido desmontado. En este sentido el confinamiento sí puede ser una oportunidad fecunda y subversiva para reflexionar sobre esta mística productivista. La romanización de nuevos sometimientos sutilmente patriarcales es posible, pero eso no debe confundirse con la emergencia de formas alternativas de vivir que incorporan una comprensión de “lo femenino” menos negativa, demonizadora y punitiva de lo que ha sido habitual en el feminismo clásico del siglo XX.
“Lo femenino” como categoría cultural inferiorizada durante milenios y no solo adscrita a cuerpos femeninos, tiene muchas posibles definiciones, lecturas y análisis, pero me interesa ahora su asociación a “la sensibilidad” como rasgo de carácter convencionalmente adscrito a las mujeres y considerado inútil, quizá ornamental, pero en cualquier caso un obstáculo para la vida entendida desde la posición del amo y para cualquiera que priorice el poder.
Creo que la actual experiencia de confinamiento, enfermedad, la disminución del ruido, la ralentización de los tiempos y la reflexión sobre la muerte y sobre cómo merece la pena vivir puede ser un potente detonante para una puesta en valor de la sensibilidad como cualidad útil e importante, imprescindible para abordar los retos que nos aguardan en el futuro; como una habilidad privilegiada para mirar, comprender y gestionar lo humano de un modo más sofisticado tanto en lo íntimo y doméstico como en las grandes y complejas decisiones políticas que nos va a tocar hacer .
- Este texto ha sido publicado inicialmente en https://futuridadesmaternales.net/