La banalización del mal de la violencia machista

Sonia Guerra López
Sonia Guerra López
Historiadora especializada en género. Diputada del PSC en el Congreso (XIII y XIV legislatura). Portavoz de Derechos Sociales del Grupo Parlamentario Socialista. Secretaria de Políticas Feministas del PSC.
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#niunamas #niunamenos #machismomata #nosqueremosvivas… existen decenas más, los escribimos en cada tweet de lamento, cual plañideras del siglo XXI que, impotentes, lloran la muerte de una de sus congéneres. Otra más. Los hastags, las palabras, los manifiestos, las condenas y los minutos de silencio no pueden expresar en toda su dimensión el desgarro que sentimos las feministas, cada vez que tomamos conciencia de un nuevo asesinato. Una nueva perdida que nos hace revivir la impotencia de saber que una de las tuyas, una mujer, indistintamente del origen, la edad o las creencias, ha agonizado de dolor hasta morir. Sí, sí, hasta morir. La angustia que deben sentir mientras las golpean una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… hasta desfallecer. El desconsuelo que debe suponer sentir la perdida de voluntad para seguir, el deseo de dejarse ir para que no haya más golpes, para que el próximo sea el postrero.

Agonía, angustia, impotencia, indignación… estas son algunas de las sensaciones que tuvimos las personas que visualizamos el audiovisual de la agresión de Eíbar, donde se podía ver claramente cómo una mujer era agredida por parte de su pareja sentimental, y en presencia del hijo de la primera. El agresor tiraba al suelo a la mujer, le abofeteaba y le propinaba puñetazos en la cabeza, y patadas en el vientre… el hijo de ella, víctima también de toda esa violencia machista, gimoteaba, aterrorizado, impotente, tratando de detener al agresor. Nadie se acercó al machista, nadie defendió a la víctima (salvo su hijo). Cuando el maltratador se cansó de golpear, desapareció de la escena. Volvió segundos después, apuñaló a su pareja, y se retiró, cual héroe, impune.

El vídeo circuló como la pólvora. La gente lo comentaba, indignada de tanta violencia, de tanto dolor… y es entonces cuando te preguntas ¿cómo creemos que han sido violentadas las 1056 mujeres asesinadas por sus parejas desde 2003 (*)? ¿Cuánto del miedo y del dolor acumulado por cada una de las 19.000 llamadas desesperadas, realizadas a la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, solicitando ayuda durante el confinamiento, somos capaces de sentir?

La respuesta la intuyo releyendo a Hannah Arendt y su obra Eichmann en Jersuralén. Un informe sobre la banalidad del mal. En ella, la filósofa judía, refiriéndose al criminal, sostiene que algunas personas actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos. Son precisamente estas personas las que con su silencio y colaboración, hacen que el mal triunfe.

En el caso de la violencia machista, podríamos afirmar que los cómplices necesarios de los agresores son todos aquellos que deciden callar en lugar de denunciar cuando intuyen una pelea violenta al otro lado del rellano, como lo son también los médicos que, en un proceso de divorcio conflictivo, deciden diagnosticar el Síndrome de Alineación Parental para separar a las madres de sus hijos e hijas, también los abogados y jueces que aceptan ese diagnóstico inexistente desde el punto de vista médico y jurídico. Pero, paradójicamente, los aliados más estratégicos del sistema patriarcal, desde el punto de vista de la banalidad del mal, no son los hombres sino algunas mujeres.

Algunas de ellas han llegado a lo más alto en sus carreras profesionales, y en lugar de utilizar su posición como altavoz para denunciar las discriminaciones estructurales que sufrimos el 51% de la humanidad, deciden mirar para otro lado, alinearse con el marco ideológico imperante y sostener que la violencia no tiene género. No hace mucho, lo vivimos en el Congreso de la mano de la diputada Macarena Olona de Vox; también nos violentó hace unos meses Cayetana Álvarez de Toledo, del Partido Popular, con su no todo lo que no sea sí es un no; pero debemos recordar que no están solas. Sus aliados y aliadas son los y las que continuan militando en las fuerzas políticas que ellas representan, también los y las que sostienen pactos de gobierno sustentados en el discurso negacionista de la violencia de género. Silencios cómplices que banalizan el mal que supone que cualquiera de nosotras podamos ser golpeadas, ultrajadas o violentadas por el mero hecho de ser mujeres.

(*) Datos a 17 de julio 2020

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