Liliana Díaz Mindurry y el poemario «Guernica»

Amelia Valcárcel
Amelia Valcárcel
Filósofa. Catedrática de la UNED. "Alma Mater" del feminismo español.
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El siglo XX fue, en la filosofía, el del Giro Lingüístico. Poco a poco el lenguaje se fue haciendo con el enorme espacio que, desde Kant,  ocupaba la teoría del conocimiento. La idea fue que era eso, el lenguaje, lo que mediaba entre sujeto y realidad. En sesenta años, desde el Tractatus de Wittgenstein al Como hacer cosas con palabras de Austin, los pliegues del hablar se extendieron bajo los ojos atentos del más antiguo de los saberes. Y los lenguajes fueron enseñando sus asombrosas diversidades. Uno de ellos, la poesía, especialmente.

Pariente de Nemosine, la poesía es un lenguaje peculiar que probablemente ha alentado dentro del habla desde que esta existe. Ha servido para usar el lenguaje alto, el asombroso, el divino… y para recordar. A ello han ayudado ritmo y rima, que fueron sus cuerdas vocales. Pero eso la cercó dentro del campo de una lengua sola, aquella en que sus sonidos pudieran reconocerse. Todavía griegos y latinos pueden asegurar la eternidad de sus espondeos, troqueos, dáctilos y demás sonidos que ajustan lo dicho a lo que se recuerda como el lenguaje de la fiesta. El poema es él mismo una obra cerrada que ha de ser llevada a la memoria y conservada allí, para ejecutarla igual que un canto o una música. Y así vuelve a ser, ampliado con la rima, el modo en que esta parte singular de la lengua se recupera cuando las lenguas modernas aparecen. La poesía entonces puede referirse a los grandes y sus obras, historias, victorias y desdichas.

La traducibilidad, imagino, tuvo algo que ver con lo que apareció más tarde. Qué dice un poema, que ya no canta hazañas, cuando su lengua madre no lo pone en el registro de lo memorizable por sus escalones conocidos. Cuando nos es transmitido sin ese recurso supremo de inteligibilidad. Entonces aparecerá otra cosa, un contenido que él mismo se escapa de las determinaciones y que, devuelto a la mesa de operaciones filosóficas Wittgenstein llamará “lenguaje de vacaciones”. Un lenguaje que no está guardado ni guiado por las normas de verificación y a veces escasamente por las de la gramática. Uno especialmente fronterizo y que busca romper el límite de lo no expresado todavía. Uno que pretende, por el contrario del lenguaje del canto y el recuerdo, construir novedades semánticas.

Como todo libro de poesía en el tiempo presente, este es uno que reflexiona fuera de los caminos rectos. Porque así es la poesía ahora: procede a saltos. Intenta, aunque no siempre lo logra, encontrar puentes que sobrevuelen sobre lo inteligible a fin de presentar curvas cerradas hechas con palabras. Curvas allá donde la rectitud del pensamiento deductivo se para y tiene que pararse. Conversa además con la plástica porque quiere condensar entre esos dos brazos algo antes no visto o no dicho.  Pero la poesía hará esto de un modo peculiar, como vengo diciendo, levantando sonidos que no suelen ir juntos. Creando un objeto.

Se dice de Platón, y es cierto, que pidió que los poetas fueran expulsados de la ciudad y que su inquina era máxima con aquellos que practicaban el modo lidio. Aludo a ello porque conste que filosofía y poesía nunca han sido especialmente amistosas una con otra. La filosofía envidia la capacidad de la poesía para formar imágenes del mundo. La poesía nunca ha pretendido ser un saber. Bien es cierto que algunas filosofías han pretendido tender puentes entre ambos discursos. Recuerdo especialmente a María Zambrano quien pretendió descubrir y poblar una tierra común y de nadie que las fundiera.  Y la traigo al caso porque, probablemente, Zambrano tuvo sobre el tema que ocupa este libro alguna de sus especiales miradas. “Un poco de luz y no más sangre” que pedía Cervantes. Ella le dijo a Juan Cruz que, como no tenía que pintarlo, ella vivió el Guernica en España. Y le añadió: “además el exilio fue también diáspora, nos dejamos de ver, de tener comunicación, entre otras cosas, porque había muchas bajas, muchas desde el principio. Mi generación, a la que yo llamaría la del toro, fue sacrificial, fuimos el toro nosotros. Yo he sido toro, y sé lo que es eso”.

Picasso pintó uno de los iconos del siglo XX cuya glosa dará todavía muchas vueltas. Las que aquí hace Liliana son a veces vertiginosos bucles con los que salta sobre una línea, un dibujo, un significado. Como una cazadora inmemorial que ventea la sangre detrás de la tinta. Hay que leerla lentamente. Un poco cada día. Igual que ella contempla lo que ha sido pintado; lo despieza para entenderlo y le busca las vueltas.  Es la poesía del dolor, aquello, decía Zambrano, que nos viene cuando desaparece el sufrimiento. Maestra del lenguaje, nos lo pone a palpitar porque exige enseñarnos a ver.

Liliana ha contado con esos trozos casi sangrantes de imagen que Gregoria ha ido cortando y atando. El resultado es una joya oscura para guardar durante muchos días y muchas noches. En algún buen lugar. A buen recaudo.

Porque me han dicho

que Guernica es un lugar que hay que limpiar con paños húmedos

o borradores,

la copia

de un arquetipo confuso,

un punto fuera de foco

en el vacío

resplandeciente

Decir el malestar profundo o directamente el horror. Decirlo en la historia, en el más famoso cuadro de Picasso, en un poemario: «Guernica». Cincuenta poemas que nombran, cuentan, piensan, inventan, crean mundos posibles a través de los personajes de Picasso, el toro, la madre con el niño muerto, el caballo, la mujer del quinqué, el de brazos levantados quemándose, la mujer que se arrastra, el guerrero caído, la paloma en agonía, la lamparita, la ventana de la casa que arde. La brutalidad de hoy y de todos los tiempos.

Liliana Díaz Mindurry es una reconocida y premiada poeta, escritora y ensayista argentina. Su poesía completa hasta el 2017 ha sido editada recientemente en Buenos Aires. Autora de veintiséis libros, cinco editados en España. Esta es una edición bilingüe (español-francés) con prólogo de Amelia Valcárcel.

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