En 1929, un Real Decreto-Ley firmado por Alfonso XIII sancionaba la creación en España de los Colegios Oficiales de Arquitectos. Un año más tarde, una Real Orden de 1930 daba pie a la fundación de los seis colegios iniciales. Estos comenzarían su actividad plena en 1931, con el Decreto de 13 de junio, que aprobaba sus Estatutos así como la constitución de un Consejo Superior. Aquellos seis colegios evolucionaron hasta convertirse en los 26 actuales, y el órgano coordinador primigenio se ha transformado en el Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, el CSCAE.
Este conjunto de normas supuso un cambio importante en el ejercicio de la profesión en España. Si hasta entonces la pertenencia de los arquitectos a las sociedades y asociaciones profesionales era libre y voluntaria, a partir de 1931 pasa a ser “preceptiva para el arquitecto que desee ejercer la profesión y potestativa para el que no la ejerza”. Y noventa años más tarde, así continúa. Los dos firmantes del presente texto formamos parte, obligatoriamente, de la institución en Galicia como colegiados.
Notarán ustedes el uso del masculino: en aquellos momentos ninguna mujer ejercía la profesión, puesto que aún no había alumnas tituladas ni por las dos Escuelas de Arquitectura existentes en España, la de Madrid y la de Barcelona, ni tampoco por la Academia de San Fernando, el antecedente de dichos centros.
Debe recordarse también que, hasta muy avanzado el siglo XX, la arquitectura ha sido una práctica ligada a las élites sociales y económicas. El acceso a las Escuelas de Arquitectura era en sí mismo una ‘carrera’. Para ello, debían superarse varias materias en la Facultad de Ciencias, junto con los exámenes de dibujo que, preparados por libre, habían de aprobarse en el propio centro que los admitiera. Tras el ingreso, un curso complementario de preparación que también era eliminatorio completaba la selección: todas las materias del mismo debían superarse a la vez. El recorrido exigía suficientes recursos económicos, así como capacidad y paciencia, porque solo vencidos estos obstáculos, se iniciaban propiamente los denominados estudios especiales. Un proceso largo que refleja el férreo control ejercido desde el colegio profesional. Este abría o cerraba la espita según se requiriesen más o menos profesionales “que no alterasen las condiciones del mercado”.
Una cuestión que seguramente enfriaba las aspiraciones de las jóvenes a cursar carreras técnicas. Como le dijo el director de una academia de dibujo al padre de Mª Jesús Blanco: “Bueno, es que de aquí salen los hombres titulados con 31 o 32 años y, ¡claro, para una mujer…!”. Se podía decir más alto pero no más claro: cómo iba a cursar estos estudios una mujer, se condenaba a la soltería. De hecho, las primeras mujeres llegan a las aulas de la Escuela de Arquitectura de Madrid en los años 30 del siglo XX. Un hecho excepcional que se prolongará hasta finales de los años 60. A partir de entonces, la propia evolución de la sociedad, junto con unas condiciones de acceso similares a las del resto de facultades, favorecieron una creciente presencia de chicas deseosas de titularse como ‘arquitectos’.
En la actualidad, iniciada la tercera década del siglo XXI, el número de alumnas supera al de alumnos en la generalidad de las Escuelas de Arquitectura de España, tal y como refleja el Informe Ejecutivo del Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España 2018. La consecuencia es una clara tendencia a la paridad en el ejercicio profesional, como muestran los datos publicados por el Architects’ Council of Europe. Si en 2016, el informe del organismo europeo estipulaba una proporción hombre-mujer de 72-28, en 2018 esta relación ha pasado a ser de 65-35. En esta tesitura, en pocos años se alcanzará el 60-40, y así hasta llegar a una ratio similar a la existente en las escuelas.
Por supuesto que esta no es una variable homogénea en todo el territorio nacional. Por ejemplo en el Colegio Oficial de Arquitectos de Galicia, los censos electorales entre 2012 y 2019 muestran una relación hombre-mujer estable, en torno al 68-32. Ello no obsta para que el ejecutivo de esta asociación esté formado en exclusiva por féminas: decana, secretaria y tesorera. Ni tampoco para que en las siete delegaciones territoriales gallegas ellas participen en proporción variable en las juntas directivas.
Las mujeres estudian arquitectura en similar proporción a los hombres, se colegian, y se implican en la gestión del colectivo. Y además ejercen la profesión libre. De manera individual, asociadas con hombres, o con otras mujeres. A menudo esconden su nombre de pila tras la inicial y el punto, para mantener la ambigüedad del género. Curiosamente suele interpretarse, la C de Carmen por Carlos, la M de María por Mario o Manuel, y así podríamos seguir.
¿Las obras de arquitectura proyectadas o dirigidas por mujeres desmerecen a las de los hombres? Pregúntenle, por ejemplo y entre muchas más, a Carme Pinós, Marta Gutiérrez, Julia Chamosa, Nela Prieto, Ángela Vidal, o a los estudios de Ezcurra y Ouzande, Espegel-Fisac, o Sastre & Sastre.
Solo una esfera mantiene una composición desproporcionada: la docente, con una exigua media del 20% de profesoras en las escuelas españolas –una ratio común en toda la rama de ingeniería y arquitectura-. Tal vez esta cuestión explique, al menos parcialmente, la arraigada pervivencia del sesgo de género, que del período de formación se traslada directamente a la etapa laboral. Porque el colegio mantiene el sesgo de género con el que nació, encubierto, eso sí, con sutileza y habilidad. Disfrazado mediante unos hábitos interiorizados y unas costumbres muy extendidas que han acabado por parecer “normales”.
Tan normales que la profesión sigue definiéndose en masculino. Pocas y pocos usan -usamos- los términos arquitecta y arquitecto. Ni siquiera las más jóvenes. El arraigo del estereotipo es tal, que aún a día de hoy se interpreta la voz femenina en un sentido peyorativo. “¿Cómo voy a ser una arquitecta?”. Tradúzcanlo por “una que no se entera”, “una que no comprende…” Y abundando en esta imaginería, recordemos la manida frase “la arquitectura no tiene género” -ni sexo, claro-. La arquitectura “es”; al igual que la medicina, la abogacía, la enfermería o la ingeniería. Y quienes la ejercen y la proyectan son personas. Unas son hombres, y otras mujeres. Iguales en derechos, pero diferentes en su percepción del entorno, en sus vivencias, en sus cuerpos, incluso en sus nombres de pila. ¿O acaso da igual llamar a Juan, Juana; o a María, Mario; o a Carlota, Carlos?
Tan normal es el sesgo de género, que no se aprecia ninguna reflexión sobre el significado de los patrones implícitos que arrastra una sociedad que pretende ser igualitaria, no solo cuantitativa, sino cualitativamente. Tan normal es, que se ignora el significado de la perspectiva de género como una herramienta de trabajo, vinculándose a una cuestión ‘femenina’. Tan normal es, que las arquitectas debemos conformarnos con ‘actividades propias de nuestro género’, a modo de un Hola de la arquitectura, a las que solo nosotras atendemos. Son loables iniciativas como el blog internacional Un día una arquitecta, o el gallego Hai mulleres. Pero no pueden ser las únicas y principales. ¿De qué sirven? Ni el Colegio ni la Administración, ni otras entidades recurren a ellas para llamar a mujeres cuando organizan jornadas, talleres o charlas. Con más frecuencia de la debida los paneles son exclusivamente masculinos -y muy reiterativos, por cierto-. La justificación es cristalina: “serán expertos insustituibles…”, “no habrá mujeres cualificadas…”. ¿Les suenan los argumentos?
En fin… Sin embargo, hoy no pretendemos criticar estos comportamientos, que también podrían ser objeto de argumentación, sino reflexionar sobre una cuestión aparentemente de mayor banalidad: sobre la denominación oficial de la institución a la cual pertenecemos. Una institución que, en su más alto rango se denomina Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, y que en cada comunidad autónoma se encuentra representada bajo la denominación de Colegio Oficial de Arquitectos.
Un modelo que incorpora la perspectiva de género a la arquitectura y al urbanismo. Y entre sus atributos está el ser nombrada y nombrar a los demás.
En la línea expuesta hasta hora habrá quien arguya: “Pero, ¿qué relevancia tiene el nombre? Tenemos asuntos mucho más importantes de los qué preocuparnos”. También dirán: “Nosotros ya lo consideramos, somos igualitarios. Mirad como hemos incorporado a las mujeres a los cargos de dirección”. Eso sí, el lenguaje de los estatutos –al menos del COAG, y del CSCAE- ignora la forma femenina de la palabra arquitecto, y no contempla la representatividad paritaria, o una alternativa razonable, en ningún caso.
(Permítannos en este discurso una ‘inocente’ maldad: si dejan que las mujeres dirijamos el colegio ahora, tal vez es porque en este momento no resulta de interés; cuando vuelva a ser un centro de poder, seguramente quien corresponda, un ente de alma masculina y varonil, retomará su sitio. No habremos logrado gran cosa, quedándonos en la ‘piel’ del problema. Pero también puede darse la situación inversa: una feminización de la profesión, y la expulsión de Adán de su paraíso. ¡Atención, hombres!, la paridad no solo es cosa de mujeres, también os atañe, y os liberará del ostracismo).
Tras el paréntesis, retomemos el tema del artículo. Recordemos que para muchas y muchos el lenguaje inclusivo y los nombres no importan, asumiendo que el masculino es genérico y universal… en las lenguas ibéricas. Una cuestión que no siempre ha sido así, como acertadamente nos enseña Mercedes Bengoechea al llevarnos a la lectura del Cantar de Mio Cid.
“Pero… ¡de qué hablamos!”, dirán unas y otros. Hablamos de hoy y mañana, de hombres y mujeres, de una sociedad más igualitaria, que tenga en cuenta las necesidades de todas y todos. Hablamos de una práctica profesional que supere los estereotipos de la ciudad funcional, de la vivienda mínima, y del patrón del hombre estándar o del Modulor. Hablamos de emplear nuevos modelos como Violeta. Una mujer, que representa los roles que desempeña una persona a lo largo de su vida, sea en la infancia, la juventud, la edad adulta o la senectud. Un modelo que incorpora la perspectiva de género a la arquitectura y al urbanismo. Y entre sus atributos está el ser nombrada y nombrar a los demás.
Y desde luego, ya no seremos los primeros en denominarnos de una manera inclusiva. Las enfermeras y enfermeros se agrupan en el Colegio de la Enfermería. Quienes ejercen el Derecho han cambiado la denominación del órgano gremial, Colegio de Abogados, por el de Colegio de la Abogacía. Es más, un colectivo muy próximo al nuestro se llama, desde no hace mucho, Colegio de la Arquitectura Técnica.
Reivindicamos, y reivindiquemos todas y todos, el cambio de nombre. Comencemos por el nuestro, el COAG, acrónimo que debería significar Colegio Oficial de la Arquitectura de Galicia. O el de todos los colegios a la vez. Que el CSCAE se traduzca como Consejo Superior de los Colegios de Arquitectura de España tampoco debe ser un problema. Es un paso al frente. También un legado.
Referencias
_ Violeta: INVESTIGACIÓN – Mi sitio web (mccl.es)
_ Las_mujeres_arquitectas_Galicia.pdf (inmujer.gob.es)
_ 2018__ACE_Report_EN_FN.pdf (ace-cae.eu)
_ Estado de la profesion de arquitecto en Europa 2016 (cscae.com)
_Agudo Arroyo, Yolanda e Inés Sánchez de Madariaga (2011). “Construyendo un lugar en la profesión: trayectorias de las arquitectas españolas”, Feminismo/s: La arquitectura y el urbanismo con perspectiva de género, 17, pp. 151–181.
_ Carreiro Otero, María y Cándido López González (eds.) (2016). Arquitectas pioneras de Galicia. Ocho entrevistas. A Coruña: Servicio de Publicaciones de la UDC.
_ Río Merino, Mercedes del (2009) “Logros de las mujeres en la Arquitectura y la Ingeniería”, Foro UPM. http://oa.upm.es/1895/