En la concepción patriarcal de la sexualidad, de las mujeres se espera absoluta e incondicionada disponibilidad sexual siempre que ésta sea requerida por un varón. El deseo sexual de las mujeres no se comprende si no orbitando alrededor del masculino: porque se inicia éste, debe desencadenarse aquel. Las mujeres, antes que desear, son deseadas y se espera que sólo de este modo –como objetos y no como sujetos de deseo– vivan su sexualidad.
El deseo y el placer femenino han sido histórica y mayoritariamente desatendidos. Sólo desde fechas muy recientes ha sido objeto de interés. Si la sexualidad de los varones se encuentra omnipresente y sobre ella no ha caído la losa de silencio que impera sobre la sexualidad de las mujeres (o al menos, no en el mismo grado), ésta última ha sido la eternamente desconocida y deliberadamente ignorada.
Una sexualidad reproductiva, centrada en el orgasmo masculino, el coito y la procreación ha impedido la igualdad entre los sexos también en el ámbito sexual. Si bien, andando el tiempo, la reproducción ha dejado de ser uno de los principales fines de las relaciones sexuales, no es menos cierto que, como las propias feministas radicales advirtieron en sus mismos comienzos, la revolución sexual preconizada en los sesenta sólo alcanzó al sexo masculino, impidiendo la liberación sexual de las mujeres e incluso –me atrevería a decir– ahondando en su opresión permitiendo que se convirtiese en explícita y más férrea esa exigencia de disponibilidad sexual.
Una sexualidad reprimida, silenciada y censurada por los sectores conservadores y religiosos y otra sexualidad aparentemente transgresora (léase a Puleo) pero no menos patriarcal propia de una revolución sexual androcéntrica ha impedido, pese a todos los avances, que las mujeres se conviertan en verdaderas protagonistas, aun hoy, de su propias sexualidad y del modo como quieran satisfacerla.
La sexualidad y la afectividad de las mujeres lesbianas han sido históricamente negadas y silenciadas. Ha transitado entre el desconocimiento, el silencio, la ridiculización, el desprecio o, directamente, la persecución y sanción. Ni siquiera el amor entre mujeres, completo y pleno por sí mismo, ha sido tomado por tal, considerando que éste no puede darse sino como un tibio sentimiento de empatía más cercano a la amistad que a un sentimiento amoroso profundo. Se ha tomado por confusión o imitación del verdadero amor antes que como auténtico por sí mismo.
Aun hoy en sociedades abiertas, democráticas y progresistas donde la homosexualidad goza de relativa e incluso notable aceptación, se le sigue considerando como una sexualidad a medias, incompleta, inauténtica, limitada, insuficiente. Es la concepción falocéntrica y androcéntrica de la sexualidad la que impide reconocer la sexualidad de las mujeres en general y de las mujeres lesbianas en particular: “sin el concurso del varón y del pene, no hay sexualidad. Y toda pseudo-sexualidad sin pene acusará su ausencia.” O, aún más: “el rechazo a la disponibilidad sexual y al deseo orientado hacia los varones denota una infracción moral o una deficiencia física y psicológica que debe ser tratada.” Esos lemas entrecomillados resumirían alguno de los aspectos de la concepción patriarcal de la sexualidad.
Y firmantes a esos lemas no faltan. No sólo en las filas conservadoras y ultra-religiosas, también en las queer, igualmente reaccionarias en lo que a mantener la subordinación de las mujeres y la desigualdad entre los sexos se refiere.
Las mujeres lesbianas son uno de los blancos preferidos del queerismo a la hora de imponer una sexualidad patriarcal y androcéntrica. Al borrar el sexo, borran las preferencias sexuales. El queerismo, al negar el binarismo sexual, niega la libre elección de pareja afectivo-sexual en función de los propios deseos sexuales e impone el borrado del lesbianismo de modo no menos férreo de quienes decretaban que la sexualidad y el amor entre mujeres es incompleto, inauténtico o desviado: una parafilia.
Esto se evidencia cuando se insta a que las personas homosexuales, pero concreta y especialmente las lesbianas, acepten a mantener relaciones sexuales con cualquier persona que diga ser del mismo sexo aunque de hecho sea del sexo contrario. A las mujeres lesbianas se les acosa y humilla acusándolas de presentar una insana filia que les lleva a desear exclusivamente a las mujeres por sus genitales. Con insultos tan desagradables como “coñofílicas”, “fetichistas de la vulva” o “fetichistas tránsfobas” se les acusa de reducir a la persona con la que comparten intimidad sexual a sus meros genitales, convirtiéndolas no en las mujeres con las que comparten amor y deseo sexual sino en genitales fetichizados a los que dirigen su deseo, que no es sino una filia y que, como tal, impide tratar a la otra como un individuo único y completo.
( Lo quuer) insta a que las personas homosexuales, pero concreta y especialmente las lesbianas, acepten a mantener relaciones sexuales con cualquier persona que diga ser del mismo sexo aunque de hecho sea del sexo contrario.
Por ello, siguiendo esta lógica, se les exige que sean “inclusivas” a la hora de vivir su sexualidad y acepten a los hombres auto-identificados mujeres como posibles compañeros sexuales a los que no pueden rechazar por deseo propio ni por ser lesbianas, pues como tales, paradójicamente, deben aceptar el pene, siempre que se le añada el apellido “femenino” y quien “lo porte” se diga “mujer”. Se les obliga a aceptar sumisamente un coito que no desean. Eso tiene un nombre.
¿Acaso no es esta una terapia de reconversión de la opción sexual y amorosa camuflada? ¿Acaso no es pura exigencia de sumisión y disponibilidad sexual para los varones, siempre y por encima de cualquier voluntad, decisión, deseo y circunstancia?
Pienso en las mujeres jóvenes lesbianas, aún faltas de referentes; aún con miedo o dificultades para expresar a quién aman y a quién desean; aún con temor a sentirse señaladas o cuestionadas; aún en una sociedad en la que su sexualidad no existe, porque se niega: ya sea por el silencio impuesto o por la sobreexposición nauseabunda y androcéntrica de su caricaturización (bien alejada de la realidad) en la pornografía.
Pienso en ellas, en sus dudas, en sus silencios. Y en que en ellos se cuele la misoginia queer, y borre quién son, qué quieren, qué sienten, con quién quieren compartir su sexualidad y sus deseos y con quién no. El “soy lesbiana” no invalidará ser requerida sexualmente por un varón. En realidad, nunca lo ha invalidado, porque para el patriarcado cualquier mujer está en débito sexual con cualquier hombre que así lo sienta. Pero, al menos, era (y debe seguir siendo) una manera de posicionarse y estar en el mundo, de establecer relaciones, de experimentar el deseo y el amor; una manifestación estable y consciente de la libre expresión sexual y amorosa que empezaba a lograr la aceptabilidad y plena legitimidad merecida.
Apelar a que son enfermas, mujeres traumatizadas o desconocedoras del placer que asegura la disponibilidad sexual para los varones comenzaba a no aceptarse: por eso, esta vuelta de tuerca para el mismo acoso, para perpetuar la misma sumisión sexual, el mismo androcentrismo y el falocentrismo de siempre. Se refuerza la normativa sexual para todas las mujeres.
Esto es el queerismo: una doctrina para exigir a las mujeres estar siempre al servicio de los hombres. Nuestro borrado para su plena satisfacción: personal, sexual e identitaria. Pero existimos. Y nuestra voluntad y determinación también.