Lo femenino no es equivalente a lo feminista. Ni siquiera tiene, necesariamente, que parecerse, lo femenino a lo feminista. Incluso puede ser lo contrario. Y lo contrario del feminismo, por definición, es el patriarcado.
A menudo, desde personas con intenciones, a veces con convicciones, feministas, se plantea que el feminismo pasa por hacer lo femenino más visible y reconocido en lo social. A partir de ahí, encontrar un balance en el reparto del poder social e individual, despojándole de su apropiación a quien milenariamente lo ha ostentado y ejercido, el humano varón.
De esta forma, desde estas visiones nada académicas, pero con intenciones feministas de fondo, se postula que de lo que se trataría, tal vez en un primer estadio, sería de contraponer lo femenino a lo masculino. Y, consecutivamente, de construir otro concepto de masculinidad, que vaya decayendo en su «patriarcalismo» dominante y abusivo para adoptar maneras más representativas de lo «femenino». Numerosas de las propuestas de las denominadas nuevas masculinidades orillan hacia este último enfoque, impulsando el trabajo colectivo e individual con varones mediante la deconstrucción de su masculinidad patriarcal para sustituirla paulatinamente por una masculinidad imbuida de lo que se supondrían son valores femeninos: el cuidado del otro, la expresión emocional, el diálogo y la atención, entre otros tópicos.
En ocasiones, este tipo de discursos de contraposición entre lo femenino y lo masculino no proviene de voces que se identifican con el feminismo, sino que lo rechazan. Suelen ser, éstas, personas que afirman que la mujer es ya suficientemente femenina sin necesidad de que el feminismo la reivindique, y que siendo femeninas las mujeres están ya a la par que los varones en igualdad de derechos y oportunidades.
Que un tipo de personas -algunas que, con intención y tal vez convicción, se califican como feministas- y las otras -quienes rechazan el feminismo porque, desde su feminidad, han llegado a la conclusión de que las mujeres no viven en desigualdad respecto de los humanos varones-, coincidan en equiparar lo femenino con el hecho de ser mujer, debería hacer sospechar que femenino y feminismo no son conceptos sinónimos o equivalentes. Puede que, en lo profundo de sus semánticas, y no en su expresión cotidiana, sean hasta antagónicos.
Si partimos del axioma de que las sociedades que conforman la realidad planetaria se han codificado, comenzando por la prehistoria hasta llegar a la actualidad, a partir del patriarcado, es decir, a partir de la imposición de una visión del mundo definida e implantada desde la masculinidad dominante para excluir a la mujer como sujeto político, entonces concluimos que la propia interiorización cultural de lo «masculino» y lo «femenino» responde a una categorización y construcción patriarcales. En suma, igual que todo el resto de los conceptos culturales: todos están impregnados de patriarcado.
Nuestras culturas, entendidas como los modos pautados y recurrentes de pensar, sentir y actuar en las sociedades, son patriarcales. Así, pensaremos, sentiremos, y actuaremos desde lo femenino en modo patriarcal; o sea, en el modo configurado por la masculinidad dominante. De lo que se sigue que lo femenino es, en realidad, la versión para mujeres de lo masculino. Ésta es una de las paradojas más complicadas de discernir desde dentro del patriarcado, y una de las que mejor explica, junto al pernicioso efecto de la violencia multidimensional del sistema patriarcal, porqué es tan difícil la concienciación feminista de muchas mujeres. También tiene que ver, esa paradoja, con que, desde la diversidad, muchas orientaciones sexuales actúen como caballos de Troya, inconscientes por la programación patriarcal en la que se han socializado, para continuar minando a las mujeres, incluso llegando a negarles su propia naturaleza de mujeres.
Aceptando el axioma anterior -que nuestras culturas son patriarcales-, no es difícil razonar que lo «femenino» es una de las dimensiones, digamos la capa identitaria, de la construcción de género inherente a la masculinidad dominante. Lo femenino es lo que se espera de la mujer dentro del patriarcado, y todo lo que se salga del patrón de feminidad serán desviaciones.
Lo más insidioso de todo este asunto es que, en sentido estricto, aunque el feminismo lograra la igualdad real efectiva entre hombres varones y mujeres, sería una igualdad asentada sobre códigos patriarcales, puesto que probablemente, a través de medidas de concienciación y provisiones legales, se habrían cambiado los modos de «actuar», pero no la manera en que el ser humano construye, por medio de la mente, su realidad. Y esa construcción mental, que es una codificación a través de conceptos prototípicos interiorizados desde la infancia, socializados en las relaciones interpersonales, y puestos en práctica en el devenir diario de las personas y de los colectivos, podría seguirse desarrollando a partir de un diccionario de parámetros masculinos adaptados a la «nueva normalidad», una suerte de igualdad paternalista cedida por lo masculino para diluir la presión feminista a la que el patriarcado está sometido.
Es cierto que una posibilidad operativa es que la consecución de la igualdad real y efectiva en el plano práctico pueda llevar, poco a poco, a un cambio de mentalidad cultural, y por tanto individual, de tal manera que, pasadas generaciones y generaciones de vivencia compartida de igualdad entre hombres y mujeres, la mente de los humanos cambie, y los roles de género asignados por la masculinidad decaigan. Podría ser. Sin embargo, el riesgo en este camino es que la mujer deje de existir -como sujeto político. Lo sé, es una visión demasiado apocalíptica, pero bien gráfica para seguir el argumento.
En un sentido, puede que demasiado ontológico, desbancar el patriarcado implica resetear la mente social, por tanto las mentes individuales, para desbaratar la codificación masculina que, desde hace bastante más de los veinte siglos de calendario que llevamos contados, nos mediatiza para definir nuestras realidades. No es cuestión de menospreciar los tremendos avances que el feminismo ha logrado a escala social y cotidiana, en la conquista de derechos y libertades, en la emancipación histórica de las mujeres. Esos avances son incuestionables, imparables. Lo que ocurre, lo estamos viendo, es que ningún poder en la historia, y todos han sido masculinos, ha cedido sus atribuciones -apropiaciones- sin resistirse; y una manera de resistir en el poder para la masculinidad dominante es cambiar la estrategia, pasando de la anulación de la mujer por la fuerza a su disolución por liquidación -por licuefacción, si se permite el símil. De nuevo, hacer que el concepto de mujer vaya desapareciendo, se vaya difuminando en una diversidad que desde varios flancos lo desmiembra y se apropia de sus restos.
Entonces, ¿»mujer» y «femenino», ¿no son lo mismo? Si hubiera que resetear la mente social para iniciar una sociedad con códigos culturales nuevos, en donde los roles y dicotomías de género impuestos por la masculinidad dominante, no tuvieran cabida en el proceso de definir la realidad ni en construir las sociedades, ¿continuaría existiendo el concepto «mujer»? Ésa es, precisamente, la clave de bóveda, la llave maestra, que deberíamos dilucidar.
A mi modo de ver, el reto más formidable del feminismo a futuro es definir qué es «ser mujer». Es verdad que parece demasiado básico para que nos lo preguntemos a estas alturas, pero a tenor de la evolución de los acontecimientos parece que no está del todo claro. Ese reto, aunque se nos antoje un sinsentido, es relevante, puesto que el riesgo que se vislumbra en el horizonte es el de una igualdad lograda a partir de un modo especialmente perverso de anular a la mujer: diluirla en el caldo cultural, como si nunca hubiera existido.
Reformulemos la pregunta: en unas sociedades idealmente igualitarias desprovistas de la imposición de los roles de género, donde imaginemos que incluso se hubieran abolido los conceptos de lo masculino y lo femenino, ¿qué significaría «ser mujer»? ¿qué, o mejor dicho, quién sería mujer?
A priori, en un intento superficial, ya intuimos que es difícil encontrar una respuesta inmediata. En un momento histórico en que parece que la diversidad, como un producto que si no es contestatario con el patriarcado habría que inferir que se trata de una de sus derivaciones -probablemente de la intersección entre el patriarcado y el capitalismo-, tiene querencias de llevarse por delante la misma noción de «mujer», no resulta accesorio preguntarse por el qué es «ser mujer».
Si hipotéticamente comenzáramos una tentativa de respuesta, diríamos que «ser mujer» no está ligado a lo femenino, salvo que «mujer» sea definido desde el patriarcado. Aunque las actuales corrientes de la diversidad de género opten por la versión de que «ser mujer» es una cuestión de elección sustentada en la racionalización de una vivencia interna, donde la construcción mental e identitaria de la persona trasciende a la biología, tal vez ser mujer tenga que ver con un hecho biológico. Ese «tal vez» no pretende negar que el ser humano, a través de su mente y de su voluntad, sea capaz de reformular el hecho biológico, casi cualquier hecho biológico exceptuando -por ahora- la muerte. Es distinto reformularlo que negarlo. Para ser exactas, reformularlo implicaría aceptar su existencia. Por tanto, una persona puede llegar a definirse «mujer» a partir de una diversidad de realidades biológicas o identitarias, o dejar de ser «mujer»; incluso legalmente registrarse en actas públicas y participar en la vida social en tanto «mujer», pero haciéndolo desde una codificación patriarcal de las realidades culturales es probable que ese concepto de «mujer» tenga, al menos, que se escudriñado para extraerle sus profundos anclajes semánticos, que quizás tienen raíces patriarcales.
Entonces, ¿hay alguna conceptualización de la «mujer» que esté libre de anclajes patriarcales, si todas las realidades individuales y sociales se han codificado desde las imposiciones mentales de la masculinidad dominante? Una pista: la salida del atolladero, para llegar a una conceptualización, libre de patriarcado, de «ser mujer», puede encontrarse allí por donde el patriarcado históricamente ha tratado de anular a la mujer en su condición de mujer. De nuevo: el hecho biológico. Podrá modificarse, y será argumentable que las personas tengan el derecho de autodeterminarse más allá de sus prescripciones biológicas de partida, pero ese hecho biológico es antecedente a su posterior rechazo o modificación.
Sobre ese hecho biológico está fundamentado todo el patriarcado, como una sistemática de explotación, instrumentación y anulación de la mujer a través de roles de género con el fin de poner al servicio oportunista del varón la condición biológica de la mujer, subordinando y haciendo depender el carácter individual y social de la mujer a esa condición biológica gestionada, a la fuerza, por los hombres.
La mujer que al patriarcado ha interesado históricamente someter es la que menstrúa o es menopáusica; la que tiene la facultad de engendrar existencias desde la matriz; la única cuyo ombligo es umbilical para dar, y no únicamente para recibir la vida. Después, en efecto, la mujer ha venido conquistando en muchos menos países de lo que parece, en todos por el propio esfuerzo del feminismo, los derechos sexuales y reproductivos, decidiendo ser madre o no serlo. Es su opción legítima y soberana, igual que lo es su orientación sexual. Algunas mujeres no menstruarán, y habrá personas que se sientan mujeres encerradas en biologías varoniles. Estas particularidades son accesorias, y desde luego derivadas, del hecho fundamental de que hay una biología, específica y consustancial a la mujer, que es ante la cual, contra la cual, y sobre la cual el primer hombre que se percató de su dependencia de la mujer utilizó la violencia para someterla, anularla, y ponerla a su servicio.
Sobre ese hecho biológico está fundamentado todo el patriarcado, como una sistemática de explotación, instrumentación y anulación de la mujer a través de roles de género con el fin de poner al servicio oportunista del varón la condición biológica de la mujer,
No es de ningún modo casual, sino más bien causal, que la historia sea testigo del paralelismo existente entre las agresiones por parte del hombre a la Tierra, la matriz y ecosistema primigenio de la vida, y la violencia sistémica contra las mujeres. El ecofeminismo, representado por referencias como Alicia Puleo, Vandana Shiva, Yayo Herrero o María Mies, entre otras, lleva tiempo advirtiéndonos de la dramática relación de victimización que, por mediación de la violencia del hombre, mantienen la mujer y la tierra.
Por tanto, por lo que parece, el recorrido del feminismo, en la encrucijada de la diversidad, podría pasar, en parte, por reconceptualizar y poner en valor desde las variadas ópticas feministas unas esencias que muchas veces han quedado sepultadas, lastradas, ensombrecidas, tergiversadas, mutiladas, en el fragor de la resistencia que, acosada por todos sus flancos, la mujer ha estado poniendo al servicio de conquistar los derechos más esenciales que le habían sido -no ya arrebatados sino- negados desde el principio por hombres determinados a hacer de la mujer una subordinada de lo femenino.
*El título está tomado del libro que publicará la editorial Devenir como un ensayo ecofeminista sobre el origen del mundo.