Tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936, un grupo de feministas se dio de bruces con una realidad anunciada: las mujeres no tendrían voz en el nuevo parlamento, mayoritariamente progresista, que se iba a constituir. La campaña dirigida a la movilización del voto femenino había sido monopolizada por el minoritario sector comunista de la AMA, la Asociación de Mujeres Antifascista, y su efectista mensaje se había centrado en la manida maternidad social y en los presos de Asturias. Fuera quedaron las enrevesadas demandas de las mujeres, difíciles de explicar y transmitir en una sociedad que sólo les pedía sacrificios. Sacrificios por la lucha de clases. Sacrificios por la patria. Sacrificios por los valores nacionales. Sacrificios por sus hijos, maridos y padres. Sacrificios por el triunfo electoral.
Esta demanda de sacrificio operaba en terreno abonado. La educación de la mujer se orientaba a este fin: anular sus deseos personales, sus anhelos, sus proyectos vitales que sólo debían encontrar desarrollo en su entrega a los demás. Reveladoras son las palabras de la socialista María Lejárraga, escritas ya desde el exilio en su libro, «Una mujer por los caminos de España», en las que describe su labor como propagandista en Granada:
“Nuestras campañas han llegado sin duda a unos cuantos grupos selectos… Pero la gran masa amorfa, la mujer de clase media provinciana, la mujer que trabaja fuera de la organización sindical, la mujer campesina, no tiene preparación ninguna… No encontré mujeres que convencer. Porque en Granada y su provincia la mujer no existe. No es exageración. Socialmente no existe. No cuenta, jamás se le ha ocurrido que pudiera contar, ni a ella ni a nadie.”
Ni a ella ni a nadie. Terribles palabras para describir una realidad social que parecía que cambiaría con el logro del voto, de los derechos políticos, de la ciudadanía plena. Sin embargo, el ejercicio de la libertad, la conciencia de la propia situación y la lucha por los derechos de las mujeres era un largo camino que recién se empezaba a transitar. Requería aprendizaje y pedagogía. Y las mujeres republicanas se iban a quedar sin tiempo.
No todas se adaptaron pacíficamente a la estrategia impuesta por las comunistas de la AMA. Socialistas como la misma Lejárraga o Matilde Huici alertaban del retorno a un discurso tradicionalista que no velaba por la correcta aplicación de la igualdad. También se resistieron las anarquistas de Mujeres Libres, como Lucía Sánchez Saornil, Mercedes Camaposada o Amparo Poch, las más rebeldes del feminismo; las que llegaron más lejos en su análisis de la opresión de la mujer. Las más solas. Pero mientras las anarquistas sólo aceptaban la vía revolucionaria para cambiar el sistema, las mujeres republicanas creían en la acción política y veían peligrar los logros conseguidos si la derecha ganaba las elecciones. Había que sacrificarse. Parecía, como en tiempos presentes, que nunca llegaba el turno para la lucha por los derechos de las mujeres.
Y se sacrificaron. Unas de esas víctimas fueron las mujeres agrupadas en torno a la ANME, la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, la más numerosa e importante de las múltiples asociaciones femeninas que, alegando su independencia política de los partidos tradicionales, no ocultaba su carácter más conservadoras. En la ANME (o afines a ella) se encontraban gran parte de las históricas del feminismo. A través de las páginas de su revista, Mundo Femenino, vamos a asistir a la frustración e impotencia de las mujeres cuyo sacrificio «por el bien común» había supuesto una renuncia demasiado dolorosa y peligrosa.
Julia Peguero, directora de Mundo Femenino y presidenta de la ANME, luchó por presentar candidatura a través de un partido que representara a las mujeres, pero tuvo que acatar la decisión de la Junta «de no participar colectivamente en la lucha electoral». El título del editorial que escribió tras las elecciones habla por sí solo: «Sin representación». Sus palabras reflejan la impotencia:
«La mujer española, que puede ser electora y elegible o elegida, carece de representación en las actuales Cortes. Hay algunas diputadas, pero envueltas en la minoría de su partido, no llevan la representación femenina, sino los intereses políticos.»
Se habían sacrificado con la esperanza de que el partido de Clara Campoamor fuera admitido en el bloque del Frente Popular. Cuando fue rechazado se intentó que Campoamor figurara de forma personal en las listas, pero Azaña lo impidió. Así se lamenta Julia Peguero:
“Evoco el nombre de Clara Campoamor; después sin acta; ni siquiera candidata en las elecciones últimas”.
Halma Angélico extiende el reproche más allá y se pregunta ¿Dónde están las mujeres?:
«¿Puede saberse qué defensa tendrá la mujer dentro del nuevo Parlamento? ¿Qué mujeres se enfrentarán con el hombre cuando alguno de ellos, amenazando, apunte la posibilidad de inhabilitar nuevamente a la fémina por peligrosa?… en la misma forma que hallaron sus derechos puede ser que los pierdan… Por todo y por más cabe preguntar: ¿Dónde están las mujeres? A dónde van ¿Cuál independencia y qué gritos de razón, de libertad y justicia es el suyo?»
A las durísimas palabras de Halma Angélico responderá Dolores Velasco cargando el peso de la responsabilidad en las asociaciones feministas, “las llamadas a dirigir esa preparación éramos nosotras”. Defiende a las demás mujeres que «han hecho lo que han podido: las jóvenes universitarias se enfrentan a los prejuicios, a la educación que han recibido, a sus padres […] Asumen todos los sacrificios sin que nadie las aplauda”, se conforman con que las dejen. Otras dan clases, conferencias… Muchas van por los pueblos y hablan en mítines “arrastrando las molestias y aún los peligros que esto supone” y preparándose para su labor en las Cortes. “¿Qué más quiere Halma que haga la que hace un lustro vivía recluida en el hogar? […] Créame Halma, somos nosotras, las más llamadas para el caso, las que hemos fallado en esta ocasión”. Otra articulista, con el seudónimo de Mariucha, recriminará a las asociaciones su carácter elitista y el haberse olvidado de “sus hermanas de las últimas capas sociales que siguen en la ignorancia y la esclavitud familiar y social”.
Muchas van por los pueblos y hablan en mítines “arrastrando las molestias y aún los peligros que esto supone” y preparándose para su labor en las Cortes.
Algo empezaba a quedar claro, ni la revolución, ni los partidos políticos tenían entre sus prioridades los derechos de las mujeres; su objetivo era instrumentalizar su fuerza y neutralizar sus demandas ¿Existían unos intereses compartidos por todas las mujeres que sólo pudieran llevarse a cabo a través de un partido feminista? ¿Dónde debía centrarse la lucha: dentro de los partidos existentes o en el Parlamento? Son las mismas preguntas que permanecen en la actualidad.
Clara Campoamor quiso hacerlo desde dentro de los partidos, pero en cuanto se convirtió en una figura incómoda fue relegada (en el Partido Republicano Radical) y rechazada (en Izquierda Republicana). Sin embargo, era consciente de que su éxito en la defensa del voto femenino se había producido gracias a que, al formar parte del PRR, fue elegida miembro de la Comisión para la elaboración de la nueva constitución.
Clara Campoamor quiso hacerlo desde dentro de los partidos, pero en cuanto se convirtió en una figura incómoda fue relegada
Esto le confirió una posición preeminente en la defensa de una carta magna que garantizara la igualdad jurídica de mujeres y hombres. Poder institucional y claridad de ideas fueron la clave para que la historia se escribiera de otra manera. Pero en el 36 se pierde el poder y los peligros a los que se enfrentaba la República relegaron su fundamento ideológico por un “salvarla como sea”. El progresismo sólo tenía una salida. Con el sacrificio de las mujeres se estaba sacrificando también parte de los fundamentos democráticos.
Cuando en el momento presente oímos a los “nuevos partidos” despreciar los trescientos años de historia del feminismo; hablar de “feminismo clásico”, feminismo institucional; confrontar un feminismo viejo con otro joven…, sabemos que estamos ante métodos modernizados de desactivación de la lucha de las mujeres. Se intenta redefinir lo que se advierte como peligroso. Busca deslegitimar sus postulados y sustituirlos por otros más modernos (o postmodernos); que se adaptan a las necesidades del presente. En definitiva, que no molesten. Y para hacerlo hay que actuar desde dentro mismo del feminismo. Nada nuevo.
En la década de los veinte del siglo pasado se vivió una situación parecida. En pleno auge del asociacionismo de las mujeres, los enfrentamientos por el liderazgo (especialmente en los organismos internacionales) condujeron a una crisis del incipiente feminismo político. Ya antes, la Iglesia, con la audacia que la caracteriza, había movilizado a sus mujeres para frenar el auge del activismo de librepensadoras republicanas y anarquista en las capas sociales más desfavorecidas. El cristianismo era para las católicas el auténtico feminismo. Celsia Regis las define como “feminismo negro”, porque “huyen de la luz del progreso”, y María Cambrils habla de “feminismo negativo” o “amorfo”, que pretende “hacer ingerir a las mujeres la píldora de la sumisión”. La misma Regis se autoproclama representante del “feminismo blanco”, sin ideología política, para anteponer los intereses de las mujeres a cualquier sentimiento partidista y, sobre todo, lejos de cualquier supervisión masculina; las socialistas, como María Cambrils, representarían para Regis el “feminismo rojo” que pretende instrumentalizar y desplazar la lucha de las mujeres anteponiendo los intereses de clase.
Todas reivindican el término en un momento en el que parecía tener utilidad para sus propios fines, pero al mismo tiempo todas acaban profundizando en la realidad a la que se enfrentan y llegando a conclusiones no deseadas. El feminismo negro será frenado por la propia Iglesia católica cuando vio que las cosas empezaban a irse de las manos; el feminismo blanco se movía en una élite intelectual sin apenas capacidad política; y el feminismo rojo (tanto para anarquistas como socialistas) acabó comprobando que las mujeres obreras, campesinas… debían enfrentar la doble emancipación, y sus compañeros no estaban dispuestos a admitir ninguna división en la lucha: lo primero era la lucha de clases, lo demás, o vendría solo, o no era prioritario (así se lo dijo también Lenin a Clara Zetkin).
Se sacrificaron las mujeres católicas que por primera vez habían tenido protagonismo y habían liderado movilizaciones. Se sacrificaron las socialistas en la disciplina de su partido, aunque afortunadamente contaban con la obediencia a las directrices aprobadas en el Congreso de la Segunda Internacional y su apoyo decidido a los derechos políticos de las mujeres. El feminismo “blanco” acabó apostando por las mujeres que, dentro de los partidos políticos, representaban sus intereses, como Clara Campoamor, Margarita Nelken, Victoria Kent, María Lejárraga…, pero siempre dividido. Algunas mujeres anarquistas (entre las que no estaba Federica Montseny) optaron por una lucha en solitario, independiente de los hombres, y se mantuvieron alejadas (pese a las presiones) del autoritarismo comunista.
Los apelativos del feminismo (rojo, blanco, negro) estaban determinados por intereses ajenos a la lucha de las mujeres. Trataban de apoderarse de un potencial de movilización y de injusticia que empezaba a adquirir dimensiones peligrosas para el sistema. La toma de conciencia de la realidad era una catarsis que una vez iniciada removía los cimientos de la sociedad. El divorcio, el reconocimiento de los hijos extramatrimoniales, la prostitución, la violencia contra las mujeres, el acoso (experimentado por las propias feministas por sus compañeros de lucha), la explotación laboral, la maternidad… Cada tema abordado llevaba a las mujeres a una búsqueda de causas últimas que las hacía incómodas. Ese hilo racionalizador de la situación de las mujeres es la teoría feminista. Es lo que lo define y determina su agenda. Sólo hay un feminismo, el que lucha por la emancipación de las mujeres; por liberarse de su opresión cambiando las estructuras sociales. Por eso el feminismo es siempre molesto. El debate interno es la base de su legitimidad; en él se plantean causas, soluciones y estrategias, en función de los tiempos. En el debate externo, siempre hostil, es donde se produce la lucha, no la definición de los postulados
Si los adanistas del tiempo presente se molestaran en atender a esa evolución, es decir, a la historia del feminismo, comprobarían que las mujeres ya se han enfrentado en el pasado con los ataques dualistas que nos hablaban del alma femenina, o los esencialistas que apelaban a la naturaleza, o los positivistas (como el mismísimo Madariaga) que ofrecía explicaciones científicas para la sumisión de las mujeres ¿Es posible que haya que volver a contraargumentar los mismo que hace un siglo? Clara Campoamor desdeñaba algunos de estos debates por estar en el “el terreno de la befa y la chabacanería”; ya a estas alturas se veían trasnochados. Quién nos lo iba a decir. Pero esos argumentos, por su misma pretensión racional, son fáciles de enfrentar. Sólo hay un terreno donde el feminismo, antes y hoy, no se defiende bien: el irracionalismo. El postmodernismo, exitoso en su enrevesada especulación teórica, ha fracasado en el terreno de la realidad. En su afán de cuestionar todos los resortes del poder configurados desde el mundo moderno nos deja un mundo invivible para las mujeres y los más desfavorecidos. Su deriva irracionalista se ha convertido en el mayor aliado del poder patriarcal y neoliberal. Y lo peor es que lo hace desde postulados progresistas que retuercen y cuestionan hasta convertir en aceptable la peor aberración. Mientras se mantuvo en el terreno del lenguaje y el discurso no dejaba de ser un circo de intelectuales que alardeaban de su osadía; pero en cuanto desciende al mundo real lo convierten en un despropósito.
En este momento una ola de impotencia se apodera del feminismo. De nada sirve argumentar. De nada sirve recurrir a las estrategias irracionales basadas en las emociones; el sufrimiento y la explotación de las mujeres están tan naturalizados que no pueden competir con la más mínima lágrima masculina. La misoginia (que nunca había desaparecido) aflora sin necesidad de disimulo, llegando a negar la propia existencia de las mujeres.
La impotencia debería desatar la cólera. Pero ¿Dónde está la cólera de las mujeres? La historia nos ha enseñado que sólo hay un fin para las valientes que respondieron al desafío con la ira: la locura. Ahí está Valerie Solanas que harta de injusticia reclama venganza; frente a la misoginia, misandria. O Théroigne de Méricourt que exigía la «gloria» en la lucha y el reconocimiento del valor de sus amazonas:
«¡Francesas! Os lo repito de nuevo: levantémonos hasta la altura de nuestros destinos; rompamos nuestras cadenas; ha llegado por fin el tiempo en que las Mujeres salgan de su vergonzosa nulidad en la que la ignorancia, el orgullo y la injusticia de los hombres nos mantienen esclavizadas desde hace tiempo.
Ciudadanas, ¿por qué no competir con los hombres? ¿pretenden tener ellos solos derecho a la gloria?, no, no…; Nosotras también merecemos una corona cívica y brillar con el honor de morir por una libertad que quizás nos sea más querida que a ellos, ya que los efectos del despotismo son incluso más severos sobre nuestras cabezas que sobre las suyas […] Abramos una lista de Amazonas Francesas; y que todas aquellas que amen verdaderamente su patria, vengan a inscribirse…»
Acabó humillada por las mismas mujeres a las que defendía y recluida y abandonada en Salpêtrière. Así la recordaba años más tarde Michelet:
“¿Dónde está la bella Théroigne, la intrépida liejesa que, en esta misma jornada memorable, se unió al regimiento de Flandes y quebró el apoyo de la realeza? […] ¡Quebrada ella misma, ay, azotada, deshonrada en mayo del 93, encerrada loca en Salpêtrière? […] ¡Esta mujer adorada convertida en bestia inmunda! […] Ella murió allí veinte años, implacable y furiosa por tantos ultrajes y tanta ingratitud.»
La gloria, la cólera, la ira… se convierten en histeria y locura cuando se trata de las mujeres. Así lo vivieron también las mujeres de la Comuna de París o las sufragistas inglesas.
El otro camino, el de «la tribuna», también transita a través de víctimas. Olympe de Gouges, la más memorable, exigía que, si la mujer tiene derecho a subir al cadalso, debe tenerlo a subir a las tribunas. Fue condenada a muerte porque “confundió su delirio con una inspiración de la naturaleza. […] la ley ha castigado a esa conspiradora por haber olvidado las virtudes que corresponden a su sexo”. Sus aspiraciones sobre la ciudadanía de las mujeres y sus derechos políticos, su exigencia de tribuna, eran delirios; y el cadalso, la forma de “disipar los síntomas de otras mujeres que pudieran haber sido afectadas por la enfermedad contagiosa de De Gouges«. Ella subió al cadalso guillotinada por la revolución en la que luchó, pero nos quedaron sus palabras:
«Mujer, despierta; el rebato de la razón se hace oír en todo el universo; reconoce tus derechos. El potente imperio de la naturaleza ha dejado de estar rodeado de prejuicios, fanatismo, superstición y mentiras. La antorcha de la verdad ha disipado todas las nubes de la necedad y la usurpación. El hombre esclavo ha redoblado sus fuerzas y ha necesitado apelar a las tuyas para romper sus cadenas. Pero una vez en libertad, ha sido injusto con su compañera. ¡Oh, mujeres! ¡Mujeres! ¿Cuándo dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la Revolución? Un desprecio más marcado, un desdén más visible… ¿Qué os queda entonces? La convicción de las injusticias del hombre.»
Gloria y tribuna exigían las mujeres en el siglo XVIII. Con la gloria exigían dignidad, con la tribuna su legítimo derecho a ser ciudadanas. Dignidad y palabra. Los mismos reclamos que en la actualidad.
a) {Tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936, un grupo de feministas se dio de bruces con una realidad anunciada: las mujeres no tendrían voz en el nuevo parlamento, mayoritariamente progresista, que se iba a constituir.}
Pues, deberíamos tomar la totalidad del discurso del transexual ecuménico perverso patriarcado y no enfrentarnos, entre nosotros, con sus parcialidades, todo lo contrario, utilizarlo con todos los enfoques del feminismo como evidencia de los “trucos” e hipocresía del «juego alternante» asociado de la izquierda y la derecha de quienes ejercen y son dueños del poder para desmantelarlos.
b) {Ni a ella ni a nadie. Terribles palabras para describir una realidad social que parecía que cambiaría con el logro del voto, de los derechos políticos, de la ciudadanía plena.}
Pues, es inevitable que en el “terreno” transexual ecuménico perverso patriarcal las mujeres evidencian su inferioridad. Pero es lo que “tenemos” y lo que puedan “lograr”, será a “gusto” del patriarca, no tendrían otra salida. En este camino, lo significativo no sería el transitorio resultado, sino permanecer y utilizar ese “terreno”, evidenciando la constante metodología transexual ecuménica perversa del patriarcado permaneciendo en su “territorio”.
c) {Cuando en el momento presente oímos a los “nuevos partidos” despreciar los trescientos años de historia del feminismo; hablar de “feminismo clásico”, feminismo institucional; confrontar un feminismo viejo con otro joven…, sabemos que estamos ante métodos modernizados de desactivación de la lucha de las mujeres. Se intenta redefinir lo que se advierte como peligroso. Busca deslegitimar sus postulados y sustituirlos por otros más modernos (o postmodernos); que se adaptan a las necesidades del presente. En definitiva, que no molesten. Y para hacerlo hay que actuar desde dentro mismo del feminismo. Nada nuevo.}
Pues, debemos persistir, esperar atentos probablemente siglos; recién estaríamos balbuceando, frente a una transexual ecuménica perversa sólida civilización que somete a más del 50% de lo denominado humano. El rol que jugamos en esta “historia”, podría acercarse a la gestación de la segunda rebelión contra la “horda” primordial patriarcal, como “misión” de los varones, en el convencimiento de no usufructuar los “privilegios” del patriarcado.
d) {Gloria y tribuna exigían las mujeres en el siglo XVIII. Con la gloria exigían dignidad, con la tribuna su legítimo derecho a ser ciudadanas. Dignidad y palabra. Los mismos reclamos que en la actualidad.}
Pues, las mujeres militantes soportan y padecen “penosamente” una intolerable tensión en el “terreno” transexual ecuménico perverso patriarcal que, utiliza todos los medios a su alcance y una hipocresía sin límite al pretender – no siendo varones – que deben aceptar o respetar las normas del varón. Un penoso conflicto que la mujer padecería sería; ¿Cómo admitir que el transexual ecuménico perverso patriarcado es el padre, el hermano, el compañero, el dirigente, el ecuménico, etc., y que en esta regla no habría excepción?
Mi Femeninologia *Ciencia de lo femenino es la serie de configuraciones que con mi conciencia voy recorriendo constituyendo, más bien, la historia que desarrollo en la formación de mi conceptualización. Es decir, una suerte de escepticismo consumado, que en realidad sería, el propósito de no rendirme, a la autoridad de los pensamientos de otro, sino de examinarlo todo por mí mismo ajustándome a mi propia convicción; o mejor aún, producirlo todo por mí mismo y considerar como verdadero tan solo lo que yo hago.
Hoy, como ese infante entre los 4 a 5 años adaptando mi pensar en la realidad, interpretando mi actividad onírica.
El sentido y la verdad del feminismo (la mujer) es absolutamente la derrota del varón; perverso irresoluble y ambiguo sexual.
Correspondería que, quienes se adjudican representar el psicoanálisis en el orden mundial y
local, evaluar el proceso iniciado al comienzo del año 2020 en el programa del poder global del patriarcado sobre la masa planetaria en el Siglo XXI.
Buenos Aires
Argentina
3 de noviembre de 2021
Osvaldo V. Buscaya (OBya)
Psicoanalítico (Freud)
Femeninologia *Ciencia de lo femenino