Cada vez que uno de los hombres que ocupan mayoritariamente los espacios de toma de decisiones y, por lo tanto, deciden sobre si un determinado producto cultural de un colectivo de mujeres o de una mujer individual sale al mercado, la dependencia económica del colectivo de las mujeres respecto al de los hombres se acrecienta, atravesando el campo cultural por entero.
Nuestra situación actual viene definida por la singular paradoja de que mientras las mujeres son objetos de estudio para especialistas masculinos [1], estas, debido a un estigma que cae sobre lo femenino interpretándolo como negativo, se encuentran a menudo con impedimentos para analizar de manera crítica la historia política y cultural de la masculinidad. Pero más grave aún es que las mujeres no puedan ejercer como sujetos que deconstruyen y analizan la historia de su propia opresión [2] sin ser cuestionadas. Ahora bien, la comprensión por parte de los hombres de la liberación de las mujeres a menudo se detiene allí donde la verdadera liberación comienza: en la ocupación de los niveles superiores de la jerarquía, en una verdadera comprensión de los dispositivos que llevaron a una exclusión de las mujeres de los espacios simbólicos de representación y decisión. En ocasiones son los mismos que se declaran partidarios de “el género” como estructuración de lo social quienes con sus acciones ponen a las mujeres en el lugar subordinado que históricamente les correspondía. Además, mientras que los sistemas educativos sigan convenciendo de un modo más o menos indirecto a niños y niñas, por medio de imágenes y discursos sexistas, de que están menos capacitadas para ocupar puestos de responsabilidad, y mientras que la sociedad les persuada de que la verdadera y principal vocación de las mujeres es vivir con un hombre, tener hijos y proporcionar cuidados; la democracia seguirá siendo excluyente y la desigualdad cultural un hecho casi invisible.
Normalmente se piensa que la cultura es un arma muy potente para acabar con el sexismo, y de ahí que en el pasado se esperase que la incorporación de las mujeres a los sistemas educativos reglados trajese consigo una sociedad más igualitaria. Sin embargo… ¿no fueron las “mujeres educadas” mismas las que alertaban ya a comienzos de siglo XX del sexismo en educación?. La primera psiquiatra de Francia, Madeleine Pelletier, hizo una distinción entre “educación femenina” y “educación feminista” para evidenciar que la primera promueve la feminidad más normativa y la segunda la igualdad. Ahora bien, una sociedad fundada en la desigualdad difícilmente acepta las visiones feministas radicales, a lo sumo tratar de reducir o disminuir la opresión estructural por razón de sexo. Además, una visión armónica entre grupos opuestos no es posible cuando esos grupos se definen por una situación desequilibrada de dominio y sumisión. La situación de igualdad, de emancipación o de desaparición de la dominación es hoy, como hace mucho tiempo, solo imaginable, utópica. La realización de la utopía sería la desaparición de la posición que privilegia a los hombres económica política y culturalmente. Hoy solo tenemos igualdad formal sobre la base de las prácticas cotidianas de desigualdad real.

Pensar que lejos de ser un arma contra el sexismo, la cultura es un dispositivo cargado de construcción sexista, tiene la virtud de darle la vuelta a un asunto clave de la democracia: la desigualdad. La apropiación cultural de su historia por parte del colectivo de las mujeres nos está llevando a deshacer la historia, a contar la historia de otra manera, revelando su parcialidad masculina como desigualdad. Tarde o temprano las instituciones que hoy invierten los impuestos que todos y todas pagamos en promover la masculinidad como norma, a través de premios, medallas y homenajes, tendrán que asumir esa apropiación cultural de un pasado negado, ocultado. Florence Rochefort, historiadora francesa de la diferencia sexual que contribuyo activamente a la introducción de la “Teoría de Género” en los manuales franceses de “Ciencias de la vida y de la tierra”[3] afirmó en una ocasión que “una cultura tan androcentrada que incluso pierde la conciencia de su propio androcentrismo, es una cultura que construye, perpetúa y legitima las desigualdades”
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No podía estar más clarito. Gracias, Mercedes.