Nabila, una mujer como tú

Carolina Vásquez Araya
Carolina Vásquez Arayahttps://carolinavasquezaraya.com
Periodista chilena radicada en Guatemala y editora. Ha trabajado en proyectos orientados al desarrollo social, cultural y económico, en especial en el sector de cultura y educación, derechos humanos, justicia, mujeres y niñez.
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En América Latina, los casos de feminicidio ocurren con saña renovada…

Coyhaique es una comunidad relativamente pequeña -50 mil habitantes aproximadamente- situada en la maravillosa Patagonia chilena. La ciudad fue fundada recién en 1929 y su acceso terrestre debió esperar hasta los años 80, debido a que a los gobiernos de Chile no les interesaba gran cosa desarrollar esas regiones remotas del extremo sur. Sin embargo, la belleza de sus paisajes la han ido sumando a la agenda turística, convirtiéndola en uno de los puntos más atractivos de la región de Aysén.

En ese escenario bucólico de aires puros y cielos resplandecientes fue en donde Nabila sufrió el ataque que la dejó ciega y en coma profundo. Su pareja y padre de 2 de sus hijos la golpeó salvajemente y, no contento con ello, la arrastró a la calle y con la activa complicidad de un amigo le arrancó los ojos con una llave de automóvil, le fracturó el cráneo y le destrozó los dientes. Horas después, un adolescente que caminaba por el lugar dio la voz de alarma y fue rescatada aún con vida.

Desde enero hasta la fecha, en Chile se han reportado 16 feminicidios en los cuales mujeres han muerto a manos de sus parejas o ex parejas, además de muchos otros ataques en los cuales estas agresiones no causaron la muerte de las víctimas. Como un detalle escalofriante, arrancarles los ojos parece ser una nueva forma de castigo contra las mujeres por parte de sus agresores.

El caso de Nabila despertó una ola de indignación en todo Chile y fueron muchas las organizaciones que le manifestaron su solidaridad. Pero así como sucede en todo el resto del continente, las muestras de apoyo no bastan para detener la creciente ola de violencia feminicida. Para combatir esta patología, cuyo origen se asienta sólido en sociedades patriarcales en donde el machismo continúa siendo un arma de destrucción a nivel doméstico y comunitario, la respuesta de la justicia debe ser rotunda y ejemplificadora.

Nabila, como Cristina, Candelaria, Reyna, Gregoria, Olga y otras cientos y miles de víctimas de violencia machista contabilizadas por los medios, arrojadas sobre las losas de las morgues después de ser mutiladas con saña indescriptible, van acumulándose como la mayor evidencia posible de desprecio por el género femenino. Un gesto colectivo –porque el volumen de casos así lo demuestra- cuyo origen reside en la institucionalización de la discriminación sexista en todos los escenarios de la vida.

Así como los índices se elevan, también los obstáculos para obtener justicia, ya sea por deficiencias o desconfianza en el sistema, por temor a las represalias o porque los hechores calcularon bien sus posibilidades de salir indemnes manipulando a jueces y fiscales. Existe, además, un paredón infranqueable de prejuicios orientados a culpar a las víctimas por su propia destrucción y justificar a los agresores a partir de supuestos “estados mentales” como origen de sus arrebatos de ira homicida.

Nabila es solo otra mujer para las estadísticas. Y lo seguirá siendo mientras no se eleven las alarmas ante una de las manifestaciones más extendidas del odio machista: el feminicidio en todas sus formas. Mujeres como Nabila Rifo en Aysén o Cristina Siekavizza en Guatemala seguirán sumándose a esta lista de las muertes tan injustas como innecesarias, amparadas por una cultura que las expone, sin mayores excusas, al exterminio en manos de su pareja.

El feminicidio no es un crimen común, es un crimen de odio contra mujeres por el solo hecho de ser mujeres. Porque se las carga históricamente con el lastre de una sumisión inducida por la sociedad y sus múltiples doctrinas religiosas.

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