La Idea de paridad supuso la llegada a la teoría política de una interpretación radical de la idea democrática de igualdad. Fue algo así como un acto de protesta realizado desde la biblioteca. Se planteó con el objetivo de superar la falta de eficacia de la igualdad meramente formal que impregnaba las interpretaciones estándar de la democracia. Lo que se pretendía era asegurar que todas y todos tuviesen acceso a los recursos económicos, al reconocimiento, a la representación etc., es decir, se perseguía la participación social en igualdad de condiciones con otros y se establecía la defensa de una base de igualdad que eliminase los obstáculos políticos y simbólicos que frenaban la igualdad tanto a nivel nacional como regional etc.
Parte de la calle y de las mujeres de la política protestan por lo que consideran una machacona presencia de la norma de la masculinidad –es la invasión del espacio político por parte de los nuevos “machos alfa”, se dice-.
Francia fue el primer país que adoptó un sistema de paridad[1], y hasta hace relativamente poco se pensaba que la paridad iría cuajando poco a poco la totalidad de la mentalidad política –al menos en Europa y Norteamérica-. Pero lo que se constata es que hoy son las visiones neoliberales y sus planteamientos de democracia adelgazada lo que está impregnando nuestro debate político. Y si la biblioteca protestó con la formulación del concepto paridad, inmersas en pleno periodo electoral como estamos por segunda vez en pocos meses, parte de la calle y de las mujeres de la política protestan por lo que consideran una machacona presencia de la norma de la masculinidad –es la invasión del espacio político por parte de los nuevos “machos alfa”, se dice-. La visión de líderes masculinos ocupando sin descanso los medios de comunicación de masas, apropiándose del espacio de la representación, monopolizando el discurso en todo el amplio espectro del paisaje político, es, junto con el olvido e incluso la hostilidad que manifiestan hacia la cuestión paridad, un síntoma de las nuevas contradicciones sociales que en tiempos de crisis nos invaden.
Inmersas en período electoral como estamos, sorprende que los políticos de cualquier color dejen de lado el debate sobre una necesaria profundización democrática paritaria en nuestro país. Nos asombra a su vez su desinterés por las cuestiones sociales de fondo, las que afectan a esa gran parte de la población llamada “mujeres”. O quizás ya no nos sorprende demasiado porque es “lo de siempre”.
Actualmente existe una crisis multidimensional del capitalismo: política, medioambiental y social. La crisis social genera contradicciones entre el plano de la economía y el trasfondo de la vida social con esas dimensiones del trabajo de cuidado que hacen posible el sistema de trabajo mercantilizado. La teoría marxista analizó la historia de las contradicciones sociales que generaba el sistema productivo capitalista, la cuestión de la clase, pero dejó de lado la cuestión del sexo, la contradicción producción-reproducción, la separación entre el sistema productivo y el reproductivo, o lo que a veces se conoce como las esferas separadas público-privado.
A veces se planteaba una defensa de las condiciones de la esfera de la familia y otras supuso una opción por la vida independiente, especialmente por parte de mujeres críticas con la opresión de un contrato de matrimonio que las incapacitaba legalmente, convirtiéndolas en menores de edad sometidas a su esposo.
Así que entre la economía oficial productiva y el trasfondo social existen tensiones, desajustes entre dos planos que se manifiestan de forma diferente en cada una de las fases históricas del capitalismo[2]. En la época de la Revolución Industrial, por ejemplo, se presenta una desestabilización o desestructuración de la familia porque el capitalismo libra a los individuos a sí mismos y no se ocupa de la cuestión de la reproducción social; es una época en que incluso los niños están incorporados al trabajo industrial y en la que las mujeres se integran en prácticamente todos los niveles más precarizados de cada uno de los lugares del sistema productivo, como por ejemplo la minería, donde la división sexual del trabajo establece que sean ellas quienes realicen los trabajos más pesados, como el transporte de los vagones llenos de mineral, es decir, mujeres trabajando como animales de tiro. La visión de lo que era considerado como trabajadores miserables generó una alarma moral por parte de las mujeres de las clases medias y burguesas, quienes organizaron y desarrollaron todo un movimiento filantrópico y social, un “trabajo caritativo” que a veces se denominó “maternidad social”. A veces se planteaba una defensa de las condiciones de la esfera de la familia y otras supuso una opción por la vida independiente, especialmente por parte de mujeres críticas con la opresión de un contrato de matrimonio que las incapacitaba legalmente, convirtiéndolas en menores de edad sometidas a su esposo.[3]
Ahora bien, cuando se piensa que el sistema productivo, y por lo tanto los ingresos de la unidad familiar, provienen de una sola persona, el ciudadano hombre proveedor, se promocionan determinadas planificaciones políticas de gestión de la vida y se reenvía a las mujeres al espacio doméstico–reproductivo, como ocurrió en el periodo de la post-Segunda Guerra Mundial y en la época de creación de la sociedad de consumo del “American way of life” y su ideología impulsora del “Baby Boom”. De este modo, la tensión entre lo económico y lo social generó contradicciones que provocarán la transformación del capitalismo hacia una segunda fase, su evolución hacia formas nuevas, como las desarrolladas en las luchas por los desplazamientos de las fronteras entre lo público y lo privado, lo personal y lo político. Estas luchas dan lugar a un capitalismo gestionado por el Estado en el que ya no se piensa que las clases trabajadoras han de librarse a sí mismas sino que el Estado ha de tomar a su cargo una gran parte del cuidado necesario para la reproducción social de la vida humana.
Esa segunda fase de separación estricta entre lo doméstico y lo político-público gestionado por los hombres se fragiliza en las décadas de 1970 y 1980, cuando se báscula hacia un tercer tipo de capitalismo que establece un nuevo tipo de relación social en la que el encogimiento o retirada del Estado Providencia exige que las mujeres trabajen, pero sin eliminar el espacio doméstico. Así se introduce, por un lado, la “doble jornada” de las mujeres, productiva y reproductiva, y, por otro, una “externalización” o mercantilización de los trabajos del cuidado dentro del espacio doméstico mismo, trabajos domésticos y de cuidado de ancianos y niños que son proporcionados a las clases medias por mujeres de comunidades emigrantes. Aparece así una una “dualización” del cuidado porque una parte del mismo es mercantilizada como mano de obra femenina.
Con nuestras instituciones y nuestros representantes políticos ignorando la legislación europea en materia de paridad quizás no se perciba que en la paridad está en juego un tema de justicia/ injusticia social.
Las mujeres españolas están hoy inmersas en las consecuencias que se derivan de estas situaciones históricas globales, pero al mismo tiempo están muy lejos de haber rozado los niveles de paridad o justicia distributiva que podrían permitirles neutralizar parte de los efectos indeseables derivados de su pasado histórico. En esta situación quizás ni es posible que se escuchen las voces que cuestionan la falta de representación de las mujeres. Con nuestras instituciones y nuestros representantes políticos ignorando la legislación europea en materia de paridad quizás no se perciba que en la paridad está en juego un tema de justicia/ injusticia social.
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