Hoy conmemoramos el aniversario del asesinato de trece mujeres, las Trece Rosas Rojas. Cuando se conmemora este tipo de acontecimientos trágicos suele ponerse una cifra: décadas, centurias de dolor contenido que eclosionan en un grito de rabia, de sufrimiento profundo. Sin embargo, a las rosas rojas no debemos ponerles una fecha, porque sus nombres nunca se borraron de la Historia, y nunca se borrarán.
Trece niñas, trece mujeres, trece compañeras. Trece rosas rojas que militaron, que llevaron su ideal por bandera. Muchas de ellas se afiliaron a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSE-UJCE) cuando la guerra que se desencadenó tras un golpe de Estado fascista, apoyado por los sectores más conservadores y la Iglesia Católica, ya había comenzado; cuando el bando faccioso comenzaba a aniquilar republicanos/as, socialistas, comunistas, sindicalistas, anarquistas o, simplemente demócratas, en el frente y en las retaguardias. En el peor momento de todos, estas mujeres comenzaron a militar en partidos políticos, sindicatos y organizaciones juveniles de izquierdas. En el peor momento acudieron en defensa de unas ideas que creyeron justas, porque lo eran.
En marzo de 1939, cuando la guerra llegaba a su ocaso, el bando republicano se resquebrajaba, Franco no se decidía a entrar en Madrid, la ciudad heroica del republicanismo, y el largo camino del exilio comenzaba para muchos y muchas, se había anunciado que quienes no tuvieran delitos de sangre no tenían nada que temer. La Historia da buena muestra de que la pedagogía del terror, la violencia extrema y los asesinatos crueles se dieron con toda aquella persona sospechosa de simpatizar con la República.
Las JSU intentaban restablecerse, pero no estaban acostumbrados/as a trabajar en la clandestinidad. Pronto empezaron a caer en manos de franquistas los nombres de jóvenes socialistas, comunistas, anarquistas y sindicalistas. Entre ellos, el de las Trece Rosas Rojas: Ana López, Pilar Bueno, Dionisia Manzanero, Carmen Barrero, Joaquina López, Martina Barroso, Luisa Rodríguez, Elena Gil, Victoria Muñoz, Julia Conesa, Virtudes González, Blanca Brisac y Adelina García.
Todas ellas fueron torturadas, agredidas, violentadas y vejadas por sus ideales. Ese fue su único delito: ser mujeres de izquierdas. Fueron llevadas a la Cárcel de Ventas, un centro penitenciario inaugurado en 1933 por Victoria Kent que aspiraba a ser un centro pionero en la reinserción de reclusas. Tenía capacidad para albergar a 450 presas y en 1939 el número ascendía hasta 3.500. Llegó a albergar a más de 5.000 mujeres. Las condiciones eran inhumanas.
Las semanas pasaban y las Trece Rosas Rojas, junto a otras muchas mujeres, esperaban un juicio que las eximiese, pues no habían cometido ningún delito. La música de fondo eran los tiros de gracia del Cementerio de La Almudena, situado a escasos metros de la Cárcel de Ventas.
Cuando llegó el juicio, ni tuvieron una buena defensa ni tuvieron un juicio justo. Se pedía para ellas, y los cuarenta y tres compañeros ajusticiados junto a ellas, la “Pepa”, o sea, la pena de muerte. En algunas ocasiones se ha dicho que el asesinato de Eugenio Gabaldón, comandante de la Guardia Civil, por parte de dos republicanos, aceleró el proceso. Sin embargo, si no hubiera sido esa excusa, habría sido otra. El nivel de violencia y tortura del Franquismo no conoció límites.
El 2 de agosto de 1939, y sin conocer siquiera a su defensor, fueron condenados/as a muerte 13 mujeres, las Trece Rosas Rojas, y 43 hombres socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos y sindicalistas, y el 5 de agosto de 1939 fueron fusilados/as a las seis de la tarde. Su memoria ha quedado plasmada en uno de los muros de la vergüenza del Cementerio de La Almudena.
Los herederos y las herederas de la derrota hacemos memoria por quienes ya no están, pero también por quienes tienen que venir. Para legarles un mundo más justo, más libre y más democrático.
Desde la Cárcel de Ventas hasta Utoya, pasando por Guernica y Caudé, seguiremos siempre en guardia. Seguiremos preservando sus memorias y luchando por sus ideales.