Aunque ahora hablamos de ‘personas LGTBI’ o de ‘diversidad sexual y de género’, con la intención de evitar focalizar continuamente en los varones gais todo nuestro discurso, sigue siendo habitual que la pretensión de que las afirmaciones que realizamos resulten más inclusivas realmente no llegue a superar eso, una intención difícil de materializar. Nos preocupamos tanto por la estética de las denominaciones que parecemos olvidar la ética que encierran: si hablamos de diversidad, de diferentes identidades, hemos de prestar atención a todas ellas, no seguir observando una única realidad, la realidad gay, amparándonos en el propósito no materializado de la inclusividad. Porque eso no es inclusividad, es puro postureo.
En el discurso político actual queda muy claro: el lesbianismo y la bisexualidad de las mujeres ocupa un incómodo espacio en la frontera -menos permeable de lo que me gustaría- entre la vindicación feminista y el movimiento LGTBI.
En el discurso político actual queda muy claro: el lesbianismo y la bisexualidad de las mujeres ocupa un incómodo espacio en la frontera -menos permeable de lo que me gustaría- entre la vindicación feminista y el movimiento LGTBI. Pero empiezan a ser frecuentes las listas de mujeres no heterosexuales que responden los conocidos listados de personas diversas e influyentes en que los varones somos una abrumadora mayoría. Así apareció la reciente verdadera lista de las lesbianas y bisexuales influyentes en España, como respuesta al tradicional catálogo de publica anualmente El Mundo con motivo del Orgullo LGTB. Sería interesante, ya que estamos, preguntarnos por qué hablamos de ‘influencia’ y no de ‘poder’.
Encontramos que cualquier forma de heterodoxia sexual femenina ha quedado invisibilizada, como parte de la invisibilización global a que se ha sometido a las mujeres en los estudios históricos hasta tiempos muy recientes.
¿Dónde están las lesbianas? resulta una cuestión palpitante. Más allá del perpetuo planteamiento interno de los colectivos, la pregunta se vuelve insidiosa cuando nos acercamos a nuestra historia. Por una parte, encontramos que cualquier forma de heterodoxia sexual femenina ha quedado invisibilizada, como parte de la invisibilización global a que se ha sometido a las mujeres en los estudios históricos hasta tiempos muy recientes. Por otra parte, nos topamos con que suele afirmarse, no sin razón, que es imposible trasladar nuestras actuales concepciones sobre la sexualidad a sistemas culturales del pasado, con sus propias fundamentaciones diferentes a las del presente. Bien es cierto que no es del todo lícito hablar de bisexuales en el Barroco, de gais en la Edad Media, de transexuales en el siglo XVIII o de lesbianas en la Antigüedad. Pero también es verdad, y parece que lo hemos olvidado, que nuestras etiquetas, recogidas en las siglas LGTBI, son nociones nacidas con la pretensión de ser políticas y que, de un modo u otro, con mayor o menor acierto, cuando hacemos historia también estamos haciendo política.

Sería más sencillo de este modo encontrar lesbianas, avant la lettre, si buscamos a lo largo de la historia, simplemente, mujeres que amaron o desearon a otras mujeres. Y así hallaremos que el lesbianismo es una constante en la humanidad, que se remonta muchos años antes de que la conocida Safo abriera su escuela en Lesbos. Ya con en comienzo de la historia, en la Mesopotamia que redactó el Código de Hammurabi hace casi cuatro mil años, aparecen las ‘salzikrum’, las ‘hijas-varón’, que podían no solo heredar el patrimonio familiar, a diferencia del resto de mujeres, sino que les estaba permitido tomar una o varias esposas. Tiempo después la Biblia recoge la historia de Nohemi y Rut, que le dijo a aquella «no me ruegues que te deje y me aparte de ti, porque a dondequiera que tú fueres iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios» (Ruth, 1:16); y aunque este amor bíblico fue olvidado por el derecho medieval para imponer sus penas a las mujeres que amaban a otras mujeres, también entonces las hubo padeciendo la tortura por ese amor que hoy llamaríamos lesbianismo. Incluso una mujer célebre, santa y doctora de la Iglesia, quiso escribir con exacerbado afecto cartas a algunas monjas de su congregación. Podemos decir que Teresa de Ávila fue lesbiana porque, a pesar de lo impropio del término y de la presunción de castidad de la escritora, quedan suficientes testimonios de sus afectos para comprobarlos.
¿Dónde están las lesbianas y las mujeres bisexuales? Siempre han estado ahí, desde el primer momento. Quizá el problema sea haber formulado mal la pregunta. Primero, por el ya mencionado intento de hacer rigurosamente válido un concepto actual en un contexto pasado: ni en Mesopotamia ni en ningún otro momento, hasta hace unas décadas, hubo ‘lesbianas’ en sentido exacto. Pero sorprende que la etiqueta ‘gay’ sea tan flexible y pueda aplicarse de forma más o menos libre a, por ejemplo, García Lorca, que jamás se habría planteado utilizar ese término para describirse. Y, en segundo lugar, tampoco resulta válida la cuestión porque la formulo yo, un varón gay -aunque aburrido de esta etiqueta-, y para preguntar parto de un sistema de pensamiento que, aunque me es propio, no tiene por qué ser compartido por las mujeres lesbianas y bisexuales. Las hay hoy luchando por sus derechos, las hubo hace siglos disfrutándolos o padeciendo su ausencia. Pero la única respuesta que puedo asegurar a la pregunta ¿dónde están las lesbianas y las mujeres bisexuales? es ‘ellas sabrán’; yo celebro desde el lugar que me es propio su sabiduría.