Puedo imaginarme que a los cuatro machitos que presuntamente abusaron sexualmente de una joven en un pueblo cercano a Pozoblanco, y que luego reincidirían en los San Fermines, les encantará la última película de Paul Verhoeven. El polémico director ya había anunciado en varias entrevistas lo “novedoso” de su propuesta: “La idea de una mujer que es violada pero se niega a asumir el papel de víctima es algo nuevo en el cine”.
Esta misma afirmación contiene ya el error del que como presupuesto parte el director de Elle: la historia del cine está llena de películas en las que se nos muestran agresiones y violaciones sexuales en las que las mujeres acaban reducidas a objetos silenciosos e incluso cómplices de la actuación degradante sobre sus cuerpos y su sexualidad. Ahí están por ejemplo las múltiples violaciones que incluso en tono jocoso nos ha mostrado Pedro Almodóvar o el episodio de la reciente Kiki de Paco León en la que un varón droga a su mujer para poder gozar mientras ella duerme. Es decir, en esta cuestión, como en tantas otras, el relato predominante ha sido el urdido por el ojo de un creador masculino que entiende que los deseos de la mitad de la Humanidad a la que pertenece deben traducirse en una suerte de derechos que acaban instrumentalizando a la otra mitad.
Un discurso que está encontrando en el actual contexto neoliberal el mejor escenario para echar mano de la archisabida justificación de la libre elección femenina y así amparar un libre mercado, también de los cuerpos y de la sexualidad, en el que a muchos parece no importar cuál es la parte fuerte y cuál la débil del contrato.
Un discurso que está encontrando en el actual contexto neoliberal el mejor escenario para echar mano de la archisabida justificación de la libre elección femenina y así amparar un libre mercado…
La perversa película de Verhoeven, y lo es porque está rodada con maestría y es capaz de envolver al espectador en un cierto contexto de amoralidad en el que resulta fácil que las convicciones sean arrasadas por las imágenes, comienza con la terrible violación de la protagonista que decide no denunciar la agresión. Al contrario de lo que cabría esperar, Elle (Ella) entra en un círculo vicioso – libremente elegido, claro – en el que parece incluso disfrutar de los golpes, la violencia y el desprecio. Todo aparece además situado en el marco de un mundo burgués decadente y superficial en el que parece un valor romper determinadas reglas y dejarse llevar por las pulsiones.
Lo más desconcertante es que Michèle, la protagonista que es interpretada con absoluta maestría por Isabelle Huppert -la cual se hizo con el papel después de que muchas compañeras se negaran a interpretarlo- es aparentemente una mujer poderosa, autónoma, lúcida y con herramientas de las que no disfrutan buena parte de sus compañeras de género devaluado. En una pirueta tramposa y torpe a mi parecer, que trata de justificar sus comportamientos en su posición de víctima de un terrible hecho que sufrió cuando solo era una niña, vemos cómo Michèle asume como propia una emoción radicalmente masculina, la ira, y desde ella se posiciona en un momento vital en el que pareciera que ser agredida física y sexualmente es una especie de acicate para recuperar su lugar en el mundo. La vemos convertida en una despiadada mujer de negocios que pide más y más violencia en los videojuegos que le hacen ganar tanto dinero, que no duda en presentarse como la más misógina ante conflictos familiares como el que tiene con la pareja de su hijo (“es una psicópata”, dice literalmente de ella) o que siente como un riesgo que su ex se haya enamorado de una mujer que lee a Simone de Beauvoir.
Películas como Elle – el mismo título nos remite a la falta de individualidad de las idénticas – nos demuestran a la perfección como la tan alabada liberación sexual ha sido realmente una liberación concebida en términos patriarcales.
Desde mi punto de vista, la fragilidad ética de la propuesta de Verhoeven – que cinematográficamente es impecable aunque sea una película llena de trampas – reside en mostrarnos un personaje femenino que podría servirnos como el prototipo de lo que el neoliberalismo sexual y la sociedad pornificada que vivimos han convertido en una de las alianzas más brutales para las mujeres. Películas como Elle – el mismo título nos remite a la falta de individualidad de las idénticas – nos demuestran a la perfección como la tan alabada liberación sexual ha sido realmente una liberación concebida en términos patriarcales.
En ella las mujeres se sitúan como objetos mercantilizados o, como le sucede a Michèle, como cómplices de un sistema que continúa dando valor a lo hegemónico masculino – el poder, la ambición, la violencia, los deseos ilimitados – frente a la otra mitad que, como además vemos en los distintos personajes femeninos de la película, permanece subordinada y enajenada. Hasta el punto de que los sujetos neomachistas del siglo XXI pueden encontrar un argumento perfecto en los retratos de mujeres que se nos muestran en pantalla para justificar cómo ellas se están convirtiendo en “el peor de ellos”. No olvidemos que en la película, la esposa del agresor lo justifica diciendo que “era un buen hombre pero tenía el alma atormentada”.
El mismo recorrido argumental que vemos en esta película podría haber llevado por ejemplo a que Michèle se dedicara a la prostitución y de esa manera solucionara no solo los traumas infantiles sino también sus carencias de afecto y de poder. En este sentido, hay una clara continuidad con otra película francesa de hace unos años, Joven y bonita, de François Ozon, en la que se nos mostraba cómo una chica preciosa solucionaba su pérdida de rumbo adolescente vendiendo su cuerpo a señores mayores. Quizás para recordarnos que como dice un personaje del Jamón, jamón de Bigas Luna todas las mujeres llevan dentro una puta, o que no hay nada más liberador que sentirse como la protagonista de 50 sombras de Grey.
Lo terrible es que, muy especialmente en el relato cinematográfico, los dominantes sean los discursos (neo)machistas y el imaginario creado a imagen y semejanza de los privilegios masculinos.
Por supuesto que cualquier creador es libre para mostrarnos su mirada sobre la realidad y para proponernos el juego emocional que quiera. Lo terrible es que, muy especialmente en el relato cinematográfico, los dominantes sean los discursos (neo)machistas y el imaginario creado a imagen y semejanza de los privilegios masculinos. Por eso, y no nos cansaremos de repetirlo, hacen falta muchas más mujeres directoras que nos ofrezcan su manera de entender el mundo, como también son necesarias voces éticas que nos ayuden a ver el cine como espectadores críticos e insumisos.
Sin esa pedagogía de la incomodidad, me temo que el patriarcado seguirá rodando películas mientras que continúa provocando víctimas que, en muchos casos, no es que no quieran denunciar, como Michèle, sino que carecen del “poderío” del que habla Marcela Lagarde para hacerlo.
Gracias por el artículo, me ha sido muy útil y esclarecedor. Si decido ver la película, sabré con qué ojos mirarla.
El texto se queda, por mala interpretación o por conveniencia, en un aspecto muy superficial de la película, con además bastantes incongruencias, tanto sobre la película como sobre el tema que quiere tratar en general. Supongo que el autor cuando vio Starship Troopers salió indignado pensando que era una apología del fascismo.