Un día después de conocer el Nobel de Literatura 2016, que tanta discusión sobre alta cultura y cultura popular, sobre dónde está la poesía y donde parece no buscarse la poesía, sobre a qué suena la letra de una canción sin música y cuánta música no necesita un poema para ser canción; se falla el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca . Lo gana Ida Vitale, compañera de generación de Onetti y Benedetti -y también de Idea Vilariño- y una de las poetas uruguayas que más han contribuido a la poesía actual. Pero de esto, quienes un día antes lamentaban que no se buscara la poesía en los libros de poesía no han dicho más bien nada.
Puede una pensar que la relevancia de uno y otro premio no son comparables (y apuntar entonces que ya que la relevancia del Nobel es incuestionable, recordemos que entre los once galardonados este año no hay una sola mujer). Pero piensa una que en realidad esto tiene que ver también con lo que humorísticamente quiere denominar “patriarcanon”.
El canon literario que, como apunta el escritor Raúl Quinto, lo fijan tanto las instituciones (donde está la Universidad, si aceptamos y así lo hacemos, aquello de Foucault) y el mercado. Si llevamos esta conversación al terreno de la educación pública nos toca hablar del currículo académico.
Yo hice la prueba. Estudié Filología Hispánica, me especialicé en literatura y procuré cursar todas las asignaturas de poesía (y de literatura en el siglo XX) que mi universidad me ofreció. Luego tuve una estancia de creación en la Residencia de Estudiantes (lugar emblemático de nuestra Edad de Plata). Y fue por otra suerte de azares, lejos del cauces “oficiales y académicos” que comencé a leer a las poetas de la generación del 27. Y a partir de ahí empecé a encontrar otras voces en la generación del 50, de las que no había tenido noticia. Y tuvo que ver que muchas otras poetas, a las que leo, comenzaran búsquedas similares para que pudiera ir, no sin esfuerzo pero con el entusiasmo de quien encuentra un mapa del tesoro, tejiendo mi propia genealogía lectora. La otra, la que se nos había ocultado.
Pienso en todo esto ante el 17 de octubre, el Día de las escritoras. Como todo “día de” tiene ese regusto entre absurdo y simplón. Por un lado: “esto tendría que tenerse presente todos los días del año”. Por otro: “vaya manera de segregar, que haya un día de las escritoras, como si no fueran como los escritores”. Al primer comentario está la lógica aplastante: precisamente se visibiliza alguna cuestión con un “día de” porque es obvio que no está presente todos los días del año. Al segundo comentario, una respuesta radical: No, desde luego que las escritoras no son como los escritores.
Algo influirá cuando llegas a la mesa de la librería, como dice la poeta Isabel García Mellado, y lo que encuentras, mayoritariamente, son nombres de autores varones.
No lo son, porque si lo fueran yo habría estudiado tanto a Dickinson como a Rimbaud. Porque habría trabajado tanto en el aula Nada, de Laforet, como Tiempo de silencio, de Martín Santos. No lo son, porque a día de hoy siguen llegando muchísimos más originales a las editoriales firmados por hombres pero mi experiencia como profesora de talleres literarios (y como hija de profesora de talleres literarios durante más de dos décadas) es que fundamentalmente quienes participan, escriben y leen (esto lo dicen desde hace tiempo las encuestas) son mujeres. Algo tendrá que ver en nuestro techo de cristal que se nos hayan negado de esta manera los referentes. Que ahora haya editoras como Elena Medel haciendo una verdadera labor de arqueología para rescatar del limbo voces de mujeres que dicen mucho y bien y no aparecen en los libros de texto, ni en las antologías ni casi en ninguna parte. Algo influirá cuando llegas a la mesa de la librería, como dice la poeta Isabel García Mellado, y lo que encuentras, mayoritariamente, son nombres de autores varones.
Nos hace falta un 17 de octubre porque necesitamos conocer que tenemos memoria. No se trata de recordar, se trata de descubrir. De hacernos con miradas sobre el mundo que por una cuestión de género nos han sido invisibilizadas y nos han privado, a lectoras y lectores, de enfoques, decires, ideas.
Ana López Navajas apuntaba en un estudio que hizo para la Universidad de Valencia que de cada 100 nombres propios que estudiamos en la enseñanza secundaria obligatoria, 93 pertenecen a hombres y tan sólo 7 a mujeres. Y creo que todas las personas que hemos pasado por la secundaria sabemos que lo que no entra en examen rara vez se ha estudiado. Si no existe la posibilidad, porque ni se las menciona, de que en el examen te pregunten por las mujeres que escribían en la Generación del 27, ¿quién las va a conocer, salvo que realice una búsqueda consciente como hemos hecho muchas? Yo confío en las comunidades de expertos, y quiero pensar que no se me están negando, por alguna cuestión de exclusión, los nombres de algunos árboles.
Necesitamos elaborar, desde esas comunidades de personas expertas, un currículo académico que sea consciente del patriarcado, que desde ahí cuente y explique la Historia de la Literatura, que hable de la tremenda brecha que ha existido en el arte entre el hombre y la mujer, que diga por qué muchas mujeres nunca tuvieron el espacio para decirse a sí mismas poeta. Que deje de sorprenderse cuando una mujer aparece firmando un libro y que sospeche un poco más cuando en más de cincuenta ediciones del Premio Nacional de Poesía, sólo lo han ganado cinco mujeres, siendo, como somos, la mitad de la población.