Doña Clara o la mujer sin miedo a los tiburones

Octavio Salazar Benítez
Octavio Salazar Benítez
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba. Feminista, cordobés, padre QUEER y constitucionalista heterodoxo.
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Es tan poco habitual encontrar en la pantalla mujeres que lleven el timón del relato y que no sean meros personajes dependientes de los principales masculinos, que cuando uno se encuentra con una película como Doña Clara confirma qué mirada tan androcéntrica, y por lo tanto tan parcial, nos ofrece el cine en general. Que la protagonista absoluta de la historia sea una mujer jubilada, independiente, con vida propia y con una fuerza que ya quisiéramos para nosotros muchos hombres, es el principal aliciente de una imprescindible película brasileña que, además, nos ofrece de manera tierna, reposada, sin estridencias, una honda crítica del mundo que estamos construyendo a costa del que estamos reduciendo a escombros.

Acostumbrados a que las mujeres en el cine sean seres que solo viven para la pasión, que andan en muchos casos como “vacas sin cencerro”, arrastrando culpas e incapaces de sobreponerse a los fracasos amorosos, tan cautivas de los deseos y caprichos de los héroes masculinos, reconforta encontrarse con un personaje como el de doña Clara, una señora con poderío que no necesita de los hombres para darle sentido a su vida, por más que estuviera enamoradísima de su marido, y que es capaz de levantarse cada día encontrando un sentido a todo lo que puede hacer por ella misma. Mucho más cuando se enfrenta, sin convertirse en la víctima que paternalmente salvan los varones, a los especuladores que quieren acabar con su espacio, con sus metros cuadrados de soberanía, con las habitaciones propias en las que viven sus músicas, sus recuerdos y sus heridas. Porque también Clara es una mujer que ha sobrevivido a batallas y que luce orgullosa sus cicatrices. Bella y sólida. Con el rostro marcado por las hermosas arrugas que la hacen todavía más atractiva. Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar, al que solo una actriz con el peso de Sonia Braga podría dotar de autenticidad.

Un personaje tan complejo y hermoso, casi la antítesis de los que por ejemplo abundan en el cine de Almodóvar

Toda la película está rodada desde el punto de vista de ella, que nos lleva por sus rutinas placenteras y por sus recuerdos, por sus amores y por las canciones que la hacen poderosa. Vemos cómo  Clara ejerce de madre, de tía y de abuela, pero esos papeles no son los que la definen de manera limitada, sino que son solo piezas de algo más complejo que es todo su ser de señora que desafía a un mar lleno de tiburones.  La vemos incluso rebelarse frente a una hija que, como suele ser muy habitual,  trata a la madre mayor como si fuera una niña, una discapacitada o una loca que necesita siempre la tutela de alguien al que se le supone racional y equilibrado solo por su juventud.  Doña Clara es también una mujer que baila, que seduce y que comparte con sus amigas el gozo de saberse autónoma. La que es capaz de generar redes de sororidad que nada tienen que ver con las relaciones que generamos los hombres. La jubilosamente sesentona que no vive ni esclava del cuerpo, ni de las modas ni de las miradas ajenas. La que se baña en la playa pese al oleaje, la que ríe como si la boca fuese un caudal, la que necesita volver a sentir lo que es el placer de gozar junto a otro cuerpo.

Pero además de ese prodigioso retrato femenino, Aquarius, que es el título original de la película y el nombre del edificio en el que resiste doña Clara como si le fuera la vida en ello, es una hermosísima defensa de eso que, como diría la profesora Laura Mora, es el “orden amoroso de la vida” frente al depredador que representan los sujetos masculinos – el poder del padre, el peso del dinero, la corrupción de la política – a los que debe enfrentarse. En este sentido, la película de Kleber Mendonça Filho es una feroz crítica del mundo capitalista en su versión más neoliberal – que va tan de la mano con el patriarcado – y frente al que todas y todos nos volvemos vulnerables.  Un mundo al que solo parecen interesarle los beneficios – de unos pocos, claro –  y al que no le importa pisotear el bienestar de la mayoría. Justo por ello necesitamos muchas mujeres con la hondura ética de doña Clara, y muchos hombres que aprendan de ellas y, por tanto, del feminismo como lógica emancipadora que persigue un planeta más justo y equilibrado. Un planeta que sea capaz de renacer cómo el larguísimo pelo negro de la protagonista y de bailar al ritmo de las hermosas canciones brasileñas de la banda sonora de una película que nos reconcilia con el cine al que siempre me gusta imaginar como si fuera una ventana abierta al mar.
 
 

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