A lo largo de la Historia han sido múltiples los discursos esgrimidos en aras a perpetuar la desigualdad estructural que las mujeres sufrimos en todos los ámbitos de la vida. Desde las teorías misóginas en torno a la menstruación en boga durante el Medievo hasta el ángel del hogar, pasando por la cosificación de los cuerpos femeninos. No obstante las más dolorosas e hirientes son las que se revisten de empoderamiento, libertad y falso espejismo igualitario para perpetuar mucho más si cabe el rol desigualdad entre géneros. Un claro ejemplo ha sido el mito de la superwoman, de las mujeres que a lo largo del día trabajaban fuera de casa, dentro de casa y, por supuesto, realizaban todas las tareas de cuidados. Eran esas mujeres que la sociedad nos presentaba como súperheroínas porque hacían todo lo que tradicionalmente el patriarcado ha entendido que era propio de las mujeres, es decir, los cuidados y, encima, les quedaba tiempo para trabajar fuera de casa. Entiéndase la ironía o, mejor, el enfado. Y así nos colaron otro gol, esta vez en forma de trampas falsas de una conciliación que, nuevamente, seguía recayendo en el omoplato de las mujeres.
En Aragón, en 2016, de las 1.588 excedencias por cuidados de hijos o hijas, personas mayores o dependientes que se pidieron, sólo 110 fueron solicitadas por hombres.
Suelo rechazar de facto reducir la igualdad a datos, pero en ocasiones nos sitúan en el espacio y vislumbran la realidad y lo lejos que estamos todavía de esa igualdad real y efectiva que propugnamos las personas feministas. En Aragón, en 2016, de las 1.588 excedencias por cuidados de hijos o hijas, personas mayores o dependientes que se pidieron, sólo 110 fueron solicitadas por hombres. El peso de los cuidados sigue recayendo mayoritariamente en las mujeres. No por elección sino por imposición social. En este punto debo reconocer que me asusta el discurso de idealización de los cuidados por parte de algunos sectores progresistas que, lejos de dignificar a las mujeres, apuntalan la construcción cultural desigual de los cuidados y la división sexual del trabajo.
Cuando Betty Friedan habló de El problema que no tenía nombre, de esas mujeres de clase social acomodada que vivían en barrios residenciales, cuya vida pilotaba en torno a la idealización máxima de los cuidados, y que comenzaron a acudir masivamente a psiquiatras porque tenían una sensación de insatisfacción generalizada en sus vidas, en unas décadas de rearme del discurso de la división sexual del trabajo, hubo una respuesta fortísima por parte de todos los rescoldos del poder americano, desde el Gobierno hasta los medios de comunicación. Las invadieron con discursos que, no sólo pretendieron perpetuar el discurso del ángel del hogar, sino que tuvieron la intención clara de mermar la autoestima de las mujeres, a las que les introdujeron por todos los medios que tuvieron a su alcance la sensación de que eran unas egoístas y que no tenían ningún motivo para sentirse mal, pues ahora tenían lavadoras y ya no tenían que agacharse para limpiar. En este caso no se entienda la ironía, entiéndase la desazón.
Detrás de esas superwomens perfectas que, subidas a sus tacones, las películas nos idealizaban, se escondía el discurso más clásico de todos: los cuidados siguen siendo cosa vuestra.
En los años 80 y 90 se produjo en Europa y EE.UU una incorporación masiva de mujeres a los empleos remunerados fuera del ámbito de los cuidados. Automáticamente se produjo una reacción que se tradujo en el mito de las superwomens. El cine, la música, la televisión, la literatura… todos los medios a su alcance para imbuirnos de un prototipo de mujer que, lejos de ponernos en valor, servía para perpetuar el rol tradicional de cuidadoras, aunque éstas estuviesen ahora incorporadas como los hombres al mercado de trabajo. Detrás de esas superwomens perfectas que, subidas a sus tacones, las películas nos idealizaban, se escondía el discurso más clásico de todos: los cuidados siguen siendo cosa vuestra. El cine jugó un papel crucial. Algunas personas olvidaron que 120 minutos lo aguantan todo. El día a día de esta realidad fue absolutamente contraproducente para las mujeres: se les imponía un rol inalcanzable, las volvía a situar en una posición de subordinación y acentuaba con una contundencia total los discursos tradicionales de los cuidados y de la división sexual del trabajo. Y lo peor es que lo revistieron de un falso empoderamiento y de una falacia aún mayor: nuestra revalorización, que jamás se produjo. La conciliación de la que nos hablaban era un mito, un caramelo envenenado para las mujeres. Casi un premio de consolación. La desigualdad más absoluta. ¡Ay, Betty, cuánto pensamos en ti!
La conciliación, si no es corresponsable, es una trampa para las mujeres.
La conciliación, si no es corresponsable, es una trampa para las mujeres. Diría que lo peor es cuando nos la presentan como un regalo que nos hacen, pero me preocupa mucho más pensar que hay quienes no se dan cuenta de que para que pueda existir una igualdad real en el ámbito laboral, que entre otras cosas favorezca la igualdad en los salarios o las políticas laborales de conciliación corresponsable, es necesario una reforma de la propia estructura del mercado de trabajo. Por supuesto atendiendo a la realidad de los múltiples modelos de familias, como las familias monomarentales o monoparentales, que requerirán de medidas más específicas para poder disfrutar con plenitud su vida laboral, personal y familiar.
Durante décadas la conciliación ha sido la peor trampa laboral para las mujeres, que han estado soportando dobles jornadas laborales, una fuera de casa y otra dentro. Para favorecer la igualdad debemos comenzar por derribar los mitos en torno a los cuidados y a la división sexual del trabajo. Lo siguiente, acometer las reformas necesarias. De no ser así, la desigualdad en el ámbito laboral seguirá siendo una realidad para las mujeres y la ansiada emancipación que defendemos para garantizar nuestra libertad seguirá siendo una quimera.