El patriarcado, como la banca, siempre gana. Tiene una ventaja extraordinaria: consigue adaptarse a todo tipo de situaciones, incluso cuando parecen extremadamente opuestas, de tal modo que es capaz de convertir lo que en principio resultaba transgresor en un puntal más de opresión. Ocurre esto de forma clara con la sexualidad: el patriarcado ganó hasta hace algunas décadas con una sexualidad represora que nos imponía a las mujeres el desconocimiento y la imposibilidad de satisfacer nuestros deseos y la obligación de servir al placer de otros sin importar el nuestro, y gana ahora con una sexualidad aparentemente «liberadora». Ganó cuando convirtió al sexo en un tabú, sobre el que nosotras no debíamos ni podíamos ni “sabíamos” decir nada. Y gana ahora cuando lo sitúa en el centro de la vida consiguiendo una hipersexualización que en nada nos beneficia, que no nos libera sino que nos objetualiza.
Esto lo plasma perfectamente el cortometraje de Soy ordinaria. En exactamente dos minutos, nos pone frente a una realidad que sucede a menudo sin que seamos conscientes, gracias la falsa apariencia de igualdad que damos por conquistada y asentada.
El cortometraje nos muestra una pareja, un hombre y una mujer, que se disponen a ver una película, una película que él ha elegido, Irreversible. Ella sale de la ducha y muestra su descontento con la película elegida. Él no se interesa por los motivos -bastante claros- que causan su desaprobación y lejos de negociar la posibilidad de ver otra, da por hecho que su elección ha de ser aceptada. Acto seguido, todo entre risas, aparente ternura y aparentes buenas palabras, comienza a besarla y a acariciarla. Ella, al principio, “parece” cómoda, pero, en pocos segundos, cuando se evidencia que lo que él desea obtener es “sexo” (lo entrecomillo porque al ser forzado ya no es sexo, es violación), le contesta claramente que no, que no le apetece. En ese mismo instante, él debería haber parado. Sin embargo, continúa. Continúa porque el patriarcado no acepta un no. El patriarcado les otorga el poder, y quienes no lo rechazan, lo imponen siempre que les apetece. El patriarcado posibilita que para él un no, no cuente; lo sabe y ejerce tranquila y gustosamente su privilegio. Ella de nuevo dice que no, que prefiere ver la película: prefiere claudicar y aceptar la película antes que una violación.
En ese mismo instante, él debería haber parado. Sin embargo, continúa. Continúa porque el patriarcado no acepta un no.
Al final, el patriarcado consigue eso: que el mejor de los casos para nosotras sea el de aceptar la imposición menos dolorosa. Pero él sigue: definitivamente está resuelto a satisfacer su placer (que no es una necesidad). En ese momento a ella se le congela la risa, le (nos) resulta ya –ya desde hace algún tiempo, desde su primer no- absolutamente inaceptable. A nosotras y a algunos hombres, con un tiempo andado con las gafas violetas puestas, nos parece una señal evidente, una señal que a él debería preocuparle, paralizarle, avergonzarle, hacerle retroceder inmediatamente y disculparse; tener desde ese momento la mayor delicadeza, reconocer su error, explicitarle que hará lo posible por subsanar el inadmisible abuso. Aunque, bien pensado, ya no hay disculpa que valga. Jamás debería haber llegado a forzar semejante situación, espeluznantemente frecuente.
Sin embargo, parece que nada importa que a las mujeres se nos congele la risa: importa lo mismo que nuestra opinión o nuestros deseos; nada. Le dice que se siente aplastada, agobiada. “Disculpe usted, señorita” contesta con ironía y frivolidad, desatendiendo de nuevo su incomodidad, su angustia, su temor. Ya más enfadada, le grita, por cuarta o quinta vez que no le apetece. Comienza entonces el chantaje emocional). «¿Ya no me quieres?», le pregunta. «No es eso», le contesta “acabo de salir de la ducha y estoy cansada”. (Excusa “inadmisible”, comentan algunos por las redes sociales). Entonces él insiste. Y ella no claudica. A ella la hace claudicar. Se calla. Está incómoda. Está destrozada. Pero él sigue: el patriarcado, como la banca, siempre gana. La penetra una y otra vez sin reparar tampoco ahora ni un solo instante en su rostro: pero ¿qué le importa a él su rostro, sus deseos, sus sentimientos, sus necesidades, su agobio, su miedo, su inseguridad, su asco, si siente placer u horror, su sentimiento de estar siendo cosificada si ya tiene lo que quería: un agujero con el que satisfacerse? Nada. Absolutamente nada. Él disfruta, gime y acaba. Si quiere penetrar, penetra, y cuando se satisface, fin. Ella permanece inmóvil y a él nada le preocupa. Ya ha conseguido su objetivo. Seguramente piensa que si ella se siente mal, si ella no ha disfrutado, es, simplemente, su problema; un mal día para ella en el que él nada tiene que ver. Igual ni siquiera lo piensa.
Cuántas sienten que la culpa es suya, que si no disfrutan del “sexo” es su problema.
El corto es profundamente impactante. Pero el verdadero impacto viene después: es el que me enmudece cuando me pregunto cuántas mujeres en el mundo, en este instante, ayer, hoy o mañana, estarán en una situación similar. Cuántas lo han sufrido ya (testimonios similares recoge la mismísima Simone de Beauvoir narrando las experiencias sufridas por un número insoportablemente alto de mujeres en sus primeras relaciones sexuales, en El segundo sexo), cuántas se sienten incómodas a menudo teniendo “sexo” y no saben por qué. O más bien; lo saben perfectamente pero no se atreven a verbalizarlo (de lo cual, por supuesto, no tienen culpa: las obliga el silencio que nos enseña a autoimponernos el patriarcado). Cuántas sienten que la culpa es suya, que si no disfrutan del “sexo” es su problema.
Ellos (muchos, no todos) aseguran que lo que ocurre en el corto no es una violación, que es lo normal en cualquier relación.
Internet, en parte, me da la respuesta. Leo los comentarios hechos sobre el cortometraje en foros de periódicos y redes sociales. Ellos (muchos, no todos) aseguran que lo que ocurre en el corto no es una violación, que es lo normal en cualquier relación. Otros, más claros, dicen que si ellos fueran los protagonistas, «echarían de la casa a la tía» o «iría a buscar a un restaurante lo que no sirven en casa». «Luego os extraña que vayamos de putas», afirma otro. Veamos algunos comentarios más: «Los casados con hijos, estamos atados. Si ya es difícil encontrar un hueco y tiempo… ¿hay que esperar a que a los dos estén de humor? (…)», «No hay violencia, ¡No hay violación!», «Las feministas se han propuesto acabar con la pareja heterosexual, está claro.» «La basura subvencionada de siempre, ya que hay que alimentar el negocio, no sea que decaiga. Luego cuando necesitemos defensa, será demasiado tarde, pues no habrá hombres. Los enemigos de España, están haciendo estragos. Qué razón tenía Paquito.» «La ideología de género y sus vídeos de la ingeniería social… el objetivo es inculcar culpabilidad en el hombre, pero sobretodo controlar el sexo, porque el sexo es poder». Extraídos de El Mundo, edición digital, 13-3-2017. Y como estos, centenares, miles, contando todos los periódicos y todas las redes sociales. Ante este panorama, ellas, (muchas, no todas) se sienten tristes y resignadamente identificadas. Denuncian que no es la excepción, sino la regla.
La conclusión parece clara: el camino que nos queda por delante para lograr la igualdad y la reciprocidad en lo que respecta al sexo es inmensamente largo. El «espejismo de la igualdad» nos ha hecho ver un oasis donde todavía hoy se encuentra todo (casi todo) tomado por la dominación y la imposición.
El camino es reconocer que en una pareja el deseo o es bidireccional o no es: es imposición, es violación.
El único camino posible es el de reconocernos en los protagonistas, unas y otros, y cambiar radicalmente el modelo. Esa sería la verdadera transgresión sexual. El camino es reconocer que en una pareja el deseo o es bidireccional o no es: es imposición, es violación. Es abandonar una idea de sexualidad falocéntrica y coitocéntrica, en muchas ocasiones violenta (aunque como en este caso el patriarcado nos la haga percibir como deseable) y empezar a abrazar una sexualidad libre, consensuada (antes, durante y después de cada relación), pactada, discutida profundamente entre las personas implicadas, recíproca y respetuosa con los deseos y necesidades de la otra.
Y sólo mediante la educación sexual esto es posible. Nosotras tenemos que dejar de resignarnos a ver estas situaciones como normales e inevitables y ellos, sobre todo ellos, deben someter sus privilegios a crítica y abandonar un modelo de sexualidad que sólo contribuye a quebrantar la confianza, la seguridad y el bienestar de sus compañeras de viaje (o de relación sexual). (Con esto, ni pretendo generalizar –aunque esta situación no debe ser aún residual–, ni pretendo tampoco invisibilizar las relaciones sexuales no patriarcales que se basan en la reciprocidad –tanto de parejas hetero como homosexuales– pero la situación descrita en el corto es lo suficientemente grave, extendida, desoladora y urgente como para mantenerla en el centro de la agenda feminista).
Una educación sexual feminista que ponga en el centro la reciprocidad, la libertad, la igualdad y el consentimiento como ingredientes fundamentales de las relaciones afectivas y sexuales
La solución ante tanto dolor es siempre, o casi siempre, la misma: educación. Una educación sexual feminista que ponga en el centro la reciprocidad, la libertad, la igualdad y el consentimiento como ingredientes fundamentales de las relaciones afectivas y sexuales; que desplace, en consecuencia, las coacciones, los chantajes y una sexualidad dirigida por y para ellos. Que nos haga libres de romper ese silencio, de poder expresar nuestros deseos; que les haga entender que el sexo no es una necesidad irrefrenable que ellas tengan que satisfacerles en cualquier circunstancia. Sólo así hombres y mujeres podrán establecer relaciones auténticamente libres, seguras, consensuadas y recíprocas.