Quienes llevamos mucho tiempo trabajando personal y profesionalmente sobre la igualdad de género, y por supuesto quienes estamos convencidos de que la revolución pendiente de esta sociedad será feminista o no será, hace tiempo que tuvimos claro que la cultura es uno de los pilares desde los que el patriarcado más se atrinchera en sus postulados. Y cuando hablo de cultura me refiero, en un sentido amplio, a todos los relatos y narraciones que desde la creatividad del o de la artista generan un imaginario colectivo, nos sirven para interpretar el mundo y a nosotros mismos, hacen que seamos conscientes de la realidad en la que vivimos. Unos relatos que todavía hoy siguen dominados mayoritariamente no solo por sujetos masculinos sino también por un lenguaje, unos códigos y unos esquemas interpretativos androcéntricos y ajustados a nuestra mirada privilegiada. Justamente por eso, si realmente queremos avanzar hacia sociedades más igualitarias, es tan necesario que haya más mujeres participando de esas narraciones y que, con ellas, seamos capaces de introducir en nuestros órdenes mental y emocional otra escala de valores, otros itinerarios, otras palabras. Y no porque ellas sean ni mejores ni peores que nosotros, sino simplemente porque su experiencia vital, sus compromisos y sus horizontes son necesariamente distintos desde el momento en que el sistema sexo/género las ha colocado social y culturalmente en una determinada posición que poco o nada tiene que ver con la nuestra.
Por todo ello, y no simplemente por una cuestión numérica (que también), necesitamos por ejemplo que cada vez haya más películas hechas por mujeres, que sean capaces de contarnos la realidad desde otra perspectiva y que nos permitan superar los esquemas de la masculinidad hegemónica. Un reto que será esencial por ejemplo en la transformación de unos varones que necesitamos urgentemente superar los lastres del macho dominante. Es justamente esa mirada alternativa, disidente incluso, la que he encontrado y disfrutado en la bellísima Verano 1993. Estoy convencido de que si hubiera habido un hombre detrás de la cámara la historia habría sido otra, no digo que ni mejor ni peor, pero sí distinta. Y como efectivamente la historia del cine está llena de historias contadas por hombres y desde nuestra perspectiva, es tan necesario y revitalizante que nos encontremos con miradas como la de Carla Simón.
Verano 1993 es una de esas películas que, frente a lo que solemos ver habitualmente en el cine, al menos en el más exitoso y comercial, nos ofrece un paseo hondo y emocionante por eso que la profesora Laura Mora denomina “el orden amoroso de la vida”. Con lo tremendamente complejo que debe ser hacer una película sobre la infancia y mucho más trabajar con niños y niñas, la directora consigue el milagro de hacer que las dos protagonistas (inmensas Paula Robles y Laia Artigas) nos transmitan todas las tensiones emocionales que se están viviendo en un contexto donde de repente ambas tienen que reorganizar sus vidas y en el que sobre todo Frida (con esos ojos de Laia Artigas que bien podrían ser los de la Ana Torrent de El espíritu de la colmena) ha de entender, o asumir al menos, lo que significa la muerte. Verano 1993, en su aparente sencillez, es una complejísima película porque nos habla, partiendo además de propia experiencia autobiográfica de la directora, de muchísimas cosas, todas ellas cruciales en la vida de cualquier persona. La película nos habla del duelo, de la familia, de los imbricados mecanismos emocionales que se ponen en juego cuando una niña es adoptada, del papel de entorno (familiar y social) en la definición de nuestra personalidad, de la necesidad o no de creer en algo para superar los miedos. Porque también Verano 1993 nos habla de nuestros miedos – del miedo a la muerte, a la soledad, a crecer, a no tener respuesta, a no sentirte querido – y muy especialmente de los que pueblan nuestra infancia.
Con uno de los más hermosos finales que recuerdo en el reciente cine español, el largometraje de Carla Simón da voz y rostro a quienes habitualmente no lo suelen tener, al menos de manera protagonista, en las películas. Teje una compleja trama de emociones y sentimientos sin necesidad de contar grandes hazañas ni de mostrar heroísmos masculinos, y por supuesto sin caer en sentimentalismos “femeninos”. Incluso se atreve a mostrarnos a través del personaje de David Verdaguer lo que podría ser el referente de otro modelo de masculinidad, alejado de la “diligencia del buen padre de familia” y más cercano a la paternidad presente y entrañable que bien puede ser un primer paso para superar al patriarca que todos llevamos dentro. Por todo ello, y por la belleza que nos ofrecen sus imágenes, por esa Madre Naturaleza que es también parte del relato, por ese bosque que parece interpelar a nuestro corazón de urbanitas con un guiño ecofeminista, Verano 1993 se merece todos los premios. Y no solo porque sea una buena película, que lo es, sino porque nos demuestra que la ternura puede ser una herramienta de transformación política y porque hace que el espectador se reconcilie con lo que de verdad nos hace partícipes de una igual humanidad: nuestra frágil vulnerabilidad y el potencial de las emociones cuidadoras como única salida para salvarnos de los miedos.