Me tropecé con el recorte de estas palabras de Eduardo Galegano, pululando por Internet: Pero ninguno, niguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar “la maté por miedo” porque al fin y al cabo, el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Y no pude resistir el deseo de volver al origen de esta reflexión tan clara y aguda a la vez. Me fui a su relato La cultura del terror, de El libro de los abrazos*: “La extorsión, el insulto, la amenaza, el coscorrón, la bofetada, la paliza, el azote, el cuarto oscuro, la ducha helada, el ayuno obligatorio, la comida obligatoria, la prohibición de salir, la prohibición de decir lo que se piensa, la prohibición de hacer lo que se siente y la humillación pública Son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de familia, para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo. -Los derechos humanos tendrían que empezar por casa- me comenta, en Chile Andrés Domínguez…”
Se queda una exhausta ante esta descripción tan clara de la realidad, donde se manifiesta hasta qué punto está normalizada la tortura como una forma de relación entre los sexos donde el dominador, el poderoso, es siempre el masculino. Y donde las formas de martirio son idénticas a cualquier otra táctica represiva de las que usan los poderes públicos para castigar a los criminales, a los marginales, a los que están fuera del sistema.
Si hacemos una interpretación completa, concluiremos que ésa es la consideración que las mujeres tenemos en la práctica totalidad de las diferentes sociedades que se dan en el mundo: en el ámbito de las relaciones personales, estamos fuera del sistema. Somos perseguibles de oficio, castigables sin necesidad de juicio ni defensa previos, porque sí, porque así se ha establecido y así está permitido en lo más profundo de los circuitos neuronales de quienes se sienten nacidos para poseer y disponer de vidas ajenas.
Ya se sabe que las violaciones en grupo son frecuentes en las trastiendas de las guerras que hacen los ejércitos. Como la esclavitud sexual, el rapto de mujeres y las peores torturas que se puedan imaginar… Pero en la sociedad civil y presuntamente civilizada, estos comportamientos han estado vinculados a mentes psicóticas y a comportamientos inadmisibles, sin que este calificativo tenga la menor intención moralizante. Es evidente también que la escenografía, los argumentos, las imágenes y toda la basura que el porno violento ofrece, son una fuente de inspiración para la hombría mal entendida de quienes viven el sexo con egocentrismo y desquiciamiento.
Las violaciones múltiples, en pandilla, son una manifestación notable de esta convicción de que tienen la impunidad que otorga el poder. Pero, cada vez más, se sienten amenazados por los avances que las mujeres vamos obteniendo en nuestra consideración social. Es en lo privado donde se sienten todopoderosos y lo que ya no puede hacer uno solo con su pareja, porque puede dar lugar a denuncia de malos tratos y está penalizado, lo hacen en grupo, con una desconocida y como parte de una fiesta.
Probablemente, en ello confluyan algunas razones más.
Una, la demostración del poder de varios machos enajenados que utilizan sus miembros como armas de guerra contra la toma del cuerpo femenino y de su voluntad, a modo de invasión del territorio que se hace como demostración ejemplarizante ante el otro -la otra- de capacidad ofensiva y de fuerza.
Otra, la pulsión exhibicionista-voyeurista de gozar con la contemplación del placer de sus iguales; de verse en su espejo; de dar rienda suelta a un placer más homo que hetero -sin que eso conlleve ningún desdoro, sólo una evidencia-, y de disfrutar de un trofeo de guerra compartido que se divulga, mediante imágenes incontestables en las redes, como se podrían enseñar las medallas al valor obtenidas en alguna hazaña bélica.
Otra más, la venganza colectiva contra alguien que simboliza a quien siempre había estado ahí para ser dominada, esclavizada, sometida, colonizada, y ahora se permite tener vida propia, ser autónoma, disfrutar del sexo sola, con hombres, con mujeres o con su mera imaginación, pero libremente. Ocasionan un castigo ejemplar -aunque no sea premeditado- con el que reivindican el honor del poderoso desalojado de su tierra conquistada.
Las palabras no suelen ser inocentes; por ello es posible, en este estado de cosas, que el discurso a favor de la liberación de la mujeres connote muchas más cosas que su equiparación social y legal, y se acerque, expresamente o no, a la búsqueda de la independencia que siempre se ha hecho con sangre, sudor y lágrimas. De ahí la escenificación del poderío y de sus consecuencias.
Como para no tener miedo. Como para no tener la tentación de decirle a las más jóvenes: tened cuidado, no habléis con desconocidos, no aceptéis una copa de nadie, no os sintáis iguales, libres, autónomas, dueñas de vosotras mismas…
Es la estrategia del miedo. Algo que te va matando por dentro y te inhabilita por fuera.
Y esa estrategia tal vez tenga éxito de una en una pero la novedad es que en estos momentos, somos legión las que no nos vamos a callar. Cada fechoría, será contada y replicada cientos de veces; denunciada y perseguida otras tantas. La unidad en esta ocasión es imprescindible y estamos en estado de alerta máxima. No lo perdamos de vista. No vamos a consentir que, como recordaba Galeano, también se nos quiera matar por miedo. A los criminales hay que devolverles el miedo en su propio espejo.
*1989. Editorial Siglo XXI https://youtu.be/0BNZKvgkSOg